Enero del 2011
Publicado en relatos el 29 de Enero, 2011, 19:34
por MCRivarola
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Camino a los cuarenta
Malgastar un día de playa por cumplir años y tener que hacer el obligatorio balance, es como perderse un eclipse por ir a dormir temprano para poder madrugar. El poder de madrugar. El des- poder.
La edad de la experiencia avanza como el mar y roba playas. Atención señora cuando vaya a la playa, no olvide poner protector solar a sus hijitos, pero téngalos quietos media hora, sino enchastran todo y se embardunan con la arena. Especial cuidado con las niñas, no las riegue tanto, o se volverán adolescentes y le harán tomar conciencia de que tiene el culo flácido.
¿Cuarenta y ocho empanadas estarán bien? Treinta y siete velitas para treinta y siete grados y treinta y ocho gotas que me caen de la nuca a la espalda. Cada año son más y más invitados, la gente se reproduce como conejos, los conejitos corren por toda la casa, Garbanzo intenta atrapar uno para masticarlo. La música fuerte no los espanta, tampoco a los mosquitos que han adquirido proporciones descomunales, hoy logré agarrar uno con el colapastas.
Las madres y los abuelos también se van clonando, se multiplican a medida de que la gente se divorcia y se vuelve a juntar. Mis hijos hoy me confesaron que en este momento disponen de ocho abuelos, creo que han descartado unos cuantos.
Los cirujanos especialistas en rodillas de madres, también están invitados al banquete. Cruentos, cirujanos cruentos, cruentos, cruentos. El doctor Cobranini trae un Champagne, todavía cree que alguien le va a pagar sus honorarios, pobre salame, como el que puso don Bruno adentro del pan casero. El otro, doctor Mascahielo, trae rolitos para él, y unos nuevos supervendajes, están hechos de células antioxidantes, se cambian sólo quince veces al día y prometen milagros, además están en promo, vienen con una entrada en primera fila para el recital del padre Ignacio.
Mi novio es muy parecido al padre Ignacio, también tiene super- poderes que me enamoraron; me curó muchas cosas, hasta la insolación, pero él no da turnos ni recitales. Yo al principio me mostraba reacia, apostaba a que se trataba de una reacción química, el vaso explotaba de vapor, googlé la receta y nada, será cuestión de creer o reventar… Reventar como sapo en verano sin agua. Es eso, aún no logro comprender por qué los terrenos de mi barrio cotizan tan caros, nadie calcula el costo de la cisterna y la bomba, la bomba que estoy diseñando para poner al lado de mi queja, adentro de la oficina de Aguas.
Y me pongo a escribir, que es gratis, aunque requiere de aire acondicionado y evito pensar cuando llegue la boleta de la EPE , nada es gratis mi hijita, eso no lo digo yo, ya lo dijo mi nona para avisarme que el primero de mis ex maridos iba a pedirme la prueba de amor. Nada es gratis, querida- eso lo dijo el chanta que me dio una mención de honor por mi último relato, quería regalarme la posibilidad de la edición, je je el sueño anhelado-dijo, lo mismo que el otro chanta, que me dio el cero kilómetro por teléfono, nada es gratis…
Nada es gratis, ese lo digo yo, mientras preparo los tickets y arrimo la reposera hasta la puerta, justito abajo del fresno para no fatigarme.
Pasen y vean!!! Solo por hoy!! Desfile de personajes épicos circundando una gran fuente de empanadas!!!
Y mientras, me viene al fin a la cabeza la letra de esa canción que estuve todo el día tarareando, Mirando la luna yo llegaré lejos… Tan lejos como se pueda llegar…
/ Ce
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Publicado en Poemitas. el 29 de Enero, 2011, 11:12
por MScalona

Como dos hermanitos
Aquella noche
me fui con el libro de Prévert
apretado al pecho
como si fuera tu seno
y lo usé de almohada.
-
La incerteza de la dicha en bruto
para un hombre solo
volviendo a caminar feliz
doscientos metros
alrededor de una sonrisa.
-
-
Sonará cursi
pero el recorrido de tu casa
y la mía era redondo
y esa noche
me pareció una calesita.
-
Frente al Hotel Rizzi
me golpeé tres veces la cabeza
con tu libro de Prévert:
Palabras, como un alerta.
-
-
El conserje se meneó alarmado
a punto de dar algún aviso.
Es que me ha visto otras noches
tropezando
insomne
solitario
bebedor.
Igual sentí una corriente trémula:
la desconfianza habitual
de que la dicha fuera inmerecida.
De que ese torpe borbotón infantil
que nos dimos tras las rejas
fuera sólo un beso de hermanitos:
alguna piedad difusa
en el lugar de la fiebre.
-
¿Sería cierto aquel sabor
perenne en su boca
ese ardor de levísimo gesto
esa pequeña muerte
que cantó Vallejo
para bajar a la tumba
con el beso
como dos hermanitos...?
-
Marcelo Scalona
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Publicado en De Otros. el 21 de Enero, 2011, 20:51
por MScalona
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POXI-ran
¿Nunca viste un eclipse de sol
con careta de soldar?¿Viste cuando
prendés la radio y se te pega
el reguetón que están pasando
y no te lo podés sacar de encima?
¿Te estás quedando pelado o es
una ilusión óptica? ¿Viste
que los desaparecidos son todos
re parecidos? ¿Y que las DRF
tienen gusto a Kolynos?¿La luz pestañó
o fuiste vos? ¿Nunca te bañaste
con el calefón enchufado?
¿Estás OK ¿Estás OK
o estás KO? o estás KO?
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CAMPERA DE JEANS
Me volví antes y puse la tele.
La campera de jeans quedó
abrigando el respaldo de una silla.
No podés vivirla así,
con miedo a mancharla romperla
como si fuera una campera prestada.
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PERDER EL CONTROL
En el cajón de la mesa de luz
del aparador la cómoda
placard el botiquín del baño
el placard de la última pieza
alacena 1 estaba mirando tvr
la repisa fui a la cocina fui
al baño o en el baño no anduve?
el ropero viejo abajo de la mesa
o de la mesada alacena 2
abajo de la cama en los bolsillos
de la campera y no está.
¿Qué lo habré hecho si recién
recién lo tenía en la mano?
En el cajón del aparador la mesa
de luz de la cómoda
decí que no es el celular
si no lo haría hacer sonar
el placard botiquín el cajón
de la naftalina en el bajomesada
revuelvo y vuelvo el aparador
en el cajón la alacena abajo
del sillón de la otra cama
en la campera de jeans y nada.
¿Pero qué hago con la puerta
de la heladera abierta
mirando la botella de agua fría
mirándola?
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PARTICULARES
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Pensar que Benítez José,
Capricornio, Pastor
de la Iglesia Universal,
dejó a su mujer e hijos
y se juntó con una paraguayita
de la ruta 29,
el mismo año que la rolinga
fue elegida por unanimidad
Presidenta del Club de Fans
de Ricky Martin.
Después se quejaban
del gordo Gonzalo
que dejó los philips
por los particulares
para no tener
que convidarle a nadie.
