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La señorita Helen
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Entre los dos y los cinco años el niño tiene tres institutrices. La última se llama señorita Helen.
En el cuarto de estudio, situado en el ala de la casa más alejada de la cocina y el patio, no hay hombres; sólo el niño. Está sentado con los pies colgando del alto pupitre y lee en voz alta. Ella está en un sillón que ha colocado mirando a la ventana.
Cuando le parece que ella se queda absorta en lo que está viendo por la ventana, el niño se equivoca adrede a fin de atraer su atención. A veces también se equivoca sin querer… tordo el verano cantaron los pájaros.
¿Tordo?
Sí, el pájaro con manchitas.
¿Tordo el verano?
Ella se levanta, se alisa el vestido plisado en torno a su fina cintura y se coloca detrás de él para mirar el libro.
¡Todo el verano! ¡Pero claro que son los tordos! Pone ODO no ORDO.
Se echa a reír. El niño ríe también y al reírse vuelca atrás la cabeza y la apoya en el vestido de ella.
Era una falta muy bonita; un tordo es una clase de pájaro.
Pero no un adjetivo.
Enamorarse a los cinco o seis años, aunque poco frecuente, es lo mismo que enamorarse a los cincuenta. Puede que los sentimientos se interpreten de forma diferente, el resultado puede ser distinto, pero la forma de sentir y de estar es la misma.
Para que un niño de cinco años se enamore tiene que darse una condición. El niño ha de haber perdido a sus padres o, al menos, todo contacto con ellos, y no debe tener padres adoptivos que hayan ocupado el lugar de aquéllos. Tampoco debe tener amigos íntimos ni hermanos ni hermanas. En este caso es cualificable.
Estar enamorado es un elaborado estado de anticipación de otro que entraña un intercambio continuo de cierto tipo de ofrendas. Éstas son muy variadas y van desde una simple mirada hasta la entrega total de uno. Pero las ofrendas deben ser ofrendas: no se pueden exigir. Como enamorado no se tiene ningún derecho, salvo el de anticipar lo que el otro desea ofrecernos. La mayoría de los niños viven rodeados de sus derechos (el derecho a ser mimado, consolado, etcétera), y por eso no se enamoran ni pueden enamorarse. Pero si un niño, por las circunstancias que fueren, llega a darse cuenta de que los derechos de los que disfruta no son fundamentales, si reconoce, aunque sea de una forma inarticulada, que la felicidad no es algo que se pueda garantizar y prometer, sino algo que cada uno debe intentar encontrar por sí mismo, si es consciente de que está esencialmente solo, entonces puede encontrarse a sí mismo anticipándose a unas ofrendas puras, gratuitas y continuas, y el estado de esa anticipación es el enamoramiento. Uno se puede preguntar: pero, ¿qué ofrece él a cambio? El niño, como cualquier hombre, se ofrece él mismo, lo que no es imposible. Lo que es imposible o, al menos, muy poco probable es que su amada reconozca su ofrenda o la anticipación de la misma como lo que son.
¿Qué es un adjetivo?, pregunta el niño.
Un adjetivo es una parte de la oración. Se pone junto al sustantivo para calificarlo o determinarlo.
Pero…, protestará el lector (como protestaría ella, pero en términos menos precisos), un niño de cinco años no está sexualmente desarrollado y la base del enamoramiento es sexual.
Todas las mañanas la oye lavarse en su dormitorio. Todas las mañanas piensa en entrar en el cuarto y sorprenderla. Podría entrar con la excusa de que tiene miedo o inventarse cualquier necesidad, pero hacerlo sería apelar, exigir como un niño, y, puesto que está enamorado de ella, su orgullo de enamorado se lo impide.
