LAURA ROSSI
Publicado en Parodias el 16 de Septiembre, 2012, 0:17 por MScalona
La moral de los camellos
¾ Yo, una vez, me subí a un camello. Los camellos son malos.
Decían que era inútil discutir con la profesora Cristina Casta. Su modus operandi consistía en arrojar al éter enunciados asertivos que jamás lograban entretejerse con los de los otros. Por eso, quizás, llegamos a la conclusión de que estaba quedándose sorda. Aun cuando fue motivo de ardientes debates, nunca pudimos averiguar si su sordera se debía a cuestiones meramente anatómicas o si se trataba, en realidad, de una suerte de cualidad sobrenatural. Los defensores de la disfunción anatómica se empeñaban en sostener que una obstrucción en el canal auditivo era la responsable de que ciertos sonidos parecieran llegar al cerebro de Cristina y que otros no. Los que preferimos adscribir a la tesis sobrenatural, en cambio, estamos convencidos de que las cócleas de Cristina enarbolan un colador que actúa como filtro. Creemos que, en realidad, esa es la única explicación posible porque, de otro modo, no se entendería cómo Cristina es perfectamente capaz de decodificar exitosamente enunciados del tipo: “Vení, que Susana trajo masitas para festejar su cumpleaños”, pero se muestra incapaz de responder satisfactoriamente a pedidos mucho más básicos como: “Por favor, Cristina, limpiá las migas que dejaste en la mesa”. Las cócleas con colador explicarían, asimismo, gran parte de los comportamientos de la profesora Casta: la introducción del tema de los camellos en una charla sobre las adversidades que afrontan los colegas que pretenden jubilarse, la evocación constante de anécdotas que siempre involucran programas de radio que nadie escucha y remiseros conocidos, sus llegadas tarde, el incumplimiento de sus funciones docentes y la incapacidad para percibir la existencia de otros seres humanos en su órbita. Tantos atropellos no pueden deberse a la mera malformación de un conducto. La cuestión debe ser necesariamente más compleja. Los observadores de ambos bandos, sin embargo, parecen coincidir en un punto: el de la culpabilidad. Aparentemente, Cristina no tendría la culpa ni de la posible malformación de su canal auditivo ni de que sus cócleas cuelen las palabras de los otros. Yo me mantengo al margen de estas discusiones porque me parecen de una esterilidad suprema. No importa, en última instancia, si Cristina tiene o no la culpa de su sordera: lo que verdaderamente importa, en este momento, es saber por qué los camellos son malos. No quisiera parecer un defensor a ultranza de camellos pobres y ausentes. Nada más alejado de mí defender a unos seres que a la legua se ve que ocultan algo y que, como si eso fuera poco, son una amenaza constante a las buenas costumbres. Porque es pérfido como él solo el camello: uno nunca sabe a ciencia cierta qué está pensando. El camello te mira y mastica como si no le importara en lo más mínimo tu presencia. Y cuando menos te lo esperás, salivazo al piso y a otra cosa. Ni se disculpa, ni se sonroja, ni sale corriendo como los chicos. Nada. Pero de ahí a afirmar categóricamente que los camellos son malos, hay todo un camino de generalizaciones poco fundamentadas que no estoy dispuesto a transitar.