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MARTÍN MOUREU nació en 1981 en la ciudad de Ayacucho, centro-este de la provincia de Buenos Aires, región de enormes escritores como Briante, Puig, Viñas, Piglia. Estos poemas pertenecen a su liibro inédito "Sin Tácticas" que gentilmente quiso compartir con nosotros. Elegí estos CUATRO porque se inscriben perfectamente en la "nueva poesía argentina" de la que hablábamos estos días, Casas, Durand, Gambarotta y entre nosotros, Vignoli, Laurino, Ramiro García, Boasso, etc…
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Publicado en De Otros. el 20 de Enero, 2011, 22:30
por MScalona
Hanif Kureishi Intimidad (fragmento)
- Las palabras son acciones y provocan acontecimientos
- Abandonar a una persona no es lo peor que se le puede hacer
- Algunos hombres saben dar a las mujeres esperanzas a falta de satisfacción
- Y el silencio, como la oscuridad, puede ser plácido
- Que espléndida inocencia muestra un ser humano cuando no teme que le hagan daño
- Es mejor que las cosas nos provoquen temor antes que aburrimiento
- He pensado en un montón de de gente que parece haberse pasado la vida deprimida y ha aceptado un estado de relativa infelicidad como si fuera una obligación
- Las faldas, como los telones de los teatros, producen curiosidad
- El conocimiento profundo tiene sus peligros
- Creo que yo entonces pensaba que si uno no tenía hijos, la monogamia resultaba innecesaria
- Uno siempre está más cerca cuando se queda quieto
- En el matrimonio se desarrolla rápidamente una división del trabajo perfectamente asumida y el compromiso de seguir una serie de reglas. Pero las parejas nunca están del todo seguras de si ambos están jugando según las mismas, o si han cambiado durante la noche, sin que el otro haya sido informado
- La ambición, sin imaginación, siempre es tosca
- Para algunas personas, la vida solo es una frase
- Si te atrae la infidelidad, nunca te faltarán amigos
- ¿pero, por qué a la gente a la que le funciona la vida en familia tiene que ser tan pegada de sí misma y pretender que esa es la única manera de vivir como si todas las demás resultaran inadecuadas? ¿por qué no se les puede reprochar su ineptitud para la promiscuidad?
- Me recuerdas a alguien que sólo lee el primer capítulo de un libro. Nunca llegas a averiguar qué sucede después
- ¡con qué vehemencia incluso los más sediciosos exigimos el respeto de las más estrictas convicciones!
- La gente no quiere que disfrutes demasiado. Creen que es malo para tí. Podrías comenzar a desearlo a todas horas
- ¿qué se lleva uno cuando no piensa volver?
- Una crisis es una brecha. Una posibilidad de fuga.
- El alivio sexual es el mayor grado de misticismo que la mayoría de la gente puede alcanzar
- El arte es fácil para aquellos que lo saben crear e imposible para los que no
- Cualquier avance en el dominio de la sabiduría requiere cierta dosis de impudor
- El alma le dolía tanto que solo podía pensar en sí misma
- En ocasiones, tener demasiado de algo es tan negativo como tener demasiado poco
- Resulta extraño que las necesidades de nuestros hijos parezcan tan a menudo las opiniones de nuestros padres
- Lo que me sorprende no es lo mucho que exige la gente, sino lo poco que pide
- ¿por qué tengo que imaginarme que es fácil convivir conmigo?
- “ Es más fácil seducir a dos mujeres al tiempo que a una sola” (Casanova)
- La inasequiblilidad puede resultar muy liberadora
- Me percaté de que cuanto más me amaba, más necesidad tenía de recordarse a sí misma que estaba sola.
- Ésta le recomendó una terapia, como siempre se hace con las personas obsesivamente angustiadas. Les ahorra a los amigos la molestia de escucharte
- No resulta sorprendente que todo el mundo lo desee (el amor)…pero uno se siente obligado a buscarlo sin pausa, como si fuese la única razón por la que mereciese la pena vivir
- Sé que el amor es un trabajo sucio. Tienes que ensuciarte las manos
- Debes encontrar la distancia adecuada entre las personas. Si están demasiado cerca, te aplastan. Si están demasiado lejos, te abandonan
- El amor es una forma de curiosidad
- Vaya oficio este de cosechar la miseria humana. Nunca les faltará trabajo (psicólogos)
- El sueño, o la pesadilla, de la familia feliz nos obsesiona a todos. Es una de las pocas utopías que todavía nos quedan en esta época
- La calidad de un amor no se puede medir por la duración
- Hay mueres que prefieren apelar a su vanidad y no a su inteligencia
- La vida es la mejor pornografía
- No dejas de querer a alguien solo porque lo detestes
- Qué perturbador resulta que nuestras ilusiones sean a menudo nuestras creencias más importantes
- …me enamoré de una acumulación de promesas
- Hay pocas cosas más desoladoras que desnudarte en la escudad junto a alguien que no se va a despertar por tí
- Uno entra en las tinieblas con el temor de que nunca saldrá
- Ninguna edad está al margen de los sentimientos intensos
- Un amor verdadero provoca poco movimiento
- Se me ocurren pocas instituciones más egoístas que la familia
- Las mentiras nos protegen a todos; permiten que las cosas importantes funcionen
- ¿qué tienen las madres que hace que sea tan esencial abandonarlas?
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" Sé que el amor es un juego sucio; tienes que mancharte las manos. Si te mantienes a distancia, no sucede nada interesante. Además, debes encontrar la distancia adecuada entre las personas. Si están demasiado cerca, te aplastan; si están demasiado lejos, te abandonan. "
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KUREISHI nació en Londres en 1954, hijo de paquistaní y madre inglesa.
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Publicado en General el 18 de Enero, 2011, 13:18
por MScalona
"Escribes de donde puedes, mestizando" Entrevista a Raúl Argemí
Doris Wieser
Stuttgart dowiesermx@yahoo.com.mx
Barcelona, 29 de agosto 2008
El escritor argentino Raúl Argemí (La Plata, 1946), que reside desde 2000 en España, es autor de seis novelas -casi todas de género negro- galardonadas con varios premios literarios. En la Semana Negra de Gijón ya cuenta entre los participantes fijos y este año fue uno de los jurados del Premio Hammett. Sus novelas tienen una relación muy cercana con el pasado y presente de Argentina. Argemí fue una de aquellas personas que lucharon en los años setenta en la guerrilla contra la dictatura militar. Además fue preso político desde 1974 hasta 1984. Después de salir de la cárcel y de una breve estancia en Buenos Aires, se trasladó a Patagonia para trabajar en el periódico Río Negro, además de tener participaciones en Claves y Le monde dipolomatique. Sus novelas cuestionan el crimen, la violencia y las razones que llevan a una persona a la marginalidad sobre el fondo de la historia argentina de las últimas décadas. A pesar del interés que sus obras pudieran despertar en Argentina, sólo una ha sido publicada allí (El Gordo, el Francés y el Ratón Pérez). Las demás se distribuyen únicamente en España por la editorial Algaida (véase bibliografía al final). Algunas han sido ya traducidas al alemán, holandés, italiano y francés.
Este agosto tuve oportunidad de charlar con Raúl Argemí en el patio de su casa, donde el autor trabaja tranquilamente en medio de Barcelona y disfruta sin preocupaciones su mate.
—Doris Wieser: Escribes novelas negras. ¿Qué relación personal tienes con el género negro? ¿Siempre te ha gustado?
—Raúl Argemí: El género con el que primero me topé -porque lo empecé a leer a los cinco años y no paré nunca- fue el género de aventura y de acción. Puedes incluir ahí desde Verne, Salgari, historias de cowboys, Tarzán, por supuesto, todas las historias que tuvieran acción. Y en algún momento tropecé -cuando tenía 14 ó 15 años- con Chandler. Antes de eso, empecé con Agatha Christie. Casi es una obligación ¿no? Hasta que uno se empieza a aburrir con Agatha Christie.
