Junio del 2011
Publicado en Nuestra Letra. el 29 de Junio, 2011, 14:36
por MScalona
Tú no te quedarás conmigo para siempre
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Pego un salto y retomo la posición vertical. Dejo el diván a la altura de mis rodillas, le pago a mi analista, reviso la expresión “mi analista”, digo que no está bien adueñarme de lo que me rodea. Me detengo otra vez en la expresión “en lo que me rodea” y pienso en Platón obligando a la tierra ser el centro del universo.
Sonrío como un payaso mudo y blanco.
Unos segundos antes de Platón tuve arcadas y vomité lágrimas recordando las cosas que no hice. Trato de barrer los rastros del llanto antes de salir al pasillo, sé que no puedo, pero intento igual. No saludo a la secretaria porque me da vergüenza que vea mi pasado otro jueves. Y tomo por asalto el ascensor, cierro los ojos con fuerza, aprieto los dientes y deseo que nadie más lo llame.
Pero mi suerte se estrella en el tercer piso.
Un viejo invade el espacio lentamente, cierra la puerta de madera, luego corre las pestañas metálicas y todo sucede como lo esperamos. El aparato tiene memoria y sigue descendiendo. Reposo el tiempo necesario los ojos en el visor de números rojos y espero que pronto se detenga.
Las canas, los anteojos, las patillas, la nariz alargada y porosa, toda esa combinación me mira y yo pienso que se dio cuenta de que estoy triste o algo así. No es tan difícil después de todo.
No importa. De verdad que no importa.
Afuera, el sol es una fiebre desesperada y amarilla.
Y entonces busco algo de viento fresco directamente en los ojos, o una de esas alertas meteorológicas que te hacen bajar la cabeza, cubrírtela con un portafolio y salir corriendo. La gente entiende que hagas eso si llueve. Pero no si lo necesitás ahora, con tanta claridad.
Decido levantar la cabeza y mostrar las señales púrpuras del dolor, los chismes sobre mi pasado obsceno; mi amigo, el que murió en un accidente; cada cosa que todavía no acepto.
La transpiración debajo de los párpados convierte a cualquier realidad en una miniatura: un auto es una pieza de scaletrix; dos personas riendo se deforman en un binomio inútil; un adolescente bien peinado es algo tan poco usual que apenas existe, una paloma es una bestia alada alimentada por ancianas que pierden altura con los años.
Lo que más me asusta son esas niñas parecidas a sus abuelos, con gestos adultos y brazos cóncavos, como si pudieran esconder juguetes bajo las axilas lampiñas.
Caminan del lado de la pared y se rehúsan a ir de la mano. Saben cuidarse de los desconocidos, leen todos los carteles, saben inglés y cuentan hasta mil.
Un detalle les devuelve la candidez tarde o temprano, un envoltorio de un caramelo Sugus o una pregunta inconveniente o las veces que se detienen frente a las vidrieras de las veterinarias y quieren un cachorro.
Llego a casa y empuño la llave como un arma blanca y lastimo la cerradura. Me desplomo en el sillón y pienso en él a punto de llegar.
Reviso mentalmente si queda arroz en la alacena y si mis días tristes lo siguen aterrando. Si resistirá la pregunta dentro de su cuerpo, más cerca de la garganta, justo sobre las cuerdas vocales.
Si va a besarme y adivinar mi amor.
Si a veces piensa en abandonarme…
Mi teléfono suena y la voz de él raspa mi lóbulo izquierdo. Pregunta si hace falta algo, si hay comida para los gatos o si quiero algo especial para el postre.
También me dice que el equipo del que es hincha está jugando el partido más importante del año. Y que está terminando.
¡Ah! y que la luna está llena. Yo quiero preguntarle, ¿llena de qué? Pero no me da tiempo.
Enseguida habla de apellidos de jugadores y dice que él y esos tipos están perdiendo.
Y que en 15 minutos llega a casa.
Y que nunca pensó que iban a ganar.
Porque hay cosas que se saben de antemano. Vos y yo, por ejemplo, dice. Vos y yo sabemos bien que podemos perder.
Sí, sabemos ese tipo de cosas, menos lo de cómo se construyeron las pirámides, le digo.
Y nos reímos.
Nada más que eso.
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Publicado en Sugerencias. el 29 de Junio, 2011, 11:04
por MScalona
Tomás Boasso y Verónica Laurino,
autores de Vergüenza, que se presenta mañana jueves
29 de junio a las 19,30 hs en HOMO SAPIENS,
Sarmiento 825, con los autores y Marcelo Scalona.-
CULTURA / ESPECTACULOS ›
LITERATURA. SE PRESENTA VERGüENZA
DE TOMAS BOASSO Y VERONICA LAURINO
Literatura grande, para chicos
Escrita a cuatro manos, se trata de una obra de excelente calidad literaria que expresa el punto de vista de un chico de doce años sin subestimar al lector, y aprovecha al género como terreno de experimentación de una literatura futura.
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Adriano, un chico rubicundo y gordito de unos doce años, con rulos y granos, viene de una familia a la italiana muy unida que hace unas décadas hubiera sido muy normal, pero que a él lo avergüenza. Zoe es hija de artistas, come maní crocante, no hace dieta, toca muy bien el piano: ella también es diferente a la mayoría. Son los protagonistas de la breve novela infanto juvenil Vergüenza, que publicó en Buenos Aires la Editorial Sigmar y es obra de dos jóvenes escritores rosarinos contemporáneos: Verónica Laurino y Tomás Boasso. Las hermosas ilustraciones de Dolores Pardo juegan con la belleza no convencional de los redonditos protagonistas del relato. El libro será presentado mañana en Rosario, a las 19.30, en Librería Homo Sapiens (Sarmiento 825), por Marcelo Scalona.
Verónica Laurino (Rosario, 1967) es autora de tres libros de epigramáticos poemas y de las novelas Breves fragmentos, publicada por el Concejo Deliberante, y Jardines del infierno (inédita). Tomás Boasso (Rosario, 1984) publicó junto a Ramiro García el libro de poemas El hit del verano (Tropofonía, 2010); es músico y performer. Laurino desde una vena más lírica y Boasso desde una voz más épica son autores muy alertas en sus obras ante las marcas de la época actual y se venían chocando contra lo que el poeta Emiliano Bustos denominó “la gris pensión realista”. “El realismo ya fue. Darle lugar a la invención es lo que habría que hacer ahora”, afirma Boasso. En literatura infantil y juvenil, como le gusta decir a Boasso, “una batata puede cobrar vida y hablar”. “Me gusta el género infanto juvenil”, confiesa Laurino. “Uno puede contar lo más triste de uno pero no se puede dejar un mensaje pesimista. Es el código del género”.
Al inmenso logro de Laurino y Boasso de escribir una obra de excelente calidad literaria que a la vez es muy comprensible y expresa el punto de vista de un chico de doce años sin subestimar al lector, se le suma el de aprovechar la literatura infantil y juvenil no sólo como ámbito de transmisión de valores (“sin bajar línea abruptamente”, advierte Laurino) sino como el posible terreno de experimentación de una literatura futura. Al tema de la vergüenza de sí, la percepción de uno mismo como persona estigmatizada y “rara” ante sus semejantes, lo trabaja Laurino en sus dos novelas para grandes. En el año 2009, los autores presentaron el libro al concurso de literatura infantil de Editorial Sigmar, que era para lectores de entre 7 y 9 años de edad. Si bien no premió el libro, que es para chicos más grandes (alrededor de 12 años), la editorial se mostró interesada en publicarlo.
El relato de la experiencia de la escritura a cuatro manos es tan ajeno a lo predecible como el libro mismo. “Yo empecé con el varón”, dice Verónica. “Tiene una familia impresentable. Vive con el abuelo, la bisabuela y la tía abuela, padre, madre y hermanos. Todos tienen nombres que empiezan con A”. “Le hace bien coleccionar”, continúa Tomás. “Colecciona etiquetas, chapitas, monedas, fotos. La letra Z es Zoe”. “A ella también la avergonzaron porque le pusieron Zoe”, dice Verónica. “Vero me la tiró. Me dijo: acá tenés a Zoe”, explica Tomás.
Vergüenza, su obra conjunta, tiene dos finales. Uno es “abrupto y triste”. El otro, “fantástico y feliz”. “Hay”, según advierten los autores, “un salvavidas al final”.
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Publicado en Poemitas. el 26 de Junio, 2011, 14:09
por MScalona
ACÚSTICO
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A Lauti. A Nico.
-
Cuando ellos duermen deambulo por las habitaciones
hurgando sonidos
(el sonido no es la
frontera del espacio sino
su espesura)
1. Aspas del ventilador.
2. Machaqueo persistente del aire acondicionado.
3. Viento. Bocinas.
4. Gorjeos de gorriones y palomas mugrientas.
5. Respiraciones acompasadas, profundas.
6. Pulsaciones asimétricas de los dedos sobre el teclado y
7. el ladrido ocasional de algún perro vagabundo
(que no es
el lustroso mimado de al lado)
Cuando ellos duermen abro los poros como
un cazador
acústico
Me empecino al acecho y espero
(¿ya?)
la pasmosa cisura / la explosión
providencial
de la palabra
- Mamá -
No duerme, escribe.
Caro Musa
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Publicado en De Otros. el 24 de Junio, 2011, 16:57
por MScalona

No juegues con gitanas
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Rafael Ielpi
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Nunca iba al centro los sábados a la mañana. Tengo alergia a las multitudes y los sábados la peatonal se llena de gente de todo pelaje: mirones, amas de casa, adolescentes que todo lo atropellan, algunos turistas escasos con caras de turistas y un mar de vendedores ambulantes que inundan la zona con sus caballetes, mesas, mesitas, manteles sobre la veredas, en los que acumulan pelapapas mágicos, artesanías de dudosa artesanía, aparatitos para hacer pompas de jabón, medias de Taiwán, paraguas: chafalonía.
Pero ese sábado me arrastró la inercia y tomé el ómnibus hacia allí. Me tocó ventanilla y pude ir mirando a través de un vidrio lleno de marcas de dedos, de polvo acumulado, de pegotes de caramelos de leche, cómo una parte de la ciudad empezaba a desperezarse a las nueve de la mañana. Las verdulerías habían desparramado ya los cajones en las veredas: naranjas, mandarinas, manzanas, coliflores, apios. Una parafernalia vegetal y tentadora. Cuando me dí cuenta, casi habíamos entrado en el centro.
Estuve dando vueltas de aquí para allá cerca de una hora y media; tomando un cafecito en el Savoy, leyendo el diario, mirando las vidrieras de las librerías, toqueteando las bateas de discos sabiendo que no compraría ninguno. A eso de las once decidí el futuro: era buen momento para pararse a mirar las mujeres en la puerta del Sorocabana. Una práctica que había adquirido hacía mucho y que compartía una legión de tipos: solitarios como yo, que vivían en pensiones oscuras; solterones irremediables; melancólicos, violadores frustrados, tímidos sin redención.