Susana trajo masitas porque había cumplido años el sábado. Nunca entendí por qué, si uno es el que cumple años, debe encargarse de alimentar a los otros. Se supone que si los demás consideran que el paso del tiempo es un fenómeno digno de festejo, deberían, al menos, ocuparse de organizarlo. Al parecer, la mente de Susana no formulaba ese tipo de cuestionamientos y esa mañana apareció con dos paquetes enormes que, según anunció, contenían masitas de una panadería nueva que abrieron en su barrio. Me sonó a excusa, sobre todo porque su perorata siguió un complejísimo derrotero conceptual en el que comparó las masitas “riquísimas” que había traído el año pasado con estas que “ojo, tienen buena pinta igual” y que “esperemos que sean ricas, porque no las probé”. Demasiadas explicaciones para unas simples masitas. Al final, terminaban convirtiendo un inocente festejo en una obligación por partida doble: no sólo había que festejar el cumpleaños de una compañera de trabajo que ni siquiera es tan amiga como para invitarte a festejar en su casa, sino que, además, había que elogiarle las masitas. En eso estábamos cuando sonó el timbre. Quizás por instinto o porque los docentes somos gente que lleva la desconfianza al paroxismo cuando se trata de comida gratuita, no nos atrevimos a abandonar la sala de profesores hasta que Cristina no hubiera puesto sus dos pies en el pasillo. Nos habíamos convertido en involuntarios custodios de las masitas de Susana que esperarían sobre la mesa hasta el primer recreo. Más de uno debe haber tenido la intención, incluso, de meterse en el aula con Cristina para evitar que saliera disparada a sumergirse entre las masitas como si estuviera en un pelotero, aprovechando que todos estábamos distraídos en nuestras tareas. Pero eso no era posible, así que cerramos la puerta sin verbalizar nuestros miedos y nos encomendamos a San Eufagos, santo patrono de la conservación de los alimentos ajenos.
Cuando llegó la hora del recreo, yo ya me había olvidado del asunto de las masitas. El cotorreo de las mujeres en la sala de profesores se escuchaba desde la escalera. Al aproximarse, uno podía escuchar claramente que se trataba del habitual cotorreo ininteligible, sobre el que, cada tanto, la voz de Cristina se clavaba en falsa escuadra. Apenas traspasé la puerta entreabierta, Susana me ofreció café. Y masitas. Acepté el ofrecimiento y me dejé caer en uno de los sillones, mientras ponía cara de estar escuchando con atención una charla acerca de las penurias de la pobre Elsita, a la que se le estaba acabando la licencia y todavía no le había salido la jubilación. Estábamos en alguno de los momentos míticos de la charla, en uno de esos instantes en los que alguien cuenta cómo la amiga de la cuñada de no sé qué fulano se hizo todos los trámites sola y la jubilación le salió en un periquete, cuando Cristina trajo a colación el asunto de los camellos. Mi cerebro comenzó a proyectar las imágenes de lo que debe haber sido un verdadero holocausto camélido. El voluminoso cuerpo de Cristina, las comisuras de sus labios llenas de migas, la línea de transpiración que le cruzaba la frente para desembocar, gracias a una extraña jugarreta de la geometría, en su ojo izquierdo, se me aparecían como flashes de un zapping frenético que terminaba en una clara e inequívoca imagen integrada: Cristina vestida de exploradora, entre las gibas de un despatarrado camello que pedía con los ojos que lo sacrificaran como a un perro rabioso antes de tener que seguir soportando a la señora que le contaba un chiste “buenísimo” que había escuchado en la radio. Mi sonrisa fue malinterpretada. Quienes me rodeaban pensaron que se trataba de un signo de aprobación ante los beneficios de la autogestión jubilatoria y no de un divertimento gratuito que mi mente, siempre gauchita en estos menesteres, me estaba proporcionando. Y ahí nomás, Cristina arrojó al éter eso de que los camellos eran malos. Yo no podía reponerme todavía de la sensación de misericordia que me había generado la idea del pobre camello entre sus piernas cuando, sin preámbulos, su generalización infame me pegó un patadón en los dientes.
Cuando un tipo callado habla, se produce alrededor de él un fenómeno por demás interesante: todos, sin distinción de credos ni de ideas políticas, hacen silencio. Incluso, las mujeres. Por eso, cuando me aclaré la garganta y entorné ligeramente mi cuerpo hacia la fuente de la que emanaba lo que no podía ser otra cosa que un falso testimonio acerca de las cualidades morales de los camellos, una ola de inquietud recorrió los rostros de los presentes y se transformó en dos segundos en una espera silenciosa y paciente, alentada, quizás, por mi uso del vocativo ‘Cristina’. ¾ Cristina, escuchame un poco, ¿cómo es eso de que los camellos son malos?