Por la noche solo en la cama explora su cuerpo, parte a parte, para descubrir la fuente del misterio que lo enardece. (Su presencia, como ahora que está de pie detrás de él y él reposa la cabeza en su vestido, hace que su corazón lata más rápido, que le flaqueen las piernas, como después de un baño demasiado caliente.) Se examina la nariz, las orejas, los sobacos, los pezones, el ombligo, el ano, los dedos de los pies. Por fin llega el pene erecto, el cual le ofrecerá una media respuesta: eso es algo que ya sabe. Lo acaricia para provocar esas olas de placer conocido, dulce. Aumenta la frecuencia de las olas hasta que súbitamente se convierten en dolor. Clasifica este placer como dolor bueno, porque las únicas sensaciones que conoce cuya intensidad se pueda aproximar a la de ésta son de dolor verdadero.
¿Por qué no cantamos?, le pide.
A diferencia de las anteriores institutrices, la señorita Helen, que es bastante perezosa, no parece seguir un programa estricto en las lecciones. Hacen lo que se les va ocurriendo. En lugar de tener tres clases diferentes, formales, pasan la mañana juntos. Para el niño, esto establece una especie de igualdad entre ambos. A ella le permite dejar volar la imaginación.
Ella se aproxima al piano y se sienta en la banqueta redonda que gira como un tiovivo.
Déjame que te empuje, dice el niño, déjame empujarte.
Se coloca detrás de ella y la empuja por las caderas. Ella levanta los pies del suelo de modo que sus zapatos desaparecen bajo la falda. Gira lentamente.
Tiene una carita tan mona, tan amorosa, con esos profundos ojos negros. Es un hombrecito la mar de divertido, de verdad. Te mira y te mira y al final tienes que volver la vista. No tengo ni idea de lo que le pasa por la cabeza. Dentro de dos días ella se va a pasar una semana en Londres.
El niño se ha dado cuenta (y lo considera como una peculiaridad de ella) de que sus ropas siempre están cálidas, son acogedoras.
Ella baja los pies.
¿Qué diría tu tío si nos viera?
Nunca viene a esta parte de la casa. Y si lo hiciera, sería a caballo y miraría por la ventana.
Sin darse cuenta, ella mira a la ventana.
Déjame empujarte otra vez.
No.
Él no es casi petulante.
Entonces cántame la canción esa que me gusta.
¿Cuál?
La de Helen. Tu canción.
Ella se ríe y le acaricia la cabeza.
Cualquiera pensaría que es la única que me sé.
Tiene una voz fina, no muy diferente de la del niño. Cuando ella se pone a cantar, a él le parece que tienen el mismo tamaño, que hacen una buena pareja. Ya no escucha la letra de la canción (“Me gustaría estar al lado de Helen…”), en parte porque se la sabe de memoria, y en parte porque no se la cree. Así desechada la letra, le oye cantar la melodía, en el mismo sentido en el que podría oír el canto de un pájaro. Mientras ella canta, él podría estar preguntando: Helen, ¿te quieres casar conmigo? Y mientras canta, ella podría estar respondiendo: Sí. Pero él no lo creería, porque tiene la certeza absoluta de que, salvo para ellos mismos, es de todo punto imposible.
Ella baja la vista, como si estuviera leyendo una partitura en lugar de tocar de memoria. Sus párpados caídos, que medio le cubren los ojos, son suaves, redondos, sin un pliegue. Una vez la sorprendió dormida en una hamaca en lo alto de la pradera, y tenía una mosca en la cara.
Ella se imagina que mientras está cantando suave y dulcemente “su” canción al niño para cuyo cuidado ha sido contratada, el señor John Lennox, candidato del partido Liberal por Rosson-Wye, la está espiando y que luego se acerca a ella y le dice: No podía imaginar que entre sus muchos dones y talentos se contara también el de una voz tan dulce.
El misterio que lo enardece y que por la noche en la cama endurece su pene lleva al niño a hacerse varias preguntas. Pero éstas están formuladas en una mezcla de medias palabras, imágenes, movimientos de las manos y diagramas de gestos que realiza con su propio cuerpo.
Así, lo que sigue no es sino una traducción aproximada.
¿Por qué me detengo en mi piel?
¿Cómo me puedo aproximar más al placer que siento?
¿Qué es esto que conozco tan bien sin que nadie lo sepa todavía?
¿Cómo voy a hacer para que lo sepa alguien más?