En esos menesteres estaba cunado se me acercaron sin aviso. Eran dos: una gorda con los ojos rodeados de ojeras pronunciadas, y otra muy joven, hermosa, que mostraba sus brazos dorados apenas cubiertos por un vello rubio, brillante.
La gorda fue la primera en abordarme. Las trenzas oscuras le salían del pañuelo que le cubría la cabeza y tenía una cara quemada por el sol, con pequeñas arrugas a los costados de los ojos. Sus dientes relucían al sonreír mientras me intimaba:
-Lindo muchacho… ¿ayuda a una pobre gitana?
La otra se había quedado un paso más atrás y me miraba con ojeadas que parecían desnudarme. Una especie de sonrisa tipo Gioconda jugueteaba en sus labios y en un momento –lo juro- la punta de una lengua rosada apareció en un costado de su boca y volvió a esconderse igual que un chico asustado. Mientras tanto, la gorda me había tomado de la manga y tironeaba hacia ella, tratando de acercarme un poco más a su cuerpo. Tenía un olor raro, mezcla de sudor y perfume perverso, de talco y caramelos. Me resistí un poco.
-¿Tenés miedo? –me preguntó con su acento extranjero. Su mano había comenzado a acariciarme las costillas, debajo del saco. Eran como alfileres que se me metían en la piel haciéndome dar saltitos en la vereda. La muchacha se reía ya sin ningún disimulo, casi como burlándose.
-No tengo miedo –dije-. Pero no me gustan los gitanos.
La mujer retiró sus dedos de mi flanco. Se le habían oscurecido los ojos y todo presagiaba una tormentosa respuesta. Me arrepentí, pero era tarde.
-¿Qué dijo? ¿Qué dijo? –le preguntaba la gorda a la joven, ignorándome olímpicamente, como si yo nunca hubiera estado a su lado, rozándola como hacía un momento.
-Tranquila, Ivana, tranquila –dijo la muchacha. Ahora ella la que había comenzado a acariciar a su compañera, con un gesto que la iba aquietando poco a poco.
Yo la miraba buscando atraer sus ojos, por ella seguía en su tarea de pacificación. La gorda iba cediendo en su enojo y al final fue ella la que dio un paso atrás, con aprensión, como dolida por mi desaire.
-No le gustan los gitanos –dijo la muchacha inexpresivamente, sin agregar matiz alguno a la aseveración. La gorda pareció removerse como para volver a la carga, pero una mirada de la otra la llamó de nuevo a quietud.
-Bueno…-yo seguí mirándola con insistencia hasta que logré que me clavará sus ojos claros-: no quise decir eso…
-¿Usted siempre dice lo que no quiere decir? –otra vez tenía esa sonrisa giocondina. Los labios estaban húmedos y tentadores, pero no se me ocurrió ninguna idea sobre eso. Sólo quería escapar airoso del paso.
-Los gitanos no son demasiados confiables –le informé. Nunca había tenido ninguna experiencia que avalara semejante hipótesis pero la frase me salió como si lo pensara de verdad.
La gorda pegó unas pataditas en el suelo. Había comenzado a hablar rápidamente en un idioma ininteligible; yo no comprendía absolutamente nada pero algo me decía que me insultaba con total entusiasmo. Movía las manos llenas de pulseras doradas y al agitar la cabeza de un lado para otro, los grandes aros se balanceaban como badajos azorados, sin campana. La otra parecía no escucharla siquiera. Me miraba.
-Dame la mano –me pidió imperativamente. Había vuelto a acercárseme y casi me rozaba con su cuerpo. Se la tendí y ella la tomó entre las suyas. Las tenía calientes, afiebradas, pero la piel era suave. Algunos que pasaban por la vereda del Sorocabana nos miraban riéndose. Otro incauto, le comentó el quiosquero a uno de sus compradores, señalándome con la cabeza. No le contesté.
La muchacha había abierto mi mano y la estudiaba atentamente; de vez en cuando, con la punta de una uña filosa, la recorría haciéndome sentir unos escalofríos en la espalda, como si me pasaran cubitos de hielo. Después, volvía a examinarla tocando las líneas de la palma con la yema del dedo índice. Yo esperaba en silencio.
-Usted nunca ha estado con gitanos –afirmó tajante.
-Es cierto –reconocí avergonzado. La cara se me había puesto colorada, como cuando era chico. Me observó con los ojos entornados. La mirada se le volvió ahora calculadora, como constatando las posibilidades de ir más allá con aquel inesperado adversario que yo era.
-¿Cómo sabe que no son confiables, entonces? –preguntó, otra vez agresiva.
No supe qué contestarle. ¿De dónde salió una gitana como ésta?, me estaba preguntando, pero no encontré la respuesta. Además, me había distraído mirando cómo la gorda parloteaba frenéticamente con el quiosquero: se había desprendido el botón de la blusa y una enorme teta morena pugnaba por asomarse del todo. El tipo se volvía loco mirándola mientras ella iba embolsando en sus amplias polleras coloridas caramelos, chocolatines y cuanto estaba al alcance de sus manos veloces. El quiosquero no se daba cuenta de nada. Incauto tu abuelo, pensé vengativo, pero tuve que dejar de lado la escena: las uñas afiladas habían recomenzado su tarea de rascada en la palma de mi mano. Me ponía los pelos de punta y empecé a sentir una excitación importante. La gitana había dejado de investigarme la palma y ahora se dedicaba a tocarme el pecho, palpando y arañando, como comprobando vaya a saber qué.
-¿Querés venir con nosotros? –preguntó por fin, acercándome la boca a la oreja. Me sopló un vientito cálido que me entró igual que una ráfaga de fuego, haciéndome encoger los hombros y sacudir la cabeza.
-¿Adónde? –las palabras me salieron medio estranguladas.
-A las carpas –me contestó. Había terminado la revisación de mi pecho y parecía satisfecha: me tomó el brazo. La gorda, terminada la incursión punitiva contra el quiosco, estaba otra vez a nuestro lado. Me sonreía ahora, con una inesperada calidez. Habló con la muchacha otra vez, en aquella jeringoza infernal; las frases le salían como furiosas de la boca de grandes labios pintados. No está mal la gorda, pensé, recordando el seno monumental. La otra le contestaba riendo, con una o dos palabras apenas. De repente, se pusieron de acuerdo y empezaron a caminar. Sentía el brazo cálido de la gitana apretado contra el mío. La miraba de reojo tratando de no aparecer demasiado interesado, pero no podía sacar los ojos de sus pechos: también los tenía hermosos y parecían realmente invencibles. Ella me sonreía de vez en cuando, como dándome ánimo. La gorda abría la marcha contorneando el cuerpo voluminoso pero agradable. Canturreaba en su idioma y de tanto en tanto agitaba los brazos como para iniciar una danza. Nosotros, a la zaga, nos entreteníamos con ella. Cuando me dí cuenta, habíamos dejado la peatonal y llegábamos a la Plaza Sarmiento.
-¿Dónde queda? –pregunté.
La gitana gorda dio vuelta la cara para echarme una mirada. Me reprendió cariñosamente moviendo una mano, como hacen las madres con los hijos traviesos.
-Muchacho tiene miedo –comentó riéndose. La muchacha también se rió, sin dejar de agarrarme el brazo. Volvió a soplarme en la oreja.
-No lejos, no lejos –dijo la gorda. Ella no dijo nada: me miraba con los ojos brillosos.
En la plaza, donde tenían la parada la mayoría de los colectivos, la gente se amontonaba en los refugio, protegiéndose del sol del verano. Otra buena cantidad estaba sentada en los viejos bancos, debajo de los grandes palos borrachos florecidos. Era un verdadero carnaval: gritos de vendedores, bocinas, ladridos de perros, peleas de chicos, la música estridente de una cumbia que llegaba desde una disquería cercana. Dos o tres tipos que estaban tirados en el césped nos miraron fijamente, pero más a la muchacha. Los ojos se les pusieron opacos. La gorda los insultó y sacó otra vez el pecho gigante y le apuntó con él. Los hombres dejaron de mirar.
El camioncito se destacaba en el estacionamiento; tenía un toldo a rayas de colores que le cubría la parte trasera, como una precaria techumbre, y en esa caja se acomodaban como podían unos veinte gitanos y gitanas que armaban un jaleo tremendo de gritos, cantes y palmas. Cuando nos divisaron, el lío aumentó de volumen.
Un gitano viejo, con un sombrero abollado en la cabeza, vino a nuestro encuentro. Tenía cara amargada pero los ojos eran los de un viejo pícaro. Se encaró con la gorda y los dos se trenzaron en una discusión tan violenta como interminable. El viejo movía las manos sin descanso hasta que la gorda nos señaló con el brazo extendido, guiñándole un ojo y dándole un codazo en el costado que casi lo parte en dos. Simultáneamente, comenzó a reírse a carcajadas.
El viejo estuvo unos segundos mudo, reponiéndose del ahogo, la cara colorada como una ciruela; después también empezó a reírse como un loco. Todos los del camión hicieron lo mismo y nos miraban y señalaban con algarabía.
-¿De qué se ríen? –pregunté a la muchacha. Ella no me había soltado el brazo en todo ese tiempo: debía tener sus dedos marcados.
-Están contentos –dijo secamente. Me empujó hacia el viejo. Cuando me dí cuenta, éste me estaba abrazando con fuerza, gritándome cosas en la oreja, siempre con su cara de amargado, los ojos de viejo tránsfuga y mareándome con su aliento a tabaco, ajo y alcohol. La gorda se había acercado también y aprovechaba para toquetearme con disimulo. La muchacha parecía no darse cuenta, pero a mí los pelos empezaron a parárseme en la nuca.
De repente, el viejo dio una orden y subimos al camioncito. El trepó a la cabina, con la gorda a su lado y un par de chiquillos requemados por el sol, que empezaron a aplaudir cuando descubrieron el botín arrebatado al quiosquero. Salimos de la plaza como una compañía de desastrados cómicos de la legua.
Los gitanos me rodearon enseguida y quedamos separados. La muchacha entre las mujeres de pañuelo en la cabeza y blusas escotadas y colorinches. Yo, metido en el medio de ocho o nueve tipos de cara seria, cejas encrespadas y pelo retinto. Miré a la muchacha. ¿Por qué no usará pañuelo?, me pregunté mientras veía cómo el pelo se le alborotaba por el viento y la envolvía como una telaraña rojiza. Uno de los tipos, de grandes bigotes y bufanda roja al cuello, me preguntó algo de mal modo. Lo miré sin comprender, tratando de sonreírle. Me volvió a repetir lo mismo, más enojado todavía que al principio.
-Es el novio de ella –me informó un gitano petiso, de sombrero andaluz y palillo en la boca, señalando a la muchacha que reía ahora entre sus bulliciosas compañeras.