Recién en ese instante, noté que las teorías acerca de la sordera de Cristina habían calado tan hondo en nosotros que ya nadie se atrevía a dirigirle la palabra en forma directa. Cristina debe haberlo notado también porque se puso blanca como un papel al escuchar su nombre. La cara de Cristina pasó del blanco al colorado sin solución de continuidad. Luego, el colorado amainó y se mantuvo en una suerte de rosa pálido bastante homogéneo. Como si nada hubiera sucedido e indiferente a los veinte pares de ojos que nos observaban en silencio, engulló tres masitas de un solo bocado y se sumergió en el resto de té que quedaba en su vaso descartable. Cuando el vaso regresó a la mesa, la expresión de Cristina me hizo acordar a mi tía Marta. Pobre Marta, era tan pánfila que no nos cansábamos de inventar historias ridículas para mofarnos de ella. Y ella, que al principio entraba como un caballo, terminaba descubriendo que nos reíamos de su candidez pero no decía ni una palabra: se limitaba a mirarnos de costado, de reojo, para dar a entender que estaba ofendida. ¾ En serio te pregunto, Cristina, ¿por qué los camellos son malos?
El sonido del timbre que nos indicaba que era hora de volver a las aulas rompió la tensión que se había generado en la sala. Las mujeres empezaron a juntar los vasos usados y las servilletas de papel. Creí ver, entre los que se iban levantando, alguna sonrisa socarrona, alguna mirada punitiva para conmigo pero piadosa respecto de mi supuesta víctima. De pronto, me había convertido en el maldito infeliz que había arruinado el festejo de diez minutos torturando a una pobre mujer enferma. Pobre Cristina, que no tenía la culpa de ser sorda para todo lo que no fuera comer gratis. Pobre Cristina, a la que nadie le hablaba ya porque era más fácil pergeñar teorías redentoras que enfrentarse de lleno a sus maldades de solterona mañosa. A esta altura, ya no recuerdo quiénes se habían ido ni quiénes se habían quedado merodeando la sala, no fuera a ser que Cristina explicara por qué los camellos eran malos y, al final, se lo perdieran. Lo que sí recuerdo es la sensación de batalla perdida que se me había pegado en el pecho. Yo, que tantas veces había querido convencer a todos de que Cristina escuchaba lo que quería, de que no era más que una vieja chapucera que nos odiaba a todos y que ni siquiera tenía el decoro de disimularlo, tendría que aceptar mi gravísimo error de juicio. Me sacudí las migas del saco y me puse de pie para que la gravedad hiciera el resto. Cuando levanté la mirada, Cristina se había parado y me miraba de frente, como la tía Marta pero sin el menor destello de candidez. ¾ Vos no estás bien, Norberto. Yo te miro y me doy cuenta. Vos no estás bien. Algo te pasa. Cristina no sólo me había escuchado con claridad, sino que, además, se disponía a poner en juego la clásica estrategia discursiva del tiro por elevación. Puse mi mejor cara de idiota desamparado y la miré como sin entender a qué se refería. ¾ Claro, Norberto. No sos un chico ya. Date cuenta. Los camellos son malos porque muerden. Eso lo sabe todo el mundo. Mirá las preguntas que hacés… Yo no soy tonta, eh.
La imagen del camello despatarrado volvió a mi mente. Esta vez, el camello vengador me miraba con los ojos inyectados en sangre, mientras le propinaba un certero mordiscón al muslo cuatro-ambientes-con-cochera de una Cristina que gritaba como una marrana que la bajaran del lomo de ese animal del demonio. Cristina también malinterpretó la sonrisa que se me había incrustado en la boca, supongo, porque me miró con ojos triunfantes, igualitos a los de la tía Marta cuando le decía a mamá que nos había pescado robando limones del jardín del vecino. ¾ Tenés razón, Cristina, cuando tenés razón, tenés razón… - le dije, tal como mi madre le decía a su hermana para que se convenciera de que su comentario mal intencionado había sido una contribución invalorable para los destinos de la humanidad. No hay que subestimar el poder que las tautologías ejercen en las mentes de algunas señoras ni la capacidad de venganza de ciertos camellos. Siempre es bueno saberlo.
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Laura R. |