¿En dónde estoy, qué es esto en cuyo centro me encuentro y de donde no puedo salir?
Está convencido de que ella puede responder a estas preguntas utilizando el mismo lenguaje mezclado con el que él las formula. Todas las preguntas formales que le hace en el cuarto de estudio (¿por qué llueve? ¿qué come de verdad el lobo?) son una mera preparación para estas otras.
Las manos en el teclado. Manos pálidas de dedos finos y uñas muy cortas. Los domingos se pone guantes; cuando vuelven de la iglesia, él la toma de la mano. Se deja fascinar por una antigua fascinación: sus dedos tocan las teclas de dos maneras diferentes. Ora tan levemente que no bien las han rozado, se arrepienten y vuelan; ora caen pesadamente sobre ellas y las aprietan de tal modo que el niño puede ver los lados sin esmalte de las teclas contiguas. Entonces es como si estuviera introduciendo los dedos a la fuerza en el piano. Calla la última nota.
Ahora tú tocas y yo te canto.
¿Qué quieres cantar?
Te volveré a cantar tu canción.
Pasados los seis o siete años no es muy probable que un niño se enamore, al menos hasta la adolescencia. Conoce a demasiada gente. El mundo separado de él mismo empieza a multiplicarse, a separarse en muchas personas distintas, y cualquiera de ellas podría presentársele como alguien diferente de él mismo. A los cinco años puede que esto no haya sucedido todavía.
Al no tener padres, todavía busca una sola persona que represente todo lo que no es él, que se le presente como su otra mitad, su opuesto. Si la persona que encuentra es totalmente distinta de él –por su experiencia, su papel social, su origen, sus intereses personales, su edad-, si la persona es una extraña, en el sentido más amplio del término, pero está con él de una forma continua e íntima, y si por añadidura es bonita y núbil, entonces está expuesto a enamorarse.
Se podría seguir insistiendo en que falta la pasión sexual real. Se puede presentar su cuerpo de cinco años desnudo como prueba. (Dos veces a la semana, cuando se baña, él mismo ofrece la prueba a su amada.) Pero lo poco que le falta físicamente, lo compensa metafísicamente. Percibe o siente que ella –al ser todo lo que es opuesto y, por lo tanto, complementario de él- puede completarle el mundo. En los adultos, la pasión sexual reconstituye este sentimiento. En un niño de cinco años no tiene que ser reconstituido: todavía forma parte de su herencia biológica.
El niño empieza a cantar sin pensar en la letra, observando atentamente las manos de ella sobre el teclado. Aprovecha la oportunidad para acercarse a ella y poner la mejilla en su hombro.
La señorita Helen no tarda en ser sustituida por un tutor.
El niño no pide explicaciones ni tampoco se las dan. Está acostumbrado a aceptar las decisiones como hechos indiscutibles. No siente que exista una autoridad última y definitiva radicada en otra persona, y por ello no se le ocurre la idea de protestar contra las decisiones.
Escucha dentro del árbol con la oreja pegada a la corteza. Nunca se había atrevido a escuchar a un árbol muerto. En su mente los árboles están clasificados en categorías muy diferentes. Los que le gustan y los que no (sin una razón). Aquellos a los que es demasiado fácil subirse. Aquellos a los que le asusta un poco subirse. Los que tienen una buena vista desde arriba y los que no la tienen. Hay también otras categorías más complicadas. Los árboles están vivos, pero no como lo están los animales. ¿Cuál es la diferencia? Primera, el árbol es más accesible. Segunda, el árbol es más misterioso. Tercera, el árbol es inmóvil. Cuarta, el árbol puede ocultarlo. Cuando pincha la corteza de un árbol, no cree que éste sienta dolor. Cuando podan una rama grande, no se oye ni se huele el dolor. No obstante, cuando se arrima a la corteza de un árbol, lo siente vivo en su propia piel hasta un grado que es más completo que su razonamiento. Cuando toca un animal, la voluntad de éste interviene. Hay un árbol al que se sube hasta lo más alto que se atreve y lo besa. Siempre en el mismo lugar.
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"G", p. 45-49, Ed Alfaguara
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