-Dígale que no pasó nada… -le pedí.
La muchacha, que había escuchado todo en medio de semejante batuque, encaró hacia el bigotudo abriéndose paso entre la muralla de gitanos y tambaleándose por los sacudones del camión. Empezó a gritar como una condenada mientras él también empezaba a vociferar. La escena iba aumentando en intensidad y todos se sumaron a ella.
De pronto, la muchacha sacó una navaja de alguna parte y la puso delante de los ojos del tipo. Se la fue acercando poco a poco mientras él se iba poniendo cada vez más pálido y mas bizco. Cuando la tuvo a milímetros de su frente, se echó atrás rápidamente pero ya no pudo ir más lejos: tenía la cabina contra la espalda. Ella lo miraba cada vez con ojos más alterados.
-¿Cómo se llama? –le pregunté al gitano bajito, que también quería participar en el tumulto. El palillo le temblaba entre los labios y recién entonces descubrí que tenía un aire a Paco Rabal.
-Rita –me dijo-: Rita Cansino.
Y a los codazos trató de meterse en medio de aquel mar de gitanos que cada vez gritaba más. El camioncito había adquirido velocidad; el centro estaba lejos ya y cruzábamos el Acceso Sur. Al costado, se elevaban yuyales y barrancas donde se avistaban algunas casillas de lata y cartón. El viejo tocaba la bocina a toda orquesta, tratando de apaciguar el desorden pero lograba exactamente lo contrario.
Cuando pude encontrar un hueco y ver qué pasaba, el bigotudo estaba sangrando como un marrano: le caían hilitos rojizos desde la frente, bañándole la cara que se le había puesto color ceniza. La muchacha seguía gritándole, pero ya no tenía ninguna navaja.
Se dio vuelta buscándome. Los cabellos rojos le brillaban como si tuviera fuego encendido sobre la cabeza. Toda desmelenada, con las manos un poco manchadas por restos de sangre, me hizo una seña de Acércate.
El camioncito aminoraba la marcha para doblar desde el Acceso hacia la ciudad. Sin dudar, salté limpiamente la baranda, rozando el toldo rayado, caí dando tumbos y empecé a correr por la orilla de la barranca, llena de malezas, basura y restos de comida. Escuché los gritos de la muchacha, la bocina del camioncito y un sonar de voces que parecían cada vez más lejanas y furiosas. Me pareció ver, cuando pude girar la cabeza, que la gorda se asomaba por la ventanilla sacando una teta abundosa que me apuntaba con su ojo renegrido.
Como pude, empecé a trepar y llegué arriba. El corazón me latía como nunca. Cuando pude parar, miré otra vez hacia atrás. El toldito a rayas se veía apenas a lo lejos aunque escuchaba todavía el sonar de la bocina empecinada.
Dí la vuelta y me metí en el barrial que rodeaba la villa. Cuando alcancé la avenida, el mediodía del sábado se estaba convirtiendo en la siesta y ya quedaba poca gente en la calle. Apenas uno que otro colectivo pasaba cansinamente y el calor me había hecho transpirar. En el brazo, unas marcas como de dedos se veían nítidas. Me pasé la mano pero no desaparecieron.
Desde ese día, estuve dos veces en la Peatonal. Una, cerca de las tres de la madrugada, con un frío polar que habría espantado a gitanos y a no gitanos. La otra, en medio de una manifestación que nunca supe qué carajo reclamaba.
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Publicado en Nuestra Letra. el 22 de Junio, 2011, 19:16
por MScalona
“VERGÜENZA”
de Verónica Laurino y Tomás Boasso.-
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A solas con Zoe
Lo que yo no sabía era que Zoe tocaba el piano. Una vez me dijo: “Quedate sentado”. Fue y se sentó en la banqueta del piano de su abuela, levantó delicadamente la tapa del teclado. Las teclas blancas estaban algo amarillentas, las negras, en cambio, brillaban. Tocó una serie de acordes (un poco se trababa) que me dejaron al borde del colapso emocional. Era Zoe tocando el piano. Yo quería eso, eso que tenía enfrente. Sus dedos acariciaban las teclas y de golpe un silencio, tres notas, otro silencio y vuelta a acariciar. Luego me miró, se rió y me dijo, sin dejar de tocar: “La música es lo único que no me da vergüenza”.
Condiciones
Una vez, Zoe me llamó desesperada. La coneja negra y Rufián se habían encargado de romper las cajas y desordenar las cosas cuando nadie se encontraba en la casa. Me necesitaba. Mi obsesión por el coleccionismo por fin daba sus frutos: le era útil mi capacidad de orden. Entonces, me subí a la bicicleta y pedaleé hasta transpirar. Eran más o menos diez cuadras las que separaban mi casa de la de ella. Mientras lo hacía, me imaginé la situación: me abría la puerta con cara de espanto, en el ascensor no nos hablábamos, entrábamos al departamento y el lugar era un desastre, le decía que la ayudaba sólo si me enseñaba a tocar el piano, levantaba objetos que nunca antes había visto, la miraba, le decía que estaba muy linda, me decía que estaba muy feo, le decía: “Gracias, me vine así por vos. Ahora hay que hacer un inventario, lo más importante es el contenido”.
Pero nada de eso sucedió, excepto que nos llevó mucho tiempo ordenar el desastre. Nos comportamos como chicos normales, una vergüenza. El gato y la coneja seguían dando vueltas por ahí.
Contenido
Que quede claro: vergüenza es contenerse.
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Edit. SIGMAR—–p. 32-34
El próximo jueves 30 de juniol,19,30 hs se presenta en LIBRERÍA HOMO SAPIENS, Sarmiento 829, Rosario.-
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Publicado en Sugerencias. el 20 de Junio, 2011, 12:17
por MScalona
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si el taller tuviera alumnos CUM LAUDEM, Caro sería una...
por eso creo que la ocasión es IMPERDIBLE... es el primer libro de muchos...
todos buenos, muy buenos... seguro... Marce
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Publicado en De Otros. el 18 de Junio, 2011, 15:23
por MScalona

UN DÍA FELIZ
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A recorrer me dediqué esta tarde Las solitarias calles de mi aldea Acompañado por el buen crepúsculo Que es el único amigo que me queda. Todo está como entonces, el otoño Y su difusa lámpara de niebla, Sólo que el tiempo lo ha invadido todo Con su pálido manto de tristeza. Nunca pensé, creédmelo, un instante Volver a ver esta querida tierra, Pero ahora que he vuelto no comprendo Cómo pude alejarme de su puerta. Nada ha cambiado, ni sus casas blancas Ni sus viejos portones de madera. Todo está en su lugar; las golondrinas En la torre más alta de la iglesia; El caracol en el jardín, y el musgo En las húmedas manos de las piedras. No se puede dudar, éste es el reino Del cielo azul y de las hojas secas En donde todo y cada cosa tiene Su singular y plácida leyenda: Hasta en la propia sombra reconozco La mirada celeste de mi abuela. Estos fueron los hechos memorables Que presenció mi juventud primera, El correo en la esquina de la plaza Y la humedad en las murallas viejas. ¡Buena cosa, Dios mío!; nunca sabe Uno apreciar la dicha verdadera, Cuando la imaginamos más lejana Es justamente cuando está más cerca. Ay de mí, ¡Ay de mí!, algo me dice Que la vida no es más que una quimera; Una ilusión, un sueño sin orillas, Una pequeña nube pasajera. Vamos por partes, no sé bien qué digo, La emoción se me sube a la cabeza. Como ya era la hora del silencio Cuando emprendí mi singular empresa, Una tras otra, en oleaje mudo, Al establo volvían las ovejas. Las saludé personalmente a todas Y cuando estuve frente a la arboleda Que alimenta el oído del viajero Con su inefable música secreta Recordé el mar y enumeré las hojas En homenaje a mis hermanas muertas. Perfectamente bien. Seguí mi viaje Como quien de la vida nada espera. Pasé frente a la rueda del molino, Me detuve delante de una tienda: El olor del café siempre es el mismo, Siempre la misma luna en mi cabeza; Entre el río de entonces y el de ahora No distingo ninguna diferencia. Lo reconozco bien, éste es el árbol Que mi padre plantó frente a la puerta (Ilustre padre que en sus buenos tiempos Fuera mejor que una ventana abierta). Yo me atrevo a afirmar que su conducta Era un trasunto fiel de la Edad Media, Cuando el perro dormía dulcemente Bajo el ángulo recto de una estrella. A estas alturas siento que me envuelve El delicado olor de las violetas Que mi amorosa madre cultivaba Para curar la tos y la tristeza. Cuánto tiempo ha pasado desde entonces No podría decirlo con certeza; Todo está igual, seguramente, El vino y el ruiseñor encima de la mesa, Mis hermanos menores a esta hora Deben venir de vuelta de la escuela: ¡Sólo que el tiempo lo ha borrado todo Como una blanca tempestad de arena!
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Chile, 1914.-
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Publicado en relatos el 17 de Junio, 2011, 17:58
por Sandra

ERÓTICA gute nacht.
En la primera aproximación al asunto hubiera usado las palabras emisión consciente.
De esa forma hubiera definido el uso que hace de su voz… emisión consciente como en el canto. Hubiera agregado el hecho de integrar palabras, obviamente cuando habla. Qué palabras usa y esa acción física combinada que hace que resuene de aquel modo tan exacto, por ejemplo cuando la primera vez dijo "el hilo conductor fue el psicoanálisis", con las manos cerradas sobre la mesa del bar, café de por medio, y aquella inquietud por causa de la ventana a la peatonal tan concurrida. Terminó diciendo la ararán, y para mi era Hermann Prey haciendo un lied de Brahms.
O cuando la segunda vez en la cama boca arriba y pensativo dijo "Alberdi", Juan Bautista Alberdi. Ése prócer, ese hombre de la historia argentina.
Bingo, pensé.
La tercera, fue la confirmación. Dijo algo sobre un departamento pequeño y recordaba con onda compleja, un tremor combinado entre glotis y diafragma. Su amplitud y su frecuencia me sacudieron la boca del estómago y no pude dominar los gestos cuando susurró "muero por hacerte el amor". Con tal ausencia de domino, yo solo pude balbucear "vamos".
El tipo cuando habla se expande como explosión nuclear en un atolón del pacífico. Tsunami.
Ahora lo asusta convertirse en eso: una voz estupenda. Así que, en la siguiente aproximación usaría la palabra caricia.
La forma en que acaricia mis piernas distraídamente cuando habla, o los dedos que amasan mi antebrazo en el taxi antes de despedirnos. La dulzura como una mermelada de duraznos o el almíbar de los higos, cuando pasa sus manos chicas por mi cadera mientras guardo los platos estirada sobre las puntitas como Eleonora Casano.