Chandler me daba otra cosa. Uno empieza a desarrollar a cierta edad en la adolescencia -sobre todo en los países del tercer mundo- una cierta conciencia social implícita. Uno tiene la sensación de que todo anda para el carajo. Y de pronto Chandler te explica cosas. Uno empieza a saber que la policía siempre está en contra y Chandler te explica eso. Yo creo que me ligué con la novela negra a partir de Chandler y a partir de una colección muy potente que dirigieron Borges y Bioy Casares en Argentina que se llama El séptimo círculo -por el séptimo círculo del infierno de Dante- que era una mezcla de autores de enigma inglés, y algunos escritores de policial dura. De pronto empecé a descubir a los escritores europeos que me revelaban un mundo en el que yo vivía: historias duras, siempre un poco marginales, marginales aun para la gente que cumple las leyes. Cuando los que tienen que asegurar el cumplimiento de las leyes no lo hacen, lo que te queda es el camino de la marginalidad.
—DW. ¿Había ya una tradición argentina de novelas policiales o de bandidos y te inspiró además?
—RA. En Argentina hay una larga historia de novelas de bandidos que empezó ya en el siglo XIX, bandidos populares que existieron como Hormiga Negra, Mate Cocido, o Juan Bautista Bairoletto, una serie de bandidos rurales, generalmente todos cortados por el mismo patrón, o sea gente que, no eran bandidos, que no eran delincuentes y que en algún momento tienen un encontronazo con la policía, o se desgracian matando a alguien en alguna parte. Martín Fierro tiene un poco de eso. La historia de Juan Moreira -quien existió realmente- tiene mucho de eso. Y se convierten en un cuchillo de alquiler o en tipos que huyen y que son protegidos por la gente en general porque los ve como rebeldes. La gente que no se anima a sacarse su yugo de encima los ve como rebeldes y los protege.
—DW. ¿Entonces estas historias argentinas y tu gusto por la literatura policial europea y Chandler confluyeron en tus novelas?
—RA. Sí. Cuando me atreví a una primera novela dije, vamos a escribir lo que me gusta: una novela de acción. Tomé un esquema -Ricardo Piglia dice que casi todas las novelas tienen una estructura policial por debajo- un enigma que se va a resolver, algo que guía. Puedes contar casi cualquier historia montada en una estructura que sea coherente. Bueno, empecé a escribir por mi experiencia personal: pasé por la lucha armada, estuve diez años preso y la violencia no me resulta ajena y los resultados de la violencia tampoco. Entonces me encontré con que no tenía ganas de escribir sobre un personaje protagónico que fuera policía porque no me gustaba, ni sobre detectives privados pues me gustaban menos. En Sudamérica son increíbles. Entonces en la primera novela [Los muertos siempre pierden los zapatos] hice un recurso: apelé a un periodista -lo más parecido que tienes a un policía en cuanto a investigación- que mete la nariz en lados equivocados. Quería escribir algo que me permitía no perderme en la nebulosa. Después descubrí una determinación que venía por otro lado, de una elección de forma. Las historias que en el fondo yo cuento en todas mis novelas tienen que ver con la violencia implícita, la violencia en la vida cotidiana. Y la novela negra creo que es el mejor modo de poder contarla.
—DW. ¿Qué es para ti una novela negra? ¿Cómo la definirías?
—RA. Creo que no es un género, es un punto de vista, que puede estar en una novela policial o en una novela no policial. Yo siempre cito Acaso no matan a los caballos de Horace McCoy que han hecho película. Se llama Danzad, danzad, malditos con Jane Fonda. Nadie duda de que sea una novela negra. Pero comienza con un señor que va a ser juzgado y el juez le dice: “¿Tiene algo que decir?” - “Sí, le voy a contar: yo fui a un maratón de baile porque me daban de comer y me pusieron una pareja, una chica, que también estaba ahí, muy circunstancial como yo. Bailábamos, auspiciados por la radio y nos reventamos bailando, varios días estábamos allí y de pronto me enamoré de ella. Ella sufría horriblemente, su vida era una porquería, y me pidió que la matara y la maté. ¿Acaso no matan los caballos cuando se rompen una pata?” Y no hay investigación, no hay policía que investigue, no hay enigma. Es una historia de muerte en definitiva. Bueno, yo creo que la novela negra pasa por ahí. El protagonista es la muerte más que el hecho policial.
De cualquier manera no sólo escribo novela negra. La novela que va a salir el año que viene se llama La última caravana. Tiene una estructura de policial de base, elementalísima, pero después es un gran grotesco. Además hice una novela de aventura: Patagonia Chu Chu. La editorial la vende como novela negra porque a ella le conviene, pero ahí de novela negra no hay nada, en tanto lo que yo entiendo como novela negra.
—DW. Actualmente la novela negra se escribe en muchos países de América Latina. ¿Existe una conciencia sobre los problemas sociales y políticos que comparten? Porque los problemas muchas veces son similares…
—RA. Sí, son similares y puedes incluir Estados Unidos porque la actitud de las fuerzas policiales en Estados Unidos es la misma que en América Latina: están en guerra con los civiles. Eres culpable hasta que demuestres lo contrario. Entonces, ante la duda, antes que protestes, te van a quebrar una pierna, para que no protestes, y después te llevan a juicio. Cuando sos inocente te dicen: “Mirá que sos inocente. ¡Qué suerte!”. La actitud de las fuerzas policiales no es la que se tiene aquí en Europa, que es más humana, más respetuosa del otro. Entonces en este sentido creo que tenemos algunos puntos en común.
Lo de Latinoamérica me resulta curioso porque es un fenómeno nuevo. Hasta hace unos veinte a treinta años el que se animaba a escribir una novela policial lo hacía como homenaje a…, como parodia de…, porque era como medio avergonzante escribir una novela policial. Los serios escriben otra cosa. Pero ha sucedido en los últimos años que de pronto este prejuicio se perdió. Entonces escribes, de donde puedes, mestizando. Si no quieres tener policías como protagonista porque sabes que no funciona porque no es tu realidad, y no puedes escribir de los jueces, un poco toda la historia Chandleriana se te va al carajo. Philip Marlowe es un personaje que cree en la justicia, cree que puede haber justicia, y se enoja porque los jueces no la aplican. Cuando vos estás en Latinoamérica sabés que no la van a aplicar, que es antinatura que sucediera, ¿no? [Risas].
Entonces en Latinoamérica empezó aparecer una novela que creo que en buena parte de los casos refleja una fuerte influencia de algo que allí ha existido por toneladas. Los novelistas son pocos en Latinoamérica y son recientes. Si miras treinta o cuarenta años atrás la mayor parte eran cuentistas. No conozco a ninguno de los escritores de Latinoamérica que no haya empezado con los relatos. Ese formato no te permite desperdiciar palabras y eso se nota en las novelas, en la búsqueda de una mayor concisión. Si lo puedes decir con una frase, lo dices con una frase y no con una página.
Además creo que tiene que ver también con el hecho de que la mayor parte de la gente que hoy ha llegado a la novela negra, en los últimos treinta años, no son fabricantes de distracción, sino que vienen de una formación distinta. Son fuertes lectores de todo. El modelo norteamericano ya no lo miras. El mestizaje le ha dado una potencia muy grande a la novela negra.
—DW. Tus novelas tienen estructuras muy complejas que exigen mucha atención del lector. Creo que por eso no corresponden a lo que la mayoría de los lectores considera una novela policial o negra.
—RA. Yo creo que en España todavía existe el prejuicio acerca de lo que es un género secundario. Y muchos autores lo escriben como un género secundario. Si yo parto de que es un género secundario, no me voy a tomar la molestia de escribir bien, entonces la literatura no aparece por ningún lado. Este año Leonardo Oyola, un chico argentino, ganó el premio Dashiell Hammett en la Semana Negra de Gijón. Tiene dos novelas editadas en España: Chamamé y Gólgota. Son novelas de una dureza escalofriante, pero además muy bien escritas. Tienen literatura por todas partes. Las lees y te encuentras con un idioma rico, con imágenes ricas, con buen manejo de las estructuras, con no ceñirse a un relato plano, hay una buena escritura de los personajes. Yo creo que es el más bestia de los que conozco en este momento. Tengo la sensación de que todavía no se dio todo que se puede dar.
—DW. Hasta ahora has privilegiado la perspectiva de los criminales, de los autores de los crímenes (excepto en Los muertos siempre pierden los zapatos). ¿Por qué prefieres esta perspectiva p.ej. a la del investigador?
—RA. Cuando te preguntas porqué alguien hace algo, siempre terminas mirando qué está detrás de eso. No digo que con un protagonista policía no se pueda hacer, pero cuando te encuentras con que el personaje es el que viola la ley -sea marginal o no, sea simplemente un tipo que metió la pata en algún momento o tuvo un arranque extraño- te lleva a las razones que lo llevaron a ese lugar: qué pasó con él. Es mucho más rico como campo de ensayo.
Me interesaba eso porque es un poco lo que te planteas: cuando un tipo, por ejemplo, tiró a la mujer por el balcón y degolló a los cinco hijos. Los vecinos salen en la televisión y entonces dan entrevistas: “¿Usted lo conocía?” - “Sí, creo. Me parecía un hombre muy bueno, no entiendo lo que pasa.” La pregunta que precede a eso es: ¿Por qué lo hizo? ¿Qué le pasó? Porque si ese tipo está cercano a mí, ¿cuán lejos estoy yo de que me pase algo semejante? Algo que es tan gordo que cambia tu vida para siempre. Después ya no serás el mismo jamás. Serás otra persona, no sabes ni quién sos. Es como hacer un salto a otro mundo, a un vacío ¿no? Entonces, en el protagonista del hecho criminal aparece esa frontera que no nos incumbe, que no nos pone adentro.
Además toda la literatura, todas las novelas son un campo de juego adulto. Uno cuando lee, se engancha, digamos que es un campo de experimentación con cosas que no te atreves a hacer, que no harías, pero tampoco sabes si no las harías... Entonces te metes en esta historia y te quedas con la impresión de que el personaje es un hijo de puta. Estás haciendo un laboratorio con tus propias pulsiones. La novela negra tiene eso, es muy potente como reactivo de pulsiones. Entonces el criminal es muchísimo más interesante que el que resuelve los hechos porque el que mata trasgrede un tabú muy fuerte. No se vuelve de matar. Ya eres otra cosa. Si pensabas que ibas por algún lado después te das cuenta lo que hay por detrás.
—DW. A mí personalmente me gusta mucho tu novela Penúltimo nombre de guerra. Cada elemento, cada detalle tiene una función y el lector tiene que reconstruir la cronología de los hechos porque hay varias perspectivas y diversos ejes temporales. Cuéntanos un poco sobre cómo escribiste esta novela.
—RA. Después de la publicación de Los muertos siempre pierden los zapatos me volví a enchufar en España con Penúltimo nombre de guerra que había empezado en Argentina hacía ya varios años. La tenía escrita en un 80% en realidad, pero no tenía claro exactamente porqué la estaba escribiendo, de qué estaba hablando. Y la pude terminar acá, haciendo un esfuerzo bestial porque es una novela muy desagradable en el fondo.
A mí me costó mucho escribir esa novela. Ocho años estuve trabajando en esa novela, pero no porque estuviera ahí todos los días, sino porque, digamos, había que digerirla. La respuesta más fácil al conflicto de Cacho es que los torturadores son sicópatas. No, lo peor de todo es que no son sicópatas. Lo peor de todo en la mayor parte de los casos es que se comportan como funcionarios públicos. De tal hora a tal hora torturan, de tal hora a tal hora se van a ver televisión con los hijos o los llevan a un partido de fútbol. Es mucho más demente todo el asunto. Y entonces te preguntas: ¿estamos muy lejos cualquiera de nosotros de ser este tipo de funcionario público? Me animé a hacer una indagación en eso, a ver qué pasaba en su cabeza.
—DW. Además creo que contaste alguna vez que tiene referentes reales, ¿verdad?
—RA. Sí. Antes que yo llegara a la cárcel ya habían caído dos delincuentes comunes, que se habían hecho pasar por políticos porque pensaban que les iba a salir más barata. Se jodieron, hicieron muy mal negocio. Se quedaron como diez años adentro. Y uno de ellos tenía una característica que me llamaba mucho la atención. Era un mitómano. Hablaba tres veces con un médico, iba a hablar con otra persona y le contaba que era médico. Le chupaba hasta los gestos a las personas. Estos gestos que te hacen sentir mejor cuando ves al médico y ya te sientes fenómeno. Era como un camaleón, sabes, chupaba. En realidad ganaba un poco de prestigio mentiroso en un mundo carcelario pequeño, donde todas esas mentiras terminan por saltar. Y lo que me llamaba la atención de este personaje es que cuando alguien lo ponía en evidencia él, tenía un sufrimiento espiritual profundo porque había una parte en él que sí creía en esa mentira. Él se había apropiado de ese personaje, él era ese personaje. Entonces cuando lo descubrías era como que algo se le rompía.
Después, cuando estaba trabajando como periodista en la Patagonia supe de un caso que había ocurrido en el año 69 -en el diario estaban todos los archivos de ese caso así que me puse a mirarlos. En un paraje de Loncoluán (cabeza de Huanaco) en la zona de Neuquén, un caserío de mapuches había recibido una visita de un pastor pentecostal y estuvo un tiempo con ellos ahí y se fue. Durante un tiempo quedaron ahí ilumándose solos y de pronto se fueron para el carajo. Pues pensaron que estaban endemoniados. Un día pasaba un comerciante ahí, alguien que estaba comprando tejidos y cosas de los mapuches, y se tropieza con el primer muerto en el suelo y va a llamar a la policía. Cuando la policía llega, había tres muertos ya. Se habían matado porque estaban endemoniados. Fue un caso tremendo. La defensa llamó como testigo esencial a la facultad de antropología de Buenos Aires que demostró que esta gente a la hora de perder la identidad -habían sido culturalizados- adoptaron una identidad supletoria que era la que les había dejado el pastor y que se habían aferrado a esa identidad y entraron a un camino sin salida que les llevó a esto, pero que no eran responsables de lo que habían hecho y los absolvieron. Entonces ahí me volví a encontrar con un caso donde la identidad personal está en juego.
Y de pronto supe de un caso mucho más pequeño: asaltan la ciudad de Chipoleti, una ciudad a 50 km de donde yo vivía. Un tipo se hacía pasar por médico. Atendía a gente y comercializaba pastillas para el Párkinson como si fueran afrodisíacos. Al mismo tiempo en las afueras de la ciudad había descubierto una capilla católica donde no iban nunca los curas. Entonces el tipo un día fue y se puso la sotana de clérigo y abrió la capilla y daba misa, confesaba, recogía el diezmo. Y la gente estaba convencida. Pensé, bueno, ese tipo tiene que tener algo para que la gente le crea que es cura. Entonces pensé acá hay una historia otra vez, una historia de identidad. Penúltimo nombre de guerra es un cruce de estos tres personajes, de estas tres historias.
—DW. También Siempre la misma música me parece una novela muy buena. Su estructura es casi tan ingeniosa como la de me parece una novela muy buena. Su estructura es casi tan ingeniosa como la de Penúltimo nombre de guerra. ¿También tiene referentes reales?
—RA. Siempre la misma música surge cuando estaba preso y teníamos poco contacto con los presos comunes, pero teníamos. Entonces me llamó la atención como los tipos vivían una situación política que les era totalmente ajena, en principio porque la guerrilla había ocupado las calles y les había complicado el ladroneo, y luego porque la dictadura militar se queja con todo el negocio de tráfico de lo que fuera. A esos tipos les importaba un carajo lo que estaba pasando, pero repercutía en su propio negocio. Entonces me di cuenta que había un punto de vista ahí para narrar. Entonces cuento una historia en definitiva griega, padre (padre putativo) e hijo, mujer en el medio. Ahí pesa mucho el escenario en que se mueven, la dictadura militar y todo eso. No es una historia en rigor de marginales, sino marginales en esa circunstancia, donde se ven obligados a hacer alta política para poder sobrevivir, no porque les interese la política.
—DW. Patagonia Chu Chu es la más amena y humorística de tus novelas y sus delincuentes no parecen ser malos de verdad. Podría leerse como un western cómico y paródico a la Argentina. ¿Cuál era tu objetivo al cambiar de tono?
—RA. Antes de venir a España había empezado a escribir Patagonia Chu Chu que podía ir por dos caminos distintos, uno muy desagradable y otro muy querible. Y cuando estaba terminando Penúltimo nombre de guerra empecé a sentir la necesidad de escribir Patagonia Chu Chu, pero con el camino querible porque estaba harto de personajes desagradables. Quería una novela donde todos los personajes fueran queribles o que pudiera querer, donde me la pasara bien y el lector también.
—DW. Con Retrato de familia con muerta dejas un poco el tema del pasado político de Argentina y haces una indagación a la sociedad argentina de nuestros días. También tiene una estructura compleja, con varios planos, escenas que parecen de teatro…
—RA. Retrato de familia con muerta empieza a trabajar sobre un hecho real. Eso sucedió en el 2002 y me pareció horroroso (1). Matan a una mujer, le meten seis balazos y después la lavan, la maquillan, hacen mil cosas para hacerlo pasar por un accidente en la bañera. Pues con cinco balazos en la cabeza es una cosa demente. El caso ahora está en juicio, no creo que se termine de resolver nunca. La ficción tiene la posibilidad de contarla de otro lado e imaginar un poco lo que sucedió.
Y ahí también uso estructuras que son del cine en definitiva. No hay por qué suponer que una novela tiene que ser lineal. En el cine de pronto te juegan con planos, pasado, flashback, etc. En el cine estamos todos acostumbrados, cuando lees una novela se dice “uuhm, mira, qué experimental”. De experimental no tiene nada. Sabes eso ya se hizo hace tanto tiempo que es viejísimo. Creo que los cambios de tiempo hacen que los elementos aparezcan en el momento en el que tienen que aparecer y son más potentes. Si de pronto te vas al pasado para que se entienda bien la historia, para explicar a fondo lo que está haciendo este personaje en este momento, este es el momento para hacerlo. No tienes por qué contar una historia de 300 páginas y recordar que en la página 15 -cuando vas por la página 280- al personaje le pasó tal cosa.
—DW. ¿Cómo encajas los pedazos de la trama? ¿Ya conoces la cronología de los hechos que quieres narrar antes de escribir una novela?
—RA. No, nunca. Yo no puedo trabajar así. Lo que sé es donde comienzo y donde voy a terminar. Y después voy buscando el camino. Y la forma que va a tener me la dicta la historia. Yo creo que hay que escuchar a la historia. La historia de pronto te va a pedir que la cuentes con un ritmo mágico rosa, con un ritmo más lento, te va a pedir escenas pacíficas, escenas de muchísima acción. Y luego te enteras, cuando terminaste, qué historia has escrito.
Por ejemplo, Siempre la misma música en rigor fue originalmente un relato de unas treinta páginas. Un relato centralmente del personaje del Negro, a quien hacen llevar un coche en una ruta de la Patagonia, y todo lo demás eran fragmentos del pasado. Nunca se publicó como relato porque siempre tuve la sensación de que era una novela. Cuando me puse a trabajar con esta novela me di cuenta que tenía que hacer algo extraño, algo raro. Porque el relato en primera persona compromete mucho al lector, pero siempre es como mirar con una mirilla pequeña. Y en tercera persona perdía la potencia de la confesión. Entonces dije, vamos a hacer un capítulo aparejado en tercera persona. Y de pronto mientras escribía, empecé a sentir que había una historia atrás del Polaco que es la que le va contar al Negro: le va a contar cómo llegó su padre con el amigo desde Polonia y cómo él lo jodió a su tío adoptivo, al amigo de su padre, quedándose con su mujer y dijo: “no hagas esto porque te vas a joder vos como me jodí yo”.
Entonces esta historia me llevó a la Argentina de 1906 cuando estaban contruyendo el tren subterráneo de Buenos Aires. Si yo hubiera hecho un esquema previo, no hubiera aparecido esa historia. Creo que de pronto una historia te dice: el lector necesita saber cómo era la infancia de este tipo -al lector lo tengo muy presente, es un diálogo. Porque si no sabe qué hacía en la infancia, no puede entender lo que está pasando con este personaje.
Además tiene algo lindo. Si no sabes muy bien por donde va la historia, te llevará más tiempo, pero incluye el beneficio del descubrimiento. Los personajes te van contando historias. Por ejemplo supongamos un personaje central tiene que ir a comprarle a un dealer cocaína, y cuando llegas ahí resulta que el dealer es simpatiquísimo o es un hijo de puta entrañable y entonces dices “este personaje necesita más letra”. Y de pronto se te coló en la historia y te sigue hasta el final. Si haces un esquema ese personajes lo tienes que dejar afuera. Es más riesgoso, pero muchísimo más rico. Yo cada vez que descubro un personaje empiezo a saltar y digo “qué grande, viste este personajes como se apareció en tu vida”.
Siempre escribo varias novelas al mismo tiempo. Me trabo en una porque tengo que resolver algo interno y me paso a otra. Entonces se resuelve sólo en el inconciente, ahí va y ahí trabaja.
—DW. En tus novelas hay escenas muy crudas, p.ej. la matanza de Tony Capriano Muller en El Gordo, el Francés y el Ratón Pérez o la violación y subsecuente asesinato de Gladdys en Los muertos siempre pierden los zapatos. ¿Qué efectos buscas producir con estas escenas de extrema violencia? ¿Combaten la violencia en la vida real?
—RA. No, en todo caso quiero mostrarlas, yo creo que mostrar es suficiente. No creo que los mensajes sirvan para mucho. Un mensaje necesita a alguien dispuesto a oír. Si no te escuchan serás un predicador en una plaza hablando como un tonto para salvar tu alma, nada más. Creo que las escenas de violencia, si son excesivas, ya por ejemplo American Psycho, te saturan. Pones una barrera de por medio y ya está. No te joden más. Si vienen mezcladas con otro tipo de ritmo es como si de pronto andas en la calle y alguien te mete una trompada en la calle y dices “¿qué pasó?”. No es lo mismo que te subas a un ring y te metan 77 mil trompadas. El entorno es otro. Entonces este tipo de escenas de violencia creo que manifiestan la violencia de la que somos capaces. En realidad eso sucede todos los días y aun cosas peores. El problema es cómo las usas. Trato usarlas con cuentagotas.
—DW. Sin morbo…
—RA. No. Es el problema del lector. El lector lo puede leer con morbo o no, pero tiene que ver con lo que decía. Creo que la literatura es un campo de laboratorio personal del lector que está construyendo la historia cuando la lee. Entonces de pronto te metes en una historia, un grupo de violadores por ejemplo, y no vas a violar a nadie, pero estás un rato en la cabeza del violador. Es un poco de voyeurismo. Es mirar lo que no te atreves hacer, pero es saludable confrontarse a eso. Entonces las escenas de violencia hay que manejarlas con cierto equilibrio. Es como las escenas de sexo. Tengo pocas escenas de sexo, de sexo normal -no de violacion que eso es violencia que es otra cosa. Porque el sexo también satura. Entonces me resulta más expresivo insinuarlo. Fíjate que en las tragedias griegas, en ninguna de ellas aparece el momento del asesinato. Yo creo que con el sexo pasa lo mismo. Puedes enunciarlo, lo construye el lector. Hay que tener confianza en el lector. Si es un buen lector, no es tonto y lo puede construir en su cabeza según su experiencia y ya está.
—DW. ¿En qué medida dirías que tus novelas son testimonios de lo que viste y viviste en Argentina? y ¿qué importancia tiene eso para ti?
—RA. En mi país han pasado cosas demasiado horrorosas para que uno las salte para arriba como si no existieran. Y tomar conciencia de ellas significa tal vez -sólo tal vez- que no vuelvan a suceder. Creo que cuando uno escribe siempre trata de reescribir la historia de la mejor manera posible. Lo que sucedió mal, tratar de hacerlo de otra manera. Se vuelve una especie de dios inverso, reconstruye lo que pasó de otra manera. Entonces sí, tienen que ver con la Argentina, tienen que ver con mi historia personal, no puedo escribir de otro lado, nadie escribe de otro lado.
Yo creo que una de las cosas más potentes que tiene la literatura es la capacidad que tiene de “confesarnos”: no porque encuentres tu historia sino porque revelas tu punto de vista. Yo miro desde aquí. Como periodista uno siempre se encuentra con este problema. Hay gente que dice la objetividad… ¿qué objetividad?, ¿de qué objetividad estamos hablando? Lo mejor que puede suceder es que seas suficientemente honesto como para que en tu texto sea transparente de dónde estás mirando. Entonces el lector dice “Ah, mira de este lado. Yo estoy de acuerdo o no estoy de acuerdo”.
Entonces en mis historias aparece eso, claro. Cuando era chico, hubo varios golpes militares, bombardeos, muertes, torturas. Me crié en esa relación de fuerza y política. Lo que hace que en definitiva fuera absolutamente lógico que terminara en la guerrilla, la lucha armada y luego en la cárcel; no terminé muerto de casualidad.
Entonces claro, construyo historias de lugares geográficos que conozco porque he vivido ahí. En la Patagonia he vivido 15 años. Viví un año en Buenos Aires cuando salí de la cárcel y no me encontraba bien en Buenos Aires. Era una ansiedad permanente, una sensación de todo se quebraba muy rápido. Para escribir una novela tienes que tener la sensación de que vas a poder terminarla alguna vez. No la tenía. Fui a visitar a unos amigos a la Patagonia, pedí trabajo en un diario, me dieron un muy buen trabajo y me quedé 15 años allí. Entonces descubrí que allí había tantos ladrones como en cualquier parte y tantos políticos corruptos como en cualquier parte y que de pronto el crimen podía establecerse en un lugar que no fueran los boliches de alterne, los bares de alterne con putas en la noche, sino en lugares soleados en pleno campo. Entonces me atrajo mucho esa exhibición de la negrura bajo el sol. Bueno, y empecé a trabajar sobre ese espacio.
—DW. Mencionaste la guerrilla. Cuéntanos un poco sobre cómo te hiciste guerrillero. Creciste en una época en la que ocurrieron varios golpes de Estado [1955, 1962, 1966, 1968].
—RA. Lo que pasó en estos años en Argentina -para cualquiera que tuviera mi edad- era la demostración del fallo absoluto de cualquier sistema ni siquiera medianamente democrático. No funcionaba. Entonces está por un lado el ejemplo de la Revolución Cubana que fue posible. Así en toda Latinoamérica empieza a aparecer la lucha armada como única opción para llegar a un gobierno que se pudiera sostener con algo. Si no lo sostenías con las armas, no lo podías sostener con nada porque te pasaban por arriba. La violencia estaba instalada desde arriba hacia todos los niveles. Entonces empezaban a surgir en Argentina organizaciones armadas que seguían un poco el modelo cubano, con algunas influencias -muchas- de la guerrilla judía en Palestina.
Yo había empezado en el Partido Comunista. Después el Partido Comunista optaba por la línea pacífica. De aquello ya estábamos cansados, y el 80% se fue para otro lado. Entonces para toda mi generación fue la única opción posible.
Además, en los años 70 ya tenías el caso de Vietnam muy visible. Como un país de gente desharrapada y un calzado con suelas hechas de goma de camión podía enfrentar un país como Estados Unidos en una guerra de liberación. Y bueno, yo me sumé primero a una organización que era muy pequeña, luego me sumé a la ERP, luego nos fuimos al Ejército de Liberación 22 de agosto.
—DW. ¿Qué tipo de acciones hacía la guerrilla concretamente?
—RA. Yo diría que en general más allá de las diferencias políticas lo que se hacía en la guerrilla era propaganda armada. La demostración de que es posible poner una fuerza armada, una fuerza que dé una respuesta a los de arriba, como camino hacia -en algún momento- construir un frente político que te permita tomar el poder.
Entonces lo que se hacía eran distintas cosas. Por un lado lo que se llama operación de pertrechamiento que son generalmente el tipo de operación que te permite conseguir armamento o dinero: asaltos de bancos o lo que fuera, secuestro extorsivo o todo lo que fuera en función de dinero. Y por otro lado las acciones de publicidad de concientización política de la lucha armada: desde pintadas en lugares más inverosímiles hasta repartos. Eso era secuestrar a las cinco de la mañana un camión que llevaba lácteos a supermercados y llevarlo a alguna villa de emergencia, un barrio de chabolas, y repartir la leche para que la gente se la pudiera tomar. Digamos que el tipo de acciones que se hicieron permanentemente fueron esas. Hubo intentos de alguna gente de establecer una cabeza militar en zonas de monte en Tucumán. Eso fracasó estrepitosamente. Pero la función era la necesidad de confluir y en algún momento ser un partido político. Casi todos teníamos algún tipo de expresión política no armada, según como fuera la circunstancia.
—DW. ¿Cómo continuó la lucha cuando te tomaron preso?
—RA. Yo caí en el año 74, poco antes de que muriera Perón que estaba en este momento en el gobierno. Argentina tenía un clima terrorífico porque cierta parte del gobierno de Perón había establecido las tres A [Alianza Anticomunista Argentina] que era un grupo fascista, anticomunista que salía a amasar a cualquier delegado que hubiera, delegado de fábrica, en fin lo que hubiera. Las calles estaban llenas de coches con sirenas -porque ya había civiles con sirena- había combates en cualquier esquina, había desapariciones. Y el grupo de las tres A era muy pequeño. Luego les sirvió de sello inclusive para la policía de cualquier color, de cualquier instancia, para secuestrar gente y luego legalizar a esa gente en la cárcel sin haber un proceso o matar a la gente directamente allí y firmar las tres A.
Nosotros no hacíamos acciones armadas porque había un gobierno democrático. Tienes que aprovechar las instancias democráticas y no joderlas. Entonces lo que hacíamos era sobre todo acciones de apoyo a reuniones masivas por ejemplo de los barrios de chabola, villas de emergencia que sabíamos que podían ser atacadas por la derecha y que fueron atacadas más de una vez. Entonces de pronto era proteger a esa gente de los ataques y que pudieran organizarse. Pero ya al final de este gobierno que termina en el 76 con un golpe de Estado se empieza a volver a la lucha de confrontación.
—DW. ¿Nunca quisiste ser otra cosa de joven? ¿Nunca buscaste en una vida más tranquila, un empleo seguro?
—RA. Cuando creces en este clima dejas de ver opciones de otro tipo. Allí la buena voluntad no te lleva a ninguna parte. Si la buena voluntad no está apoyada con algo duro, te joden, te pasan por arriba. En el 83 se vuelve a la democracia, cuando gana el presidente Alfonsín. Los que habíamos estado presos teníamos muchas cuentas por saldar. Todos habíamos sido torturados de una u otra manera. A muchos -a mí no por suerte- les desaparecieron a la madre, al padre, al hermano; algunos aparecieron muertos, otros no, algunos nunca más aparecieron. Cuentas pendientes teníamos muchísimas, pero todos éramos políticos. Entonces las cuentas pendientes te las metes en el bolsillo. No se hizo ningún tipo de acción de represalia contra esa gente. Al contrario, lo que hubo fue un apoyo estricto a todas las opciones legales de llevarlas a juicio en función de no joder una etapa democrática que es mucho más rica que cualquier otra. Estaba allí, había que cuidarla. Está allí todavía, hay que cuidarla. Pero tampoco permitir que en nombre de la democracia el pasado sea borrado y olvidado. ¿Entonces cuál era el camino? Hacer las mil y una para llevarlos a juicio. Eso ha seguido avanzando.
Esas fueron un poco las razones porque llegas ahí. Si no tienes otra opción, tienes que defenderte. Si tienes otra, la haces, porque realmente el ejercicio de la violencia nunca es gratuito, siempre te cobra algo.
—DW. Estuviste diez años en la cárcel. Es muchísimo tiempo. ¿Cómo fue esta etapa para ti?
—RA. Yo creo que si ves la historia en los libros, en los testimonios de los presos políticos a lo largo de la historia, te vas a encontrar con un perfil común. No es lo que les sucede a los ladrones en la cárcel. Ladrones en la cárcel aguantan ahí porque la vida está fuera y estarán -cuando salgan- donde estuvieron antes de caer presos. El preso político sabe porqué está ahí y aprovecha todas las instancias posibles para seguir desarrollándose.
Entonces, si tenías un compañero que era un antropólogo, por ejemplo, era inevitable que lo agarraras de las pestañas y el tipo de pronto durante un mes hiciera reuniones. Durante un tiempo las podías hacer a la vista y en otro tiempo tenías que disimularlas alrededor de un tablero de ajedrez. Dos simulaban jugar y el resto simulaba mirar para que este compañero explicara lo que era la antropología, su campo de trabajo, qué había hecho, qué no había hecho. Y el otro era economista y el otro había sido decano en una universidad y el otro había sido un dirigente de base de una cooperativa algodonera en el culo del mundo, allá en el Chaco, en el medio de la selva. Entonces compartías todo eso, lo que te permitía seguir creciendo, baldado, está claro. Hay una parte tuya que no puedes desarrollar. Pero en la otra sí creces. Entonces como experiencia es muy bestia porque además no fue fácil, fueron tiempos muy duros.
Ahí te encuentras con que el ser humano es capaz de todo, de las cosas más angélicas y de las hijoeputadas más horrorosas. Todo está allí. Te muestra que eres capaz de casi todo lo posible. Yo creo que si en la cárcel te dicen que te vas a quedar diez años, te mueres. Lo que pasa es que también tienes un lugar de lucha, tratas de que no te pasen por arriba. Lo que intentaron sobre todo en la dictadura militar fue quebrarte, romperte internamente con presiones sicológicas, con presiones físicas, con el aislamento de tu familia, con hacerte comer sólo... Entonces tu espacio de lucha es que no lo consigan. Haces lo que puedes para que no lo consigan, sigues estando en lucha y te vas construyendo.
—DW. ¿Estabas informado de las cosas que pasaban fuera?
—RA. En una época, en plena dictadura, no teníamos diarios, pero nos armábamos. Si algún compañero tenía un hermano o una hermana al que le interesaba -suponete- la economía, le decía: “mira, cuando vengas a la visita haceme el favor de leerte todos los diarios. Hacé un resumen de lo que pasó en la economía esta semana”. Y el otro sabía lo que pasó en la política internacional, y el otro en lo sindical. Entonces cuando venía de la visita -yo fui página internacional en una época- me juntaba con todos los que tenían información internacional y me la contaban, yo la memorizaba, hacía una síntesis y entonces al otro día salíamos al patio donde la gente suponía estar jugando al ajedrez o al dominó y llegaba la página de política internacional y te contaba lo que estaba pasando fuera. Y después se iba y venía la página de deporte, etc. Entonces claro, los familiares se asombraban de cómo sabíamos todo lo que pasaba fuera. Bueno, lo sabías de esa manera.
Pero eso tiene dos cosas: por un lado estabas haciendo algo que estaba prohibido. Si te enganchan, te iban a dar una paliza para el carajo e ibas a estar en los calabozos de castigado. Por otro lado los estabas jodiendo, estabas ganando una pequeña batalla y además no estabas aislado.
Todo ese tipo de mecánicas existen en todas las cárceles de la tierra entre todos los presos políticos: inventar sistemas morse para comunicarse a través de la pared con golpecitos y pasar las noticias a través de las paredes; tratar de contrabandear de alguna manera la lapicera con punta muy finita para -si tienes algún texto- escribirlo muy chiquitito en papel de fumar, enrollarlo, envolverlo en plástico y guardarlo en la nariz y si vas a otra cárcel te lo llevas. Te llevas una copia. Entonces los documentos, los papeles, los libros van circulando de cárcel en cárcel metidos en la nariz, metidos en el culo, metidos en donde sea, pero circulan. En este sentido como experiencia vital es muy importante. Porque consigues que no te aislen, que no te quiebren y aprovechas un espacio que no se te da comúnmente.
Yo recuerdo con mucho cariño que había unas reuniones que hacíamos en una cárcel de grupos absolutamente mixtos, donde de pronto tenías un agricultor de subsistencia del fin del mundo, un exdecano de una universidad, un físico, un dirigente sindical o un delegado de fábrica. Cada uno iba contando su historia en un plano de absoluta igualdad, lo que no se da nunca porque este agricultor de subsistencia muy pocas posibilidades tiene de sentarse con un decano de una universidad y ser escuchado en el mismo plano de igualdad. Entonces como experiencia es extremadamente rica en ese sentido.
Los días se viven de a uno. Entonces tratabas de no pensar cuándo vas a salir, porque cuando empezó la dictadura militar todos teníamos la impresión que no íbamos a salir nunca en libertad, que nos quedábamos ahí hasta que el mundo desapareciera o nos mataban antes. Entonces cada día era el cada día. Hoy estás vivo, bien, vamos por delante. Como experiencia es muy bestia, muy rica. Es preferible no tenerla, pero…[Risas].
—DW. ¿Cómo es la situación hoy en Argentina? ¿Todavía hay una discusión pública fuerte al rededor del tiempo de la dictadura?
—RA. Sí, es un pasado cercano. Ha habido una intención clarísima que no ha habido en otros países, como Chile o Uruguay, por ejemplo, donde podrías encontrarte algo muy semejante.
Hay una conciencia militante alrededor de eso. Iban apareciendo grupos como “grupo de hijos” que es una agrupación de hijos de desaparecidos. Ese grupo no sólo ha seguido impulsando todo lo posible para saber qué pasó con sus padres, sino que han hecho -aun cuando aparecieron las leyes de Obediencia Debida y Punto Final que impedían juzgarlos- empezaron a hacer lo que se llama “escraches” -en Chile lo están empezando a hacer ahora. “Escrache” es una palabra de lunfardo que significa “fotografiar”. “Escrachar” es “sacarte una foto” o “ponerte en evidencia”. Alguien viene y me cuenta algo tuyo que no querías que se supiera y te digo: “sabés, te escrachó”.
Entonces este grupo es muy grande y además apoyado solidariamente por organismos que no son de hijos. De pronto se enteran que un torturador está viviendo en un determinado barrio, en un lugar, y van y lo comprueban con alguno que fue torturado y le conoce la cara. Entonces saben que en esta casa vive un tipo que estuvo trabajando en un campo de concentración o que era médico ahí. Entonces un día, se instalan en la calle 300 tipos y empiezan a tocar timbre y pegan los afiches y le hablan y le explican a cada vecino, quién está viviendo en esta casa, qué hizo, qué no hizo. Se quedan tres días ahí. Y le joden la vida porque de pronto la mujer del tipo va a la panadería y dice: “Deme un kilo de pan.” Y le contestan: “No hay pan.” - “¿Cómo que no hay pan?” - “No hay pan”. Empieza a surgir un tipo de justicia por otro lado. No te podemos llevar a la justicia, bien, pero la gente sabe quién sos. Andá a explicar a tus nietos o a tus hijos quién sos, lo que hiciste, bueno, andá y explicalo. Todo eso costó mucho.
—DW. ¿Siempre lo hacen de forma pacífica?
—RA. Sí, hacen ruido en la calle. No lo van a tocar. Nadie va a pegarle. Lo que pasa es que lo ponen en evidencia. Lo ponen en absoluta evidencia, que los vecinos sepan con quien conviven y que los vecinos hagan lo que quieran con eso, que no lo saluden más, no sé, el problema es de los vecinos. Pero si el señor saca a pasear al perrito que sepan quién es. La cuestión no es tocarlo.
—DW. ¿Y cómo encuentran a esa gente? ¿No están escondidos?
—RA. Esto costó mucho porque desde la primera llegada de la democracia en el periodo del 83 hasta los 90 era algo que la gente prefería no tocar, un tema del que prefería no hablar. Los que hablaban eran los que habían estado implicados. Además trabajaron con un empecinamiento de santo. Hay un agrupamiento de exdetenidos y desaparecidos que se juntaron, o sea, gente que fue desaparecida y que por una o otra razón luego fue puesta en libertad o legalizada en alguna cárcel. Cada uno de ellos se sentaba en su casa y empezaba a recordar los lugares donde había estado, los sobrenombres que tenían los torturadores, los nombres de prisioneros que había oído. Escribía cada uno sus datos. Eso es un ejercicio jodido, mirá que te puede doler. Y después empezaron a cruzar todos estos datos y de pronto empezó a salir que tal sobrenombre era de un cabo, de un sargento, de un general o era de éste o del otro. Y empieza a aparecer quiénes eran los tipos que estaban en los campos de concentración y gracias a eso los puedes llevar a juicio. En un empecinamiento bestia durante el gobierno de Kirchner (el gobierno previo al de Fernández ahora) se pudo derogar las leyes que impedían que los pudieras llevar a juicio, con lo cual son enjuiciables todos los que participaron en la tortura. Y además se convirtieron en museo de la memoria tres centros de reclusión clandestina de torturas. Están allí, con fotos, con los tipos que los torturaban a todos los compañeros desaparecidos y muertos allí. Esto es lo que sucedió, ya verás qué haces con esto.
No, no se perdió. En el sentido de todos los avatares económicos y las crisis cíclicas y todo lo demás, ha habido una especie de “saneamiento de la memoria”.
—DW. ¿Pero es difícil juzgarlos incluso hoy en día?
—RA. Antes de que yo me viniera hicieron los juicios testimoniales, pero no se los podía enjuiciar a los tipos, no se podían condenar. Pero se encontró un truco: se convocaba a esos torturadores, -los convocaba un juez- en búsqueda de datos de gente que había pasado por los lugares donde ellos estaban. Y los tipos no se podían negar a ir. Si no iban, te llevaban con la fuerza pública. Entonces empezaban a celebrar estos juicios testimoniales en distintos lugares de toda la Argentina y era terrorífico. El tipo estaba sentado ahí y decía “no recuerdo, no recuerdo nada” y los que iban pasando como testigos eran los tipos, las mujeres que habían torturado estos hijos de puta. Era una exposición pública muy fuerte. Era otra forma de justicia, una forma de justicia paralela, que de alguna manera ya dio un salto distinto cuando se derogaron esas leyes y ahora con los mismos testimonios se los puedes llevar a juicio.
Entonces eso está todo el tiempo ahí, porque ellos siguen estando allí. Pero al mismo tiempo tienes algunas cosas jodidas. Por ejemplo ahora condenaron a Luciano Benjamín Menéndez [ver blogspot de Argemí 25/07/2008 http://raulargemi.blogspot.com/2008_07_25_archive.html] que el mismo se llamaba “el Chacal”, general de Córdoba, y a Antonio Bussi [blogspot 28/08/2008 http://raulargemi.blogspot.com/2008/08/se-vive-bien-en-democracia.html] que fue el rey de la provincia de Tucumán. Había un campo de concentración que se llamaba “la escuelita”. Es una escuela que habían tomado ellos, a cien maestros y alumnos y la tenían para torturar gente. Yo conocía gente a la que le pasaron el soplete por el cuerpo. Este tipo, en un momento se presentó a elecciones y fue elegido gobernador. Ahora ¿quién va a enjuiciar a los que lo votaron? Porque lo votaste y el tipo fue gobernador y terminó su mandato. Y después de esto se presentó a diputado y ganó. Nada más que en la cámara de diputