
Un héroe doméstico
-
Lo
conocí bastante tiempo antes de que ocurriera la tragedia. Yo cursaba por
entonces mi cuarto año del secundario. Se incorporó a nuestra escuela casi al
final del ciclo lectivo, venía de un ignoto pueblito de Córdoba llamado
Ordoñez. Su padre era Gerente de Banco y había sido trasladado a la sucursal de
San Antonio inesperadamente. Lo recibimos de manera bastante cordial teniendo
en cuenta la hostilidad que sentíamos hacia a los extraños, sobre todo si eran
forasteros. Nuestro curso contaba con
apenas quince alumnos, catorce de los cuales éramos varones, todos poco
afectos al estudio. Algunos, sin embargo, solíamos aventurarnos por un camino
anárquico de lecturas siempre un poco sospechosas de vanguardistas cuando no de
subversivas. Sumar uno a la tribu,
pensábamos con cierta ingenuidad pero escaso optimismo, achicaba un poco la posibilidad de tener que pasar a dar la lección. Pero a
Ordoñez, así lo llamamos desde el primer día sustituyendo su impronunciable
apellido polaco por el del pueblo de donde provenía, eso no le importaba en
absoluto. Él tenía muy clara su vocación, quería ser médico, y, como pronto lo
demostró era, al decir de la profe de Matemáticas, un alumno muy aplicado y estudioso,
para nosotros un traga,bah. Claro que lo que
no se imaginaba (no podía preverlo) era el embrujo en que iba a caer
apenas conociera a Nancy.
Nancy,
desde la austeridad de su trono de tosca madera en el primer pupitre, reinaba
de manera a veces despótica, a veces indulgente, a veces desdeñosa y hasta
cruel sobre sus catorce súbditos siempre incondicionales, siempre amantes
caballeros al pie del corcel dispuestos a salir a la caza del dragón para
ofrendarle su cabeza todavía humeante antes de la caída del sol.
Todos
pudimos ver el destello fugaz pero inexorable que cruzó por los ojos celestes,
casi grises del polaco Ordoñez, cuando la conoció. Todos pudimos ver la sonrisa
seductora que Nancy le dedicó y el insinuante beso en la mejilla que enrojeció
como una brasa ardiente la cara pálida del polaco. Todos supimos, desde ese
mismo momento, que el polaco ya no tenía remedio y quedamos atentos a los
próximos acontecimientos.
Pero
no habría próximos acontecimientos porque Ordoñez era un tímido incorregible.
La miraba desde lejos mordiéndose los labios y cuando ella se acercaba le
temblaban las manos y la mandíbula de tal modo que apenas podía articular
alguna frase coherente. En esas ocasiones sólo conseguía hablar de temas
relacionados con la escuela: que en qué fecha son las trimestrales, o para
cuándo la prueba de química. Cuando la charla se prolongaba demasiado o entraba
en un terreno más personal ya en el colmo del azoramiento, con un soplido
incómodo movía bruscamente la cabeza hacia atrás y acompañándose con la palma
de la mano derecha intentaba acomodar el mechón de pelo rubio rebelde y lacio
que le caía siempre sobre la frente. Ni siquiera se atrevió a sacarla a bailar
en la fiesta de graduación, claro que ese acontecimiento estuvo enmarcado para
él en la postergación de sus sueños más preciados.
No
sé bien cómo llegamos a ser tan amigos, tal vez el gusto por Spinetta o los
Beatles o el reciente descubrimiento de Neruda y del Che y del peronismo. En
esas noches junto al winco adelgazando el elepé de Almendra hasta casi la
transparencia nos hervía la sangre sintiéndonos parte inevitable de la próxima
revolución socialista. Pero a veces el polaco se quedaba absorto mirando al
techo o a la noche oscura a través de la ventana que daba al patio. Entonces no
articulaba palabra pero yo sabía en quién estaba pensando. ¡Qué bárbaro este
flaco! Mirá que poner eso de pechos de miel. Cómo se le habrá ocurrido, no
habrá tenido miedo de que lo censuren, decía, por ejemplo, tratando de
disimular su turbación al volver del sortilegio amoroso en el que estaba
suspendido desde el día en que conoció a Nancy. Los pechos de Nancy, pensaba
yo. Una miel que quizás él probaría alguna vez; yo, Nancy ya me lo había hecho
saber derogando toda duda razonable que pudiera rondar por mi cerebro
adolescente, era abeja de otra colmena. Él tendría que ver, en ese caso sería
su problema, cómo se las arreglaba con el gusto de ella por Sandro y su supina
ignorancia de los Beatles y el rock nacional y Neruda y el Che y Cuba y la
revolución socialista y Perón. Era una incongruencia difícil de tolerar y
superar. Pero el amor todo lo puede, dice la gente de fe.
A
la madre la conocí en alguna de esas visitas nocturnas a su casa. Para no
molestar nos reuníamos en un galponcito del fondo que oficiaba de lavadero y
que estaba cruzando el patio de baldosas amarillas. Ella nos alcanzaba el mate
ya preparado y un termo con agua caliente, saludaba y se iba a dormir. La
recuerdo como una mujer alta, rubia, de ojos verdes, muy hermosa, siempre
sonriente y bromista. Pero nunca tuve mucho contacto con ella ni con su padre
al que, de hecho, ni siquiera llegué a
conocerle la voz. Lo había visto fugazmente el día en que el polaco vino a su
primer día de clase. En esa ocasión lo trajo en su auto y, sin bajarse, lo dejó
en la puerta. En las visitas a su casa no lo veía. Cuando yo llegaba él ya se
había ido a dormir o estaba en el living mirando alguna película por
televisión. Nunca se acercaba a saludar. Se decía que era un hombre muy
taciturno y solitario y parecía ser así.
-¿Viste
el noticiero anoche, Lalo?
-No.
Estuve escuchando música ¿qué pasó?
-No
me digas. Vos y tu familia viven dentro de un frasquito de azafrán.
-Por
qué decís eso, polaco ¿qué pasó?
-Lo
mataron a Aramburu, loco.
-¿Qué?
-Sí.
Los Montoneros. ¿Viste que decían que lo iban a largar? Minga, mirá cómo lo
largaron, lo fusilaron, lo reventaron.
En
ese momento íbamos rumbo al colegio y estábamos cruzando la plaza que está
frente a la iglesia, me paré y lo miré a los ojos justo en el instante en que,
disimulando un poco, se hacía la señal
de la cruz, después, en un gesto cómplice y algo teatral, me tapé la boca con
la bufanda, como si alguien estuviera espiando para leerme los labios y le dije
murmurando casi al oído:
-¿Y
vos qué pensás, estás de acuerdo, polaco chupacirios?
-Qué
se yo, loco. El tipo era un hijo de puta, pero matarlo…
-Y
Bueno, cuántos peronistas habrá matado él. Y, usted sabe, compañero, no hay
revolución sin muertos ni fusilamientos.
-Claro,
sí, eso dicen. Mirá los rusos ¿no?
-¡Ja!,
¿y los franceses? Cierto que esos no eran fusilamientos, pero la guillotina
cumplía muy bien su papel.
Hasta
llegar al colegio no volvimos a hablar. Yo, excitado por la noticia, encendí un
pucho mientras pensaba en el hombre nuevo, en ser protagonista de los cambios
que se avecinaban y, tal vez, en estudiar filosofía o sociología o psicología,
qué se yo. ¿Qué podía ser útil para contribuir a la revolución? Tal vez,
ciencia política sería mejor, o quizás abogacía. ¡Tenía un matete en la cabeza!
Él no sé en qué pensaba, pero por la cara que ponía y por su andar como en las
nubes y su mirada perdida y sus suspiros desesperanzados presumo que pensaba en
Nancy, en que tenía que hacer algo, tomar alguna decisión, hablar con ella
porque estábamos en junio y a fin de año terminábamos el secundario y venía la
despedida que nos organizaban los de cuarto y la fiesta de graduación y el
baile y con todo eso la gran oportunidad de intentar el desembarco en esa playa
tan deseada. Después cada uno tomaría su rumbo, qué pasaría entonces con Nancy
pechos de miel, corazón de tiza, ojos de papel. La mayoría de nosotros no había
decidido aún qué hacer con su futuro pero ¿y si Nancy decidía estudiar algo
raro en alguna Universidad lejana? ¿Si no iba como él a Rosario que ya tenía
decidido estudiar medicina? ¿Qué haría entonces? No había que dejarla correr.
Quédate hasta el alba, Nancy, piel de rayón. Los tiempos se acortan, polaco,
hay que actuar.
Cuando
entré al living convertido en improvisada capilla ardiente, tal como se estilaba
hacer en mi pueblo en esa época, la madre del polaco apartaba con su mano una
mosca terca y voluntariosa que intentaba posarse sobre la cabeza de su marido
muerto. Recién en ese momento pude ver bien su cara redonda más pálida que
nunca, su nariz aguda y larga apuntando
al techo como señalando el sendero que debía seguir su alma, aunque a juzgar
por lo que muchos dijeron después no le hubiera sido posible superar la altura
del cielorraso, su pelada incipiente, su frente surcada por arrugas profundas
como zanjas, sus labios finos y morados, sus párpados ajados como papel de
diario viejo coronados por una moneda de un peso clausurando unos ojos que ya
no volverían a abrirse. El polaco estaba sentado cerca del ataúd, muy serio. Me
senté a su lado y, sin saber qué decir, le palmeé la rodilla, él me miró con
esa mirada indefensa que tenía y entonces pasé mi brazo izquierdo por sobre sus
hombros y lo apreté fuerte. Sollozó un poco, se secó torpemente las mejillas
con la palma de la mano y volvió a quedarse muy serio.
Todos
los planes para el abordaje de Nancy se vinieron abajo. Para él la despedida
que nos hicieron los de cuarto, la joda posterior, la fiesta de graduación,
todo, fue una cagada. En el pueblo se corría la voz de que a su padre lo había
matado el disgusto que le causaban las infidelidades de su mujer, que era por
eso que lo habían trasladado desde Ordoñez, que en el banco había grandes intereses económicos de
la iglesia, que tenía gran influencia el Opus Dei, que, decían los accionistas
y ejecutivos del banco, los sucesivos escándalos protagonizados por la madre
del polaco afectaban la dignidad y el buen nombre de la institución y que por
eso habían trasladado a su padre con un ultimátum bajo el brazo: el próximo
escándalo culminaría con su despido. Y
parece que así fue, aunque yo no supe nunca de ningún escándalo y me costaba
mucho trabajo creer en eso porque la madre del polaco me caía muy bien y me
parecía una buena mujer. Sí supe más tarde que don Ernesto tenía un vicio
secreto. Le gustaba mucho el turf y era un gran jugador. Aunque nunca acudía a
ningún hipódromo y nadie sabía de las pasiones que desataban en él los
caballos. Había encontrado la manera de hacer sus apuestas por teléfono y eso
mantenía a todos los conocidos fuera de ese mundo. Tenía grandes deudas de
juego en el momento en que sufrió el infarto. Esas deudas, contraídas al
parecer con dineros non santos del banco que él sustraía con maniobras muy
sutiles e inteligentes, minimizaron a tal punto la pensión que recibió su esposa
luego de su muerte que obligaron al polaco a trabajar y a postergar por algunos
años, al menos, su proyecto de estudiar medicina.
Nancy
se fue a estudiar Antropología a la UBA. Quién lo iba a decir, Nancy
antropóloga. Ahora reinaría sobre los Neandertales y cualquier otro homínido
armado de garrote que osara cruzarse en su camino. Yo me decidí por abogacía,
la carrera de los vagos, según mi amigo Pablo, nada que ver con la guerrilla
revolucionaria, con la que había fantaseado en algunas noches de desvelo. No
hizo falta mucho tiempo para que me diera cuenta de que la valentía y las
convicciones no me daban para tanto. Pero al menos intentaba mantenerme cerca
de la militancia peronista revolucionaria, eso me permitía disertar en las
peñas frente a algunas mujeres hermosas y mantener un puesto decoroso en el
ránking del levante. Al polaco ya casi no lo veía. Sólo algunos fines de semana
cuando iba a visitar a mi familia. Le habían hecho un lugarcito en el banco del
que su padre había sido gerente (tal vez alguno se sintió culpable de la
canallada que le armaron para terminar despidiéndolo). Y allí estaba, soñando
con estudiar medicina y reencontrar a Nancy que ya no venía por el pueblo.
Varios
años después, ya con Perón muerto, los sueños de revolución socialista en
descomposición, y en medio de la crisis política y económica que preanunciaba
la pronta caída del gobierno de Isabel el polaco se casó con una compañera de
trabajo. Vino luego su primer hijo. Le puso de nombre Eduardo, en honor a
nuestra amistad, y me nombró su padrino. Acepté a pesar de mi fe anticlerical.
Ese día, después de la ceremonia del bautismo, hablamos bastante en torno a una
insomne botella de malbec y varios fasos confesionales. Sabés, Lalo, me dijo, a
estas alturas creo que estoy corriendo el riesgo de transformarme en un héroe
doméstico. Tengo que cambiar y quiero cambiar, tengo el firme propósito de
cambiar. Fijate, hay una novedad, algo que vos no sabés y que quiero confiarte,
me estoy carteando con Nancy. Aunque nunca lo hablamos claramente vos sabés que
yo siempre estuve enamorado de ella. Fue
a través de una prima suya clienta del banco, gracias a ella pude conectarme
por primera vez. Vos te habrás dado cuenta de que cuando ella se fue la tristeza
me consumía. Mi viejo se había muerto, no había podido comenzar medicina, vos
te ibas también para Rosario, y yo, así, con el secundario terminado y los
amigos en franca desbandada y teniendo que cuidar a mi vieja y trabajar todavía
por mucho tiempo para pagar las deudas y sobrevivir me sentía destruido. Mirá
lo que escribí por esos días y sacó un papelito doblado en varios pliegues del
bolsillo de su camisa, mirá, mirá:
Qué hago ahora con estos escombros
con estos trapos sucios,
estas maderas rotas
esta
bandera quieta
este bote agujereado
este naufragio.
Cómo encender un fuego con estas
humedades.
Porque entonces me acordé de Neruda y
me dio por la poesía, sabés. Y ya sé que no soy bueno para eso, si yo quería
ser médico, pero no encontraba otra manera de expresarme y, tal vez, consolarme.
Fue la amargura que tenía, qué se yo. Eso duró mucho tiempo, dos, tres, cuatro
años. En algún momento pensé en matarme, pero estaba mi vieja. Fue entonces
cuado apareció la prima de Nancy. De esto hace cosa de un año. Yo estaba recién
casado y mi mujer ansiosa por tener un hijo y yo queriendo satisfacerla aunque
no compartiera demasiado sus deseos. Pero ¿dejaría yo a mi madre y a mi mujer y
quizás a mi hijo por Nancy? Porque Nancy me escribió en una de esas cartas que
también ella estuvo siempre enamorada de mí y que yo era un pelotudo por no
decirle nada y ella una imbécil que se las daba de liberada y bien que se calló
la boca esperando que yo diera el primer paso. Una imbécil por no haberse
animado a invitarme a ver aquella película de Sandro que daban en el
Astral a pesar de haber estado toda la
tarde ensayando frente al espejo la forma de pedirme que la acompañara. ¿Te das
cuenta, Lalo? ¿Te da cuenta de cuánto tiempo perdido? La vida es una mierda,
Lalo, es una mierda pero puede serlo
menos si uno se decide a hacer lo que tiene ganas de hacer, no, en cambio, si,
como yo, se la pasa cumpliendo con lo que cree que es su deber. En todo este
año no nos vimos, a vos te parece, sólo carta tras carta. Cartas que yo recibo
en una casilla postal y ella en otra, porque aunque ella no está casada ni
tiene hijos y podría recibirlas en su casa el asunto es que no tiene un
domicilio fijo o no quiere dármelo, y no sé por qué pero no me importa. Ahora
vamos a vernos, Lalo, eso es lo único que sí me importa. Lo que me decidió fue
haber hablado por teléfono. Fue escuchar su voz y querer estar con ella en ese
mismo instante. No quiero ser un héroe doméstico que se la pasa haciendo
sacrificios en el altar de la familia cristiana y la moral burguesa como dirías
vos., que no por mi vieja, que no por mi esposa, que no por mi hijo, que cuando
era pendejo no porque era un boludo tímido incurable, no, no, no, se acabó. La semana que viene vamos a vernos
en Rosario ¿Puedo contar con vos? Claro, polaco, cómo no vas a poder ¿qué necesitás?
¿Qué podía necesitar? Era un tipo
adulto, si quería encontrarse con Nancy pechos de miel, sólo tenía que ponerse
de acuerdo con ella y hacerlo ¿Para qué podía necesitarme a mí? Pero el polaco
me pedía el departamento. Bueno, pero ¿y por qué no te vas a un telo, polaco?
No, es muy riesgoso, Lalo. Por ahora no quiero que nadie me descubra, que nadie
se entere, vos sabés, Rosario es un pañuelito y San Antonio para qué te voy a
contar ¿no es cierto? Le diré a Graciela que voy a visitarte para tu cumpleaños.
Una sorpresa, viste. Comer un asadito en alguna parrilla, tomar un buen vino,
charlar como en los viejos tiempos, ir a alguna peña. Bueno, polaco, como
quieras, pero la verdad, me parece un poco infantil, me parece que no va a
creerte. Vos dejá, Lalo, vos dejá. Yo sé cómo hacer esto, no te preocupés.
Ese día le di las llaves y me fui al
cine a ver “Atrapado sin salida” que
acababa de ganar el Oscar. No quería volver a ver a Nancy. Tenía un poco de
miedo de lo que podía encontrar, un poco de miedo de volverla a ver, además no
entendía muy bien eso de que no tenía domicilio fijo pero me lo sospechaba.
Claro que teniendo en cuenta sus antecedentes juveniles, su predilección por
las frivolidades y por la lectura de las revistas semanales más reaccionarias de ese momento, me costaba
imaginarlo. Así que me fui temprano a vagabundear un rato por la peatonal para
hacer tiempo hasta el momento de encontrarme con Eugenia en la puerta del
Radar.
La tomó de los hombros y la miró
durante unos segundos muy intensos, apenas unos segundos que, sin embargo, le
parecieron dulces y eternos. Ella comenzó a lagrimear. Se abrazaron primero muy
suavemente y poco a poco fueron acercándose y apretándose más. Él la besó
muchas veces en el pelo, en el cuello, en la mejilla, en los ojos, ella le
acariciaba la espalda, los brazos, la cintura y apoyaba la cabeza en su hombro
sudoroso, luego se besaron en la boca, largamente, lengua con lengua, diente
contra diente, saliva con saliva como ríos que confluyen duplicando, multiplicando
su caudal atronador. Se sentaron en el sillón del living, se tomaron de las
manos, ella quiso hablar, él cruzó un dedo dedo silencioso sobre sus labios y
volvió a besarla en la boca. La besó mucho tiempo. Poco a poco fueron
recostándose, cada vez más, cada vez más, cada vez más. Él quedó encima de
ella, ella se esforzó para zafarse, resbaló bajo el cuerpo de él hasta la
alfombra pero enseguida se paró junto al sillón, él se incorporó a medias hasta
casi quedar sentado, ella dijo: pesás mucho, engordaste, él sonrió, vos no,
dijo, ella se quitó el sweater, no llevaba corpiño, él se acercó y besó y lamió
sus pechos de miel mientras acariciaba sus piernas que ya no corren y abría el
cierre relámpago de su pollera y la dejaba caer, ella gimió y le acarició y le
besó la cabeza y levantó sus pies uno después del otro y empujó su pollera hasta dejarla a un
lado, él bajó con sus besos hasta su vientre y más abajo llenó su boca de
frescas humedades en una áspera pradera palpitante, y más abajo cayó,
inevitable, hacia las ocho aberturas de sus dedos lentos, penisnsulares, pensó
en Neruda, luego la alzó en sus brazos y enfiló hacia el dormitorio.
Al día siguiente me despertó Eugenia
con la cara pálida de terror ¿qué pasa Eugenia? Escuchá esto, y subió el
volumen de la radio que traía en la mano.
…repetimos, dos personas, una mujer y
un hombre fueron hallados acribillados en un departamento de San Luis al 900.
En el lugar se encontró también una nota de las Tres A atribuyéndose el
asesinato. Las personas no han podido ser identificadas todavía. Según fuentes
policiales, el cuerpo de la mujer correspondería a una buscada jefa subversiva perteneciente a la
organización terrorista Montoneros.
-
Rubén
Leva
|