Con los labios es otra cuestión. Dos montes húmedos que se juntan y yo en el medio. Atrapada, desde la cabeza a la parte interior de los dedos de los pies. Y eso pasa aunque solo esté besando una ínfima porción de mi boca. Lento, concentrado en explorar, hace que las sensaciones se me vayan para adentro. Cada célula de los intestinos, el estómago, se eriza. La piel estalla y en el pecho y la cabeza: el hongo de la explosión anterior. En momentos así, la que teme soy yo. Me asusta convertirme en un fenómeno de la física.
Al final llega, claro, la lluvia que todo lo apaga. Los aplausos de la naturaleza. Resucito entonces después de cada muerte en la que desaparecí con los ojos cerrados, y lo vuelvo a mirar.
Todavía está allí, no me quiero ir. Entonces el deseo de su voz, de sus manos, de su boca, de sus palabras, se agranda. Como una vainilla en la leche. O como Prey en el crescendo de Gute Nacht, Schubert.
A esa altura me siento como la Negra Murguera de Cordera, y me dan ganas de meter la pata otra vez.
Alucino el estribillo en tu misa me hinco y me doblo, en tu misa me hinco y me doblo, a tus pies yo me hinco y me doblo.
Una bomba loca.
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Sandra
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Publicado en De Otros. el 15 de Junio, 2011, 15:59
por Gerardo Bussi

Flashes of madness
(Destellos de locura)
Cuando me miras pasar horas
sosteniendo una mirada febril
hacia tu boca o tus dientes, o tu mano
y notas como mi alma devora
con una somnolencia como un rapto
las cosas más comunes que se yerguen,
y me preguntas qué veo en ellas
que mi espíritu penetra dentro de cada una
como si cada una tuviese un misterio,
te equivocas en tus conjeturas
porque lo que siempre me interesa
no son las cosas en sus seres fatigados
sino su existir simple de cosas.
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Alexander Search (*)
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(*) Heterónimo Fernando Pessoa
(Lisboa, 13 de junio de 1888 — Lisboa, 30 de noviembre de 1935)
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Publicado en Ensayo el 14 de Junio, 2011, 16:52
por MScalona
En el río eterno de Borges
Por: Winston Manrique Sabogal
14/06/2011
� Si a uno le preguntan por un escritor que represente o simbolice el libro y el mundo de la literatura es casi seguro que entre los elegidos esté Jorge Luis Borges (1899-1986). Su pensamiento y su creación literaria y su figura pasaron a ser, aún ya en vida, sinónimo de pasíon y sabiduría literaria. Sin duda es uno de los autores en español más importantes del siglo XX, y uno de los más queridos por los lectores y más admirado por los propios escritores. La semana pasada Casa de América, de Madrid, la dedico al autor argentino.
Por eso hoy, cuando se cumplen 25 años de su fallecimiento, quiero rendirle un homenaje, agradecerle los infinitos momentos de placer y enseñanza, y me gustaría que entre todos lo recordemos. Yo empecé a leer a Borges por el final. O casi. Fue con el cuento La intrusa, cuando estaba haciendo las prácticas de periodismo en Bogotá. Aunque sabía de qué trataban un buen número de sus relatos, así como de su fama, prestigio y querencia por parte de los lectores me parecía que al saber sus historias y oír tanto hablar de él no me iba a descubrir mayor cosa. ¡Error! ¡Craso error!. Después de La intrusa desandé el camino borgeano. Y con motivo del centenario de su nacimiento, 24 de agosto de 1899, escribí un reportaje en EL PAÍS titulado La última tarde Borges en Buenos Aires. Fue mi primer homenaje público a quien nos ha legado más qu elibros, historias, las del El Aleph o Ficciones con tanto cuentos maravillosos en todos los sentidos, y tan adelantados para su tiempo que por eso gozan de una luminosidad admirable.
Y aunque me gusta muchísimo el Borges de los relatos, el Borges oral, el Borges de las conferencias con sus teorías y reflexiones sobre la literatura, la vida, la Historia, el tiempo, el espacio o la inmortalidad, Todo él confluye en el Borges poeta. Por eso voy a reproducir uno de sus poemas donde condensa gran parte de su universo siempre en expansión:
Arte poética
Mirar el río hecho de tiempo y agua y recordar que el tiempo es otro río, saber que nos perdemos como el río y que los rostros pasan como el agua.
Sentir que la vigilia es otro sueño que sueña no soñar y que la muerte que teme nuestra carne es esa muerte de cada noche, que se llama sueño.
Ver en el día o en el año un símbolo de los días del hombre y de sus años, convertir el ultraje de los años en una música, un rumor y un símbolo,
ver en la muerte el sueño, en el ocaso un triste oro, tal es la poesía que es inmortal y pobre. La poesía vuelve como la aurora y el ocaso.
A veces en las tardes una cara nos mira desde el fondo de un espejo; el arte debe ser como ese espejo que nos revela nuestra propia cara.
Cuentan que Ulises, harto de prodigios, lloró de amor al divisar su Itaca verde y humilde. El arte es esa Itaca de verde eternidad, no de prodigios.
También es como el río interminable que pasa y queda y es cristal de un mismo Heráclito inconstante, que es el mismo y es otro, como el río interminable.
Con estos versos del cosmos borgeano rindo homenaje a ese hombre que escribió que alguien es inmortal mientras se le recuerde: “La inmortalidad está en la memoria de los otros y en la obra que dejamos. (…) Sé muchos poemas anglosajones de memoria. Lo único que no sé es el nombre de los poetas. ¿Pero qué importa eso? ¿ Qué importa si yo, al repetir poemas del siglo IX, estoy sintiendo algo que alguien sintió en ese siglo? Él está viviendo en mí en ese momento, yo no soy ese muerto. Cada uno de nosotros es, de algún modo, todos los hombres que han muerto antes. No sólo los de nuestra sangre”.
Poco más que decir. ¿Y tú, con qué verso o poema o idea de Borges quieres hacerlo hoy más inmortal?
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www.elpais.com
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Publicado en Cuentos el 10 de Junio, 2011, 15:05
por MScalona
VERDE AMARELO
Hacía años que nos conocíamos y mil veces escribimos y repasamos nuestros antecedentes laborales. Siempre supe que había vivido más de diez años en Brasil repartiendo su historial académico entre Sao Pablo y Rio de Janeiro. “Ingeniero Salvo Rías. Se desempeñó como ingeniero de procesos para Ultratec Engenharia - Montagens y asesor para la cadena de producción de empresas vinculadas a la obtención electroquímica de cloro”.
Escribí y revisé este párrafo de veintinueve palabras una y otra vez para cada proyecto al que nos presentáramos a cotizar.
Aquella tarde de enero estábamos con un sin fin de trabajo a entregar y nos habíamos convocado en el departamento de la calle Rodríguez al 1100 para trabajar hasta la noche. Era un día de pleno verano donde el cemento de la ciudad es capaz de derretir el alma del más osado visitante urbano.
Una larga lista de pendientes nos esperaba.
Ni bien llegué no tuve más que sonreír. Sobre la mesada junto a la ventana que daba al patio reflectante del mediodía, reposaba una botella de aceite de maíz, reciente adquisición que el ingeniero realizara tras la infructuosa cocción de milanesas al horno de días atrás con una solución improvisada de mayonesa con agua. Me entretuve mirando las dos macetas de estampillas resguardadas en las ventanas. La de color coral matizado con blanco llevaba la delantera sobre la fucsia. No es fácil tener más de una flor cuando el agua llega de vez en cuando, acompañando alguna visita. Pensé que debería regarlas de un descuido mientras preparara un mate dulce en un par de horas.
El perfil de Salvo se interpuso en mis pensamientos unos instantes. Quizá la luz solar sobre la pared ocre clara de la casa lindera o mis exacerbados sentidos de ese día, me resaltaron por primera vez desde que nos conocíamos el matiz nada anglosajón del rostro de Salvo. Su piel no era blanca, ni morena ni oliva. Era un bronceado de otra latitud; de esos que sólo da el mar cuando el yodo y la sal se combinan en alquimia perfecta con el viento. Era un bronceado interno que a veces, en invierno, ahora recuerdo, se verdeaba con la injusta carencia de música y aire libre.
“Nunca le pregunté por qué volvió”, pensé. ¿Por qué volvió a Argentina luego de diez años en la “Cidade Maravilhosa”? Era extraño. En su estructura físico-química de especialista en procesos electroquímicos es el único capaz de entender que el río es todos los días diferente. Desde el marrón Baglieto al azul espejo de rosarigasino.
- Mirá Salvo. ¿De qué color lo vez hoy?, solía preguntarle cuando pasábamos por la costanera camino a la zona portuaria.
- Hoy está verde. Hasta te diría que verde amarelo, me dijo un día.
En ese instante, esa frase vino a mi mente como un punzón. Teníamos tanto trabajo aquella tarde. Yo era de aquellas que sufría de ataques crónicos de responsabilidad (a pesar de estar de moda los ataques de pánico) por lo cual adelanté la hora del mate, hecho que alegró notoriamente a las macetitas de la ventana.
Mientras tanto Salvo encendió el equipo de música. Si hubiera sido Vinicius de Moraes sería, valga la redundancia, una señal del destino y debería cerrar mi agenda para encerrarnos en el remanso de una buena conversación. Una voz en la radio promocionando una línea de electrodomésticos me desalentó con ironía.
Dos computadoras y una serie de listas, agendas y archivos se desplegaron rápidamente. Abrí varias tablas dinámicas en la pantalla, la página web de nuestra empresa en la parte de usuarios, algunos procedimientos en borrador y una hoja en blanco de un nuevo documento.
Comenzamos a trabajar en el planeamiento estratégico de unos cuantos clientes del sur de Santa Fe. Salvo, que generalmente se caracterizaba por su notoria técnica pero profusa concentración, se había obstinado aquel día en alcanzar impensados estándares de productividad. El primer termo de agua fluyó con rapidez como derritiéndose entre los teclados de nuestras computadoras. Mientras debatíamos los detalles de cada tabla, Salvo leía de su cuadernillo la información relevada y yo simulaba una alta concentración completando los campos de la tabla en mi pantalla.
La hoja en blanco se insinuaba lentamente ante mis ojos. Con indiferencia la evitaba.
El perfil de Salvo, bronce piel. La tabla. La hoja en blanco. Otra vez la tabla.
- Estás rara. Hoy que tengo aceite sólo viniste a tomar mate.
Ambos reímos. Sugerí un tereré con jugo de pomelo y hubo aceptación general. Un tereré ruso es una excelente opción en una tarde penetrante como aquella. Terminamos las carpetas de un par de clientes. Yo estaba como lejana, molesta. Algo indescriptible y desconocido me removía las entrañas. Estaba en el departamento de Salvo; debía, sin saberlo, estar en barrio Industrial y me perdía sin esfuerzo en una hoja blanca como haciendo de mi una transparencia que se esfumaba en ella sin sentido. Si hubiera sabido que mamá moriría cuatro días después quizá hubiera entendido, o mal entendido, mi inexplicable incertidumbre. Lo obvio era que sólo quería que Salvo me contara. Con el segundo termo, él se levantó a cambiar la música.
- Voy a poner una música que te va a encantar. Me la dio un amigo del grupo de los sábados. Nelson Nogueira se llama. Es un brasilero que interpreta a su estilo clásicos de los años ochenta. ¿Te gustará?
- Hasta te diría que verde amarelo.
- ¿Qué?, me pregunto desorientado.
El termo estaba transpirando gotas frescas sobre su silueta de acero y sentí como si cada una de ellas recorriera mi columna vertebral como una fresca calma.
- Ya sé- dijo Salvo. Tenemos que terminar y vamos atrasados.
- “Hasta te diría que verde amarelo”
- ¿Qué?, volvió a preguntar.
- Salvo. ¿Por qué te volviste?
- ¿De Cañada con la tormenta del martes?
- No Salvo, de Río. ¿Por qué te volviste de Río?
Un silencio yerto se apoderó del espacio entre Salvo y yo.
- Nunca nadie me hizo esa pregunta antes. Yo me la hago todos los días. Casi nunca tengo respuesta. A veces, si…
Un par de pétalos de estampillas entornaron hacia nosotros. La yerba del mate me pidió posta, la recambié y el olor dulce del polvo seco en la palma de mi mano me abrió un apetito voraz por las palabras. Salvo se recostó sobre el respaldar de la silla y cruzó ambas manos sobre su vientre. Le cebé dos mates seguidos para contagiarle mi apetito. Desconozco si fue eso o la dulce guitarra de Nogueira la que lo transportó.
- No fue una cosa; fueron varias.
A partir de allí abandonó el diálogo sistemático y emprendió un monólogo donde mis preguntas sólo eran un entornar de ojos o cabeza.
- Aquel fue un lugar donde sentí que no es necesario ser un gran currículum para ser una gran persona. Los protocolos no son ni más ni menos importantes que una cerveza fría a la siete de la tarde en la orilla de la playa mientras buscas descubrir algo nuevo en el horizonte.- Me miró cómplice- ¿Sabés de qué hablo?
Sonreí.
- Si, todos los días mirás el río y está diferente.
- Exacto. El borde del mar en el borde de la playa te deja ver siempre algo nuevo. La línea finita de espuma es siempre algo nuevo. Como el blanco que se forma a cuarenta metros de pasar los silos por la Avenida de la Costa, donde la isla se corta en un ángulo obtuso con el puente y podés ver…
- Todo- completé.
- Apenas llegado, joven y con familia, empezando. Un día mencioné a mis nuevos compañeros de trabajo que me iría rápido ese día por la tarde para averiguar por una casa más cerca de Ultratec. Sólo eso bastó para que a las cinco de la tarde un par de colegas me esperaran en la portería. Baúl en mano con cerveza fría para un, digamos, “Happy hour” de los de ahora.
Cómo mis “ataques de pánico”, pensé.
- Al llegar a lugar del encuentro.
- Obviamente en el mar- lo interrumpí.
- Si. Sí. Se nos unió un colega bancario en bermudas celestes de palmeras. Con la simple garantía de un choque de manos el préstamo ya estaba otorgado mientras los garantes brindaban con cerveza. Casi me parece estar viviéndolo de nuevo. Espuma blanca en las manos y en los pies. Al poco tiempo nos mudamos a la casa en la que viviera el resto de los años en Brasil. Mi casa, justo en la base de la pendiente del morro.
Se quedó pensativo unos instantes.
- Todo se daba con una excitante y rotunda matemática.
- Ya veo. ¡Te cuesta controlar el ingeniero!
- Obvio. Pero era otra cosa. Era cerveza más cerveza, amigos. Mar más fábrica, hogar en la base del cerro. Proyecto más espuma, viaje a Europa.
- ¿Estuviste en Europa entonces?
- Matemáticas. Allá me iría. A Francia. Un día me lo comunicaron. Unos cuantos meses sin mi familia pero en una oportunidad casi única. Salí caminado lentamente entre alegre y triste. No sabía. Fui hacia la esquina de transporte. Decidí ese día dejar mi auto esperándome hasta el otro día en la cochera. O subía al transporte de planta o el transporte público que paró frente a mí. Lo miré con desconfianza. Subí. Sentí dos cosas: un ritmo de tambor y un olor sudoroso y fresco de favela que me, arrojaron, te diría, al fondo del coche.
Repentinamente cerré cada una de las ventanas con tablas dinámicas de mi computadora. Un calor en oleada empezó a subir desde mis pies, en ese momento descalzos sobre el mosaico fresco. Las estampillas intrusas cabecearon entre la pared de brillosa de la siesta, el perfil de Salvo y la hoja en blanco.
- ¿Qué hacés? Me grito Salvo con una intriga casi arrasadora.
- Suficiente planificación estratégica por hoy.
- ¿Estás bien? Te desconozco.
- “Un olor sudoroso y fresco de favela”
Con un rictus sonriente de ya haber entendido apoyo su mano en la mía.
- Hago otro termo. Me toca.
El calor se convirtió entonces en un hormigueo tempestuoso alojado ahora a la altura de mi cadera mientras las yemas de mis dedos censaban el teclado en un contraste helado. Sentía que el paso vertiginoso de las imágenes casi ideas ponían mi mente en blanco bosquejando el camino intuido del calor desde mis caderas al teclado. Fue como la primera vez que pensaba: un vacío abstracto colmado plenamente de todo.
De espaldas a mis sensaciones y obviamente sin tampoco saber que mi madre moriría cuatro días después, Salvo prosiguió.
- Una oleada de escuela de samba me mareó al arrancar el colectivo y terminé tirado sobre un asiento descuidado y movedizo. Había un par de morenos, como patinados del sudor que te conté, que se movían a la vez con un ritmo sinusoide. Todos entorno mío, con piernas, manos y hasta pestañas, bailaban. Empecé a moverme.
Sus rodillas, técnicas, hasta ahora para mí almidonadas de tanto dar capacitaciones, comenzaron a moverse rítmicamente mientras sostenían el termo condensado por la charla.
- ¿Dónde vas?, me preguntó un muchacho moreno con enorme sonrisa perlada.
- No lo sé- le devolví en su portugués nativo.
- Yo sí. Me replicó.
- No me animé a contradecirlo. Sólo seguí bailando mientras el coche fue ascendiendo zigzagueante por el cerro.
Imitándolo, el calor a esa altura ya me había traspasado las costillas.
- De tardecita llevamos a un barrio donde casi todo bailaba. Allí, la luz amarillenta y siempre titilante ilumina todo. Los contornos de la calle, la cena de arroz, frango y feijoada. Fuimos hasta el frente de un gran galpón. Yo sostenía una gran caja colmada de plumas que una hermosa mujer rizada me cambió de inmediato por una cerveza fría sin siquiera preguntarme. Cientos de banderines brillantes blanco y celestes colgaban del techo de aquel lugar. Atravesar ese portón fue algo así como entrar al paraíso. En grupos de tres, diez, treinta, otros cientos de personas de toda edad, color y obviamente procedencia social, bailaban, bordaban, armaban y cantaban ensayando lo que sería, casi uno año después su carnaval.
Era mi primera vez ahí, no sería la última pero en realidad sentía que había estado en ese lugar miles de veces. Aquella noche escribí la letra de una “samba-enredo” que un grupo de cantantes ensayaban una y otra vez. Luego martillé un tirante sobre un costado de lo que sería una enorme alegoria brillante tiempo después. Pegaba plumas y lentejuelas. Practicaba un paso, me caía y me levantaba, Me volvía a caer. Me volvía a levantar.
Un calambre en las manos me retornó a la mesa frente a Salvo.
Mis dedos en posición de araña sobre el teclado habían quedado pegados sobre el borde de la mesa con una expresión de acecho que me sorprendió.
- Salvo, ¿qué hora era entonces? No puedo ni imaginarlo.
- Como las once. Volví a casa cerca de las tres durante varias semanas. Solo, con la camisa aún húmeda del trajín y la práctica… Ella sólo me miraba sin decirme nada. Como siempre.
- ¿Qué le contaste?
- Nada. Nada de nada. No encontraba nada que decir. Nada de nada. No veía la hora de dejar la planta sólo para agarrar siempre una gran caja de plumas. Durante mucho tiempo me sentí una indescriptible mezcla de ingeniería, baile y estúpida cobardía. Días después avisé que no viajaría. Muchas horas de espuma en la arena con mis amigos me despreocuparon de Francia.
- Si quieres bailar, tienes que bailar. Me decían ellos.
Ella no lo entendió. Volvía a mi vida normal y a mi proyecto de Europa o nos volvíamos a Argentina.
- ¿Pero nunca le contaste? Entiendo que quisiera volverse. Seguramente estaba pensando cualquier cosa.
- Si. Ahora yo también lo entiendo. Conversar no es lo mismo que dialogar. La comunicación es otra cosa.
El agua con jugo de pomelo se había acabado hacía rato. Era ya de noche. Compramos pizza de cantimpalo y fugazza. No sé porque recuerdo tanto aquella pizza. Yo no pude comer. Tenía las muñecas aún acalambradas y esa sensación de calor, ahora en las axilas, quemándome.
Salvo se recostó sobre la silla con una aceituna entre sus dedos.
- Llegue a pensar que ese repentino amor por las noches en el galpón de la favela eran una cuestión de color. Algo del color de este lugar debe estar volviéndome loco. Aquella scola era la de Beija-Flor de Nilopolis. Sus colores son el celeste y blanco. Será que quiero volver y no lo admito, pensé muchas veces. Hasta llegué a recorrer varios galpones: Academicos do Salgueiro, Mocidade Independente. Todas para probar si en alguna de ellas me sentía un extraño. Más las conocía, más me enamoraba. ¡Ese olor! Si lo sintieras. Un día decidí que recorrería las dos últimas y tomé coraje. Fui hasta el barrio donde estaba Unidos da Tijuca. Me detuve con los ojos cerrados frente al portón. Un regordete con enorme gorro azul y amarillo lleno de lentejuelas me zamarreó para despertarme con, obviamente una cerveza fría. Azul y amarillo. Rosario Central. Rosario. El río. Me cachetearon los recuerdos. Alguien que ni recuerdo quien fue, me llevó en un desvencijado auto hasta Madureira. Corrí desde la calle hasta la fiesta. La scola de Imperio Serrano, verde amarillo, me encontró. Esa noche no regresé hasta la madrugada. Amanecí junto al mar tirado de espaldas sobre la arena y uno de los muchachos de Ultratec me encontró de paso, me aceró un café caliente y se quedó conmigo en silencio. Tijuca, azul y amarillo; Beijaflor de Nilopolis, celeste y blanco; Imperio Serrano, verde y amarillo. Verde amarelo.
Ese año no baile, dejé mis noches marabilosas y apareció el Ingeniero Salvo Rías para quedarse. Quedarse mucho tiempo.
Las puntas de mis uñas se relajaron. El calor me llegó a la punta de los dedos Sentí algo que siempre había sentido y recién ese día lo entendí.
Yo nunca había estado allí.
- Fue entonces que un día de marzo ya dormíamos. Descansábamos en una noche como de esas, siempre agradable, siempre tan cálidas que eran frescas, siempre de morro al fondo del azul profundo, estrellas de floresta. Golpearon la puerta. Era Ricardo. Mi amigo uruguayo tan verde amarelo como yo en aquel entonces, que pasó a buscarme a media noche. Me dijo – Vamos.
Y fue la primera y una de las últimas frases que pronunció. Condujo el auto por la calle de noche clara y fuimos directo al pie del Corcovado. Yo tampoco dije palabra alguna en todo el camino. No me animé. Tomamos creo, una camino paralelo o parecido al Corcovado Cremallera que en partes sube paralelo a la vía del ferrocarril. Yo sabía que eran 223 pasos, hasta el pie del Cristo. Los había hecho tantas veces para verla. Igual que los más o menos cinco quilómetros desde Arroyito a la Florida por la costa, a pie.
La Floresta de Tijuca, la isla del Paraná chico.
Allá arriba la visión no era tal. Más bien era una imagen de ilusiones y sueños dibujados sobre el agua del casi Atlántico. A un lado la silueta de los morros sólo insinuándose en medio de la noche. Del otro lado las luces de Río, plena, joven. Más bien luminosa que iluminada.
En plena degustación de paisaje Ricardo volvió a hablar. Estábamos solos en medio de ese olor que únicamente tiene tu lugar en el mundo. Levantó su mano y señaló en círculo con los dedos extendidos y separados intentando abarcarlo todo. Sólo esa frase dijo por el resto de la noche:
- ¿Estás seguro que vas a dejar todo esto?
Respiré profundo. Había olor a mi lugar en el mundo. No era Copacabana. No era Rodríguez al 1100. No era la terraza de mi casa del barrio Industrial las mañanas de verano a las siete con mi madre y con el mate.
Era lo hoja blanca, ahora, inconteniblemente, llenándose de a poco con cualquier lugar del mundo que quisiera.
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CINTIA SARTORIO
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Este cuento obtuvo Mención en el concurso de cuentos 2010-11 de nuestro taller.-
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Publicado en Cuentos el 10 de Junio, 2011, 12:58
por MScalona

CLARITA
La tarde es espléndida. Ella da saltitos. En la superficie, olas de poca monta. Ahora viene hacia mí, desnuda. El pelo suelto como algas. Sus tetas redondas sobresalen de la superficie y sus senos me apuntan. Se sumerge. Del agua brotan burbujas que se pelean por trepar. Caigo en la cuenta que son soretes. Arman una frase: “soy tuya”. Empujo el agua para que “eso que flota” no me toque, al momento que mi brazo derecho se descuelga de la cama y pega de lleno contra el canto filoso de la mesa de luz provocándome un dolor agudo. Me despierto confundido. De la ventana abierta entra una ráfaga de viento que cierra la puerta del dormitorio con un estruendo; el despertador se sacude indicándome, sin contemplación, que son las seis AM. Esta pesadilla terminó y empieza otra.
Miré el contestador y encontré un par de llamadas del mismo número. Las dejé para después. Llegué a la cocina y calenté el café.
-¿Cuánto hace que lo preparé? No había respuesta. Uno apenas se levanta quiere llenar el aire con palabras fútiles. Es inútil. Lo sé. Pero no puedo.
Tomé la taza con las dos manos arrastrando los pies hasta el teléfono. Me quedé unos segundos mirando la calcomanía de taxis pegada en el aparato. La rasgué displicente con la uña mientras escuchaba el mensaje: era Luisito. La relación con su novia se había vuelto turbulenta. Prendí la tele buscando algo. Ahora lo que sonaba era un mensaje en su celular: “¿Venís?” No hice caso. Dos minutos después, otro: “Te estoy esperando”. La longitud de mi improperio fue onerosa. Luisito me esperaba en el bar de siempre, mirando hacia fuera por la ventana que da a la ochava. Apenas me vio se levantó de la silla para saludarme, empujando la mesa y chorreando el café sobre el platito.
-Que los re mil parió… No me sale una bien. Tomé ese hecho como la peor de las introducciones. Decidí mirarlo fijo e ir al grano. Avisté en sus ojos vidriosos una precipitada posibilidad de lagrimeo. Giré la cara y busqué al mozo.
-Un desayuno completo, petiso –Y me tomé todo el tiempo posible para volver a su encuentro, rogando que dejara ese tono de aflicción. ¿Qué pasa con Clarita? –pregunté a boca de jarro.
-Vos te vas a reír pero a mi me preocupa mucho, negro…
-No me voy a reír. Contame de una vez.
-¿Viste que hace poco que estamos juntos? Resulta que hay un hecho que se repite y cada vez que se lo reprocho, ella se me ríe en la cara y me deja pagando.
-¿Qué es lo que te pone de esta manera? -Luisito temblaba.
-Va al baño a cagar y no tira la cadena –me soltó. Yo voy y encuentro eso ¿viste? –completó con ese desagradable gesto que se hace con los dedos, tratando de encomillar el aire. Se lo digo y se ríe, -prosiguió -me da un beso y se va como si nada. Estoy preocupado. Cada vez que tengo que ir al baño me agarra un entripado feo. Me angustio. No quiero entrar o si paso por ahí entreabro la puerta para olfatear a ver si hay algo…
Me quedé callado, valorando cada segundo de tiempo que tenía para ordenarme. ¿Era yo el que había soñado? No debo decírselo. Luisito es como un pajarito frágil, indemne, capaz de perderse en la noche aciaga de una sospecha y peregrinar en ella rebotando en las ramas como en una tormenta, yendo cada vez más profundo hasta ahogarse. De Clarita sospechaba un engaño. Pero no esto. Traté de guardar las formas para tabicar mi preocupación y avancé con las preguntas.
-¿Te lo hace siempre o elije un momento particular? Digo, después de una pelea, un polvo mal echado…
-¿Qué decís, negro? –Interrumpió abriendo los brazos como un ganso que se echa a volar -Vos sos mi amigo, ¿para qué te llamo? ¿Para atormentarme?
-No, tranquilo. Estoy tratando de hacerme una idea para ayudarte. ¿No me llamaste para eso?
Luisito volvió a su ventana. Lacónico, empezó a pronunciar palabras que se estrellaban contra el vidrio.
-Hablá más fuerte, Luisito, no te escucho…
-…que al principio no me llamó la atención. Yo creía que ella se olvidaba de tirar la cadena. Pero cuando se lo pregunté, me contestó que ella era toda mía. Que no había parte de su vida, de su humanidad, que no me perteneciera…
-¿Toda tuya? –pregunté sin que me diera bolilla.
-Lo de la limpieza, la higiene, bueno…trató de explicármelo –siguió. Me dijo que iba a poner más atención, que no lo hacía por displicente. Pero la…, los…
-¡Mierda! ¡Soretes! –completé.
-¡Las heces, negro! –dijo ordenándome que no gritara. Que me dijo que siempre hizo igual. Que no soy el primer tipo con el que convive. Con los otros pasó lo mismo. Según ella, con el tiempo aprendieron a tolerarla y comprenderla.
-¿Con la orina hace lo mismo?
-Sí, negro. Hace lo mismo -me contestó serio.
-Y, digo yo, ¿las características de las heces son siempre las mismas o varían en algún momento?
-Yo creo que la liquidez aparece cuando tenemos discusiones. Eso sí, cuanto más sólida, mejor es el momento por el que estamos pasando.
-Seré curioso, -intimé -en estos días, ¿qué tipo de composición tiene?
-Algo líquida por momentos pero no siempre es así, eh…-se apuró en aclarar.
-Ajá.
Luisito era un rostro de piedra. Su cuerpo palpitaba angustia. Yo lo sentía.
-Te pido perdón si te ofendo con la pregunta pero me veo en la obligación de hacértela.
-Sí, dale, negro. Para eso te llamé.
-A vos, ¿qué te preocupa más: el hecho que te deje flotando “el regalito” o que no te avise que te lo dejó?
Me aseguró que nunca lo había pensado de esa manera. De todos modos, seguiría charlándolo porque él también hacía esfuerzos por cambiar algunos de sus hábitos. Por ejemplo, dejar de usar el servicio de noche enlozado que le habían dejado las tías. Le costaba mucho levantarse por las noches para ir al baño, cuando antes, con sólo levantar la sábana por un costado de la cama, era suficiente.
-¡Y no te digo nada en invierno! –afirmó agitando su mano derecha.
-¿Vos tenés el baño afuera, Luisito?
-¡Nooo!, adentro. Pero al fondo.
-Claro…
-Una de esas casas chorizo, ¿viste?
-Sí, sí -asentí.
-Vieja pero bien conservada, sin humedad de cimiento.
-Ah, que bueno. Y, escuchame ¿ustedes dos no estarán compitiendo por algo? Vos con la orina, ella con las heces. Las parejas de hoy en día son muy competitivas, Luisito. El nosotros no abunda. Y en las cosas más simples uno encuentra la verdad de la milanesa. A veces la pelea se disfraza y utilizamos atajos para sostener nuestro ego –y sorbí del vasito de soda. Yo creo que ustedes necesitan charlar más, pero solos. ¿Por qué no se van un fin de semana a Córdoba?
-¿Vos decís en plan luna de miel, negro?
-Puede ser...
-Y decime –inquirió acercándose -¿llevo el servicio de noche o del tema ni fu, ni fa? Te lo pregunto porque ella tiene cómo hacerse valer, ¿me explico? Baño con inodoro hay en todos lados, pero lo mío, no. Y yo no quiero que ella piense que bajé la guardia en la primera batalla. Ya fui demasiado contemplativo. ¿Qué te parece?
-¿Vos te sentís más seguro llevándolo?
-Y, sí... Aunque después no lo use, más seguro me siento.
-Entonces llevalo y no le des más vuelta, Luisito.
Quedamos en vernos. Me pasó un celular nuevo. Me rogó que no lo llamara al fijo porque Clarita, con sólo escuchar el tono de voz, sabe de qué está hablando. Nunca tuve duda de ello. Desde el comienzo supe que se había metido con una mina muy bicha.
Si bien mi sueño anticipatorio me desconcertó, salí rápido de ese trance. Luisito y yo nos conocíamos desde pibes y nada de su vida me era ajeno. Su inseguridad hizo que yo fuese su conciencia en las sombras, llamándome a cualquier hora para saber qué hacer. El sueño de la pileta no fue el primero. Hubo peores. En un momento, fue tan estrecha nuestra relación, tan simbiótica, que decidí abrirme y terminarla de una buena vez.
Lo llamé más de tres veces y siempre contestaba con evasivas. Supuse que el desencuentro persistía. Al tiempo, recibí un lacónico mensaje: “Negro, ¿nos podemos ver?” Me cito en otro bar, lejos de su casa. Dio vueltas hasta que me confesó que todo seguía igual. La mina se lo había vuelto a hacer esa semana de vacaciones. En unos de los paseos, él decide volver a la habitación del hotel a calentar agua para el mate y buscar la cámara de fotos y se encontró con “la sorpresa”.
-Luisito, decime una cosa –urgí con precisión de cirujano -¿vos a qué volviste? A mí me da toda la impresión que fuiste concientemente a buscar algo. Y lo encontraste.
-Es que ya se me hizo un hábito, negro. Paso y reviso. Es más fuerte que yo. Intuí que el grado de perversidad de Clarita era mucho peor que el suponía. A esta altura, por nada del mundo, iba a dejar solo a mi amigo.
-¿Por dónde sigo, negro, decime?
-No sé, no sé. Decime vos –dije encendiendo un cigarrillo.
-A mí no se me ocurre nada. Esto va a terminar mal.
-¿Por qué seguís viviendo con ella después de todo esto, Luisito? Pensá, pensá y llamame, porque a mí, se me quemaron los libros.
Dormitaba esperando que se hiciera la hora de volver al trabajo. Como llovía, no fui a almorzar a la plaza y me llegué hasta el departamento en búsqueda de un pequeño descanso antes de repechar la tarde. Eran las tres y media cuando sonó mi celu: era él.
-Tenés que venir a casa cuanto antes. Esto no puede esperar más, tengo que darle un corte definitivo. ¡O se va ella o me voy yo!
-¿Es para tanto, Luisito?
-¡Vení ya, por favor, te lo ruego!-me pidió a los gritos.
-Luisito, tengo que ir a trabajar, entro en media hora.
- Dejá todo, por favor y vení. Te lo estoy pidiendo por el amor de dios.
-Está bien, Luisito, está bien. Quedate tranquilo que en diez minutos estoy.
Me esperaba detrás de la puerta con un porte oligofrénico. Me tomó del brazo y sin mediar ningún tipo de consideración enfiló hacia una puerta. En el trayecto, me di cuenta que era la puerta del baño.
-No, pará, Luisito. ¡No! Me empujó con una fuerza desbordante. Luisito, hasta acá llegué, soltame –dije violento.
-¿Vos sos mi amigo o no sos mi amigo? Decímelo ahora, ¿a qué viniste hasta acá? -me gritó en la cara, acorralándome con una respiración entrecortada.
-¡Vine porque me lo pediste! –afirmé. Estaba saliendo para el trabajo, Luisito. Soltame el brazo, por favor. Somos adultos, dejate de pelotudeces –contesté subiendo el tono de voz.
Me puso de espaldas sobre la puerta del baño y señalando con el dedo índice hacia adentro, me dijo exaltado hasta el pasmo:
-¡Ahí aden…tro está la cla…ve de to…dooo!
-Está bien, Luisito, está bien pero soltame.
-¡No te suelto nada!
Con un giro me distanció de la puerta. De forma abrupta tomó el picaporte y la abrió para que entráramos. Yo me afirmé a la pared y pude calzar la pierna haciendo palanca. En eso estaba cuando recibí un rodillazo sobre los riñones que me hizo doblar de dolor. Me tomó por la espalda y me alzó, listo para meterme en el baño cuando nos sobresaltó un ruido de llaves. Era ella. No dejaba de girar su cabeza hacia mí y hacia él. Luisito tomó la posta.
-¡El negro está para ayudarme y terminar de una vez por todas con este suplicio!
-Esperá, calmate. ¿De qué suplicio hablás Luisito? ¿Qué es todo esto? –habló ella con tono aniñado.
-¿Cómo de qué hablo, Clarita? Vos bien sabes de qué hablo. Él es mi amigo y va a entrar al baño para ver lo que hiciste.
Ella con la boca abierta y los ojos desorbitados se dio cuenta que yo sabía.
-¡Vos estás loco! ¿Qué le contaste, inconciente?
-Le conté todo porque no aguanto más. Esto que me hiciste no tiene nombre, no tiene nombre, Clarita.
-¡Váyanse ya de esta casa porque sino llamo a la policía!
-Luisito, –le dije con el poco aliento que me quedaba por el rodillazo –esta mina llama a la cana y nosotros quedamos pegados. Yo pierdo el laburo y sencillamente te amasijo.
-Y vos, Clarita, calmate, no ganamos nada con todo esto.
-¡Váyanse de acá ya mismo los dos! –gritó con alma y vida.
Lo tomé a Luisito y lo eché a la vereda como pude. Volvimos al bar y nos sentamos en la misma mesa donde comenzamos. Después de casi diez minutos de insultos pudimos conformar una especie de diálogo.
-Mozo, traiga otra cerveza, por favor –ordené sin mirarlo.
-¿Entonces no vas a ir a trabajar? –me preguntó con cordialidad sobreactuada.
-¿Y a vos desde cuándo te interesó lo que hago? Me exponés frente a tu mujer, me pegás un rodillazo y ahora actúas como si fueras una carmelita descalza…
-¿Para qué están los amigos entonces? –me contestó rompiendo en llanto. ¡Me escribió “Bicho te quiero” sobre el inodoro! La escuché cantar cuando lo hacía. ¿Te parece poco? Eso te quería mostrar y vos no quisiste. ¿Ahora me vas a dejar solo? Lo escribió con los dedos…
Trate de no resignar un céntimo de compostura, aunque por el hecho que me relataba, me trasvasara un escalofrío.
-¿Cómo sabés que lo escribió con los dedos? A lo mejor usó un palito…
-Es lo mismo. Lo único que falta es que tenga que controlarle las uñas de las manos para ver si se las lava. Yo me enamoré de una morocha que no dejaba muñeco con cabeza cuando caminaba por la calle. Una mina piola, con la que a uno le daba gusto sostener una conversación, buena amante, cuidadosa de los detalles… –argumentó.
-Esa mina te está cagando la vida. Está a la vista de todos. ¿Qué querés que te diga que no sepas, Luisito?
-¿Cómo de todos? –preguntó entrando en pánico. ¿A quién se lo contaste? ¿Quién más sabe de todo esto?
-Nadie sabe, Luisito –corté. ¿Vos querés cavarte la tumba? Seguí nomás, pero no me busques para que te siga apoyando en esto.
Al momento de pronunciar “apoyando”, nos percatamos que el mozo estaba escuchando parado junto a nuestra mesa.
-Síndrome de Caquetá –musitó solemne. Fue descubierto por un colombiano, Isidoro Benavides Archundia. Fue un visionario, un benefactor de la humanidad, pero sufrió mucho.
Luisito miraba sin poder creer. Latía envuelto en pánico. Al mozo no le hizo mella, y siguió.
-Ya roto su matrimonio, ella se los “siguió enviando” disimulados en encomiendas. Él se mudaba, ella averiguaba la dirección. Un día no resistió más y se suicidó.
-¿Cómo fue? –preguntó Luisito.
-Se tiró a un pozo ciego. Fue en 1956. Créame que lo entiendo. A mí, también me pasó. Luisito quedó en verse con el mozo. Le pasó su celular y el mozo le prometió libros, y si aceptaba, una sesión donde aprender técnicas de programación neurolingüística para defenderse del llamado “acoso fecal”.
Como al año recibí un llamado suyo. Me contó que había inaugurado un negocio de venta de sanitarios. Le iba de maravillas. Tenía un producto que hizo furor: el inodoro temático. Me contó que hay tipos que se lo piden pintados con el escudo del club contrario para cagarse en ellos todos los días. Me habló de los musicales.
-Les levantás la tapa y sale una melodía. Hay tapas con Gardel, Yupanqui, Los Palmeras, el potro Rodrigo… ¿Escuchás por el celu?: Ol-iu-nid-is-lob, pá, pá, pá, pá, pá…-canturreaba Luisito. Cuando me contó que tenía con motivos sexuales me superó.
-¿Cómo le vas a pintar eso en el inodoro? -pregunté. ¿Estás loco?
-Claro que estoy loco -me dijo –pero salen como pan caliente. Un cliente me lo pidió transparente para mirarla mientras lo usaba. Es un boom de venta. Hay gente para todo, negro…
Como pude lo saqué del tema.
-Y vos, Luisito, ¿cómo estás con Clarita?
-Con Clarita, bien.
-¿Pudieron superar eso?
-Superar como superar…que sé yo -contestó suspirando.
-¿Y vos cómo andás?
-Yo bien, negro. Dentro de todo, bien y laburando mucho.
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ARIEL ZAPPA
este cuentos obtuvo Mención en el concurso de cuentos-2010-11 de nuestro taller.-
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Publicado en Poemitas. el 8 de Junio, 2011, 12:34
por MScalona
Así estoy,
así vivo.
De la piel
para afuera
todo me es
ajeno,
inasible.
Del lado de
adentro estás vos.
Te escucho
andar por los pasillos,
abrir
puertas,
revisar
cajones….
Revolvés los
papeles,
corregís mis
escritos.
Deambulás
mejorando
los recuerdos,
asintiendo
lo que digo.
Visitás mis
lugares,
explorás
todo
como una
niña curiosa.
Transitás
alegre.
No te
importa vagar perdida
¿Cómo es
posible
que nunca te
hayas topado
con el
hombre que aun espera?
Fernando Artana
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Publicado en Pavadas hechas texto, el 7 de Junio, 2011, 13:06
por MScalona

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No encuentra, el hipocondríaco, los beneficios al avance de la ciencia.
La vida está llena de sorpresas, pero gana la rutina
Es tan caro el amor, que la rica soledad no puede comprarlo.
El fútbol es la única droga que no me da alegrías
Llegué al norte y miré el horizonte, estabas tan lejos como allá.
La lágrima conmueve, el llanto molesta.
El mercado es libre, los presos están adentro.
En la última tormenta se le voló la venda a la justicia y el viento le inclinó la balanza.
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Publicado en Aguafuerte el 7 de Junio, 2011, 13:03
por MScalona
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Los creativos publicitarios me maltratan. Me suponen una madre constipada y superflua o una ejecutiva neurótica que depende de la tarjeta de crédito, sin términos medios posibles. Pretenden esconder la inevitable escatología de ciertos temas en eufemismos naif, con dibujos “científicos” que explican a un retardado cómo funciona algo tan poco glamoroso como un puto laxante. La antigua discreción en las farmacias ha quedado atrás, y ya todo el mundo puede ponerse una remera violeta que grite “No puedo cagar bien”. Quieren darle un aire elegante y confortable a algo tan asqueroso como los hongos vaginales.
No debería sorprenderme, después de todo la máxima autoridad en materia de nutrición parece ser Pancho Ibañez, que sin que vos se lo pidas te cuenta todas las bacterias que hay en la leche. ¿Quién necesita saber eso para comprar leche? ¿Y por qué todos desayunan en familia y con buena cara? ¿Quién carajo se levanta así? Todo tiene que ser sano, divertido, fácil, light y barato, pero que parezca caro. Los autos y la última tecnología -salvo que sea un lavarropas- se reservan al macho de afeitada perfecta que se pasea por la noche y por los casinos mientras una chica muy hueca lo admira sin poder creerlo.
De golpe el gran objeto de estudio de la filosofía se convirtió en un yogur pedorro, y después, la invasión, el acoso, el asedio de la eterna pregunta de Hamlet en barras de cereal, sopas, jugos y quesos. Qué depresión, esto que me quieren vender es la mismísima mierda con envase reciclable. Ahora la trascendencia de la mujer se refleja en el brillo de sus pisos, o por el contrario, en su indiferencia frente a la opacidad de ese mismo piso. Que mundo tan limitado, tan unidimensional, tan esotérico.
Cuando era chica, la felicidad venía en un pony chiquitito y psicodélico sin grandes performances, había que tener terrible imaginación para que ese caballo afeminado la divirtiera a una, pero la imaginación la teníamos y nos divertíamos, mucho. Parece que los creativos no jugaron nunca con el pequeño Pony o que la imaginación se la gastaron toda tratando de vender un detergente que dure lo que un matrimonio. Qué lástima.
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Publicado en General el 7 de Junio, 2011, 12:44
por MScalona

Arg. 1924-2004
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PREMIO PULITZER
——–
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Los niños despavoridos
alzan los brazos en la carretera bombardeada
por la democracia del napalm.
Hay un cielo humoso que ha resignado su inocencia
sin preguntar qué sucede con las lágrimas
o si acaso el dolor no tenía ya lenguaje suficiente.
La fotografía planea
hacia el escritorio del presidente como un naipe.
y pierde la apuesta: no logra detener la guerra.
Entre la imagen y los ojos
del Gran Magistrado circula una sombra
que de pronto es coagulada
para que el imperio devore su petróleo mortal.
Pulcro y contra natura, tiene ante sí
suficientes razones de estado, su bandera en la luna
y una familia sonriendo detrás del vidrio.
Pero no está en sus manos
hacer de la historia un lugar para vivir.
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(está en OBRA POÉTICA, Ed. Emecé y
¿HAY ALGUIEN AHI? Ediciones del Dock)
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Publicado en De Otros. el 2 de Junio, 2011, 20:29
por MScalona

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Mi amor duerme junto a mí
En la débil luz -veo su viril mentón
Aflojarse- y la boca
De su adolescencia regresa
Con una blandura más blanda
Su sensibilidad temblando
En la quietud
Sus ojos tienen que haber escrutado el exterior
Maravillosamente desde la gruta de su
Adolescencia -cuando las cosas que no entendía-
Las olvidaba
Pero tendrá este mismo aspecto cuando esté muerto
Oh hecho insoportable inevitable
Pero ¿preferiría que llegase antes de la muerte
De su amor que la suya propia?
El dolor de su añoranza cuando mira
A otra
Como una frustración del día
En que nació
-Y yo con mi dolor despiadado
Y su dolor por la añoranza-
Cuando mira y ama a otra
como una frustración del día
en que nació-
tenemos que sobrellevarlo
yo más tristemente porque no siento alegría alguna
Oh silencio
Tu quietud me hiere la cabeza -y me perfora los oídos
Me agita la cabeza con la quietud de
Los sonidos insoportables/duraderos
En la pantalla negra como la pez
Reaparecen/vienen las formas de monstruos
Mis más leales compañeros
La sangre me palpita de desazón
Vuelve su ruta en otra dirección
Y el mundo entero duerme
Ah paz te necesito – incluso
Como monstruo pacífico.
—————————————-
——————-
Vida-
Soy de tus dos direcciones
De algún modo permaneciendo colgada hacia abajo
Casi siempre
Pero fuerte como una telaraña al
Viento- existo más con la escarcha fría resplandeciente.
Pero mis rayos con abalorios son del color
Que he visto en un cuadro – ah vida
Te han engañado.
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mucha gente no cree lo bien que escribía Marilyn y la biblioteca que tenía. El libro que acaba de sacar SEIX BARRAL, "Fragmentos" (prólogo de ANTONIO TABUCCHI), tra muchas de sus cartas, diarios, lecturas, poemas, notas… una verdadera delicia de la Monroe minimalista, cotidiana, la que luchó -como todos-contra el dolor de vivir, hasta que no pudo más… se nota mucho en sus txts…
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Publicado en De Otros. el 2 de Junio, 2011, 17:51
por MScalona
Walking Around
Sucede que me canso de ser hombre.
Sucede que entro en las sastrerías y en los cines
marchito, impenetrable, como un cisne de fieltro
navegando en un agua de origen y ceniza.
El olor de las peluquerías me hace llorar a gritos.
Sólo quiero un descanso de piedras o de lana,
sólo quiero no ver establecimientos ni jardines,
ni mercaderías, ni anteojos, ni ascensores.
Sucede que me canso de mis pies y mis uñas
y mi pelo y mi sombra.
sucede que me canso de ser hombre.
Sin embargo sería delicioso
asustar a un notario con un lirio cortado
o dar muerte a una monja con un golpe de oreja.
Sería bello
ir por las calles con un cuchillo verde
y dando gritos hasta morir de frío.
No quiero seguir siendo raíz en las tinieblas,
vacilante, extendido, tiritando de sueño,
hacia abajo, en las tripas mojadas de la tierra,
absorbiendo y pensando, comiendo cada día.
No quiero para mí tantas desgracias.
No quiero continuar de raíz y de tumba,
de subterráneo solo, de bodega con muertos,
aterido, muriéndome de pena.
Por eso el día lunes arde como el petróleo
cuando me ve llegar con mi cara de cárcel,
y aúlla en su transcurso como una rueda herida,
y da pasos de sangre caliente hacia la noche.
Y me empuja a ciertos rincones, a ciertas casas
húmedas,
a hospitales donde los huesos salen por la
ventana,
a ciertas zapaterías con olor a vinagre,
a calles espantosas como grietas.
Hay pájaros de color de azufre y horribles
instintos
colgando de las puertas de las casas que odio,
hay dentaduras olvidadas en una cafetera,
hay espejos
que debieran haber llorado de vergüenza y
espanto,
hay paraguas en todas partes, y venenos, y ombligos.
Yo paseo con calma, con ojos, con zapatos,
con furia, con olvido,
paso, cruzo oficinas y tiendas de ortopedia,
y patios donde hay ropas colgadas de un
alambre:
calzoncillos, toallas y camisas que lloran
lentas lágrimas sucias.
———————————
PABLO NERUDA , Chile, 1904-1973
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Publicado en De Otros. el 1 de Junio, 2011, 13:11
por MScalona
Creo que ya es la tercera vez que cuento esta historia. Esta vez la recreo porque en España ha salido un libro con tres novelas del maestro mendocino.
Contaba un observador de aves cómo un grupo de palomas se volvía contra una de ellas y la atacaba a picotazos, hasta darle muerte. Los picos de las palomas no son eficientes a la hora de matar, y la víctima agonizó durante horas, en una ordalía de dolor, perdiendo piel, ojos, plumas, sangre hasta que la liberó la muerte. Siempre recuerdo esta historia cuando pienso en Antonio Di Benedetto. A Di Benedetto -nunca me atreví a llamarlo Antonio- lo conocí en uno de los patios de la cárcel de La Plata, poco antes del mundial de fútbol del 78. Me lo presentó Daniel Alcoba, un poeta y caminábamos los recreos hablando. Bueno, yo escuchaba, con la avidez de una esponja, porque Antonio Di Benedetto era el primer escritor que conocía en persona, y eso imponía. Era un hombre bajito, como vencido, de hablar pausado, como si escribiera, que no llevaba bien la cárcel. Por qué había caído preso me queda en el terreno de la leyenda. Decían que porque le había puesto los cuernos a un coronel de la dictadura, y también que fue por esconder al hijo guerrillero de un amigo. Ambas cosas podían ser ciertas. En esos tiempos era director del diario Los Andes, de Mendoza, es decir, un hombre cercano al poder desde siempre. Y, como tal, nunca se había pensado preso, a merced de la brutalidad de carceleros, por lo que navegaba en el desconcierto del que subió al Titanic seguro de que nunca naufragaría. Lo mantenía vivo el saber que universidades y escritores de medio mundo pedían constantemente su libertad, pero un día por poco no fue suficiente.

Recuerdo que bajó al patio demudado. El suplemento cultural de un prestigioso y conservador diario de Argentina, con el que había colaborado, acababa de publicar un texto parecido a este: La editorial Gallimard ha editado “Sama”, la novela del escritor argentino Antonio Di Benedetto, que en la actualidad ejerce su cátedra de literatura latinoamericana en la Sorbona. -Ellos saben que estoy preso. Me están negando- repetía al borde del derrumbe, porque nunca había esperado una puñalada por la espalda de la gente de la cultura – Son gente culta, no son como estos carceleros ¿cómo pueden hacerme esto? Si no cayó en el suicidio fue porque en los días siguientes, el pibe, el compañero que barría el pabellón y llevaba mandados de celda en celda, se ocupó de verlo a cada rato y darle ánimo. Ese pibe, casi analfabeto, peón de una granja de cerdos, lo separó de la muerte. Después, porque en las cárceles nada estaba quieto, lo perdí de vista. Di Benedetto salió en libertad, emprendió el exilio, y un día, con el regreso de la democracia, volvió a Argentina, para encontrarse con que era un apestado. Sin posibilidades de trabajo, repudiado por las palomas, fue sobreviviendo por los favores de los amigos. Por esos días, con la primera Feria del Libro de la democracia, se hizo una feria paralela, y Antonio Di Benedetto encabezó una lista de firmas en un petitorio por mi libertad. Sé, tengo la seguridad, que no se acordaba de mí, pero llevaba la marca de la cárcel, y ya no era aquel que había sido como director de Los Andes. Lo volví a ver, un tiempo más tarde, en una desangelada conferencia sobre la escritura y los sueños que dio en Buenos Aires. Una de esas cosas que le conseguían los amigos para que se ganara el pan, porque las palomas no habían dejado de picotearle la cabeza. Otro tiempo más tarde supe que había muerto. Seguramente de asco. Después de las dictaduras en el campo de la cultura sólo se registran víctimas, nunca cómplices, sin embargo… Que los dioses nos cuiden de las palomas.
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RAÚL ARGEMI, (1946, La Plata, ARG),
escritor argentino,
radicado en BCNA, España.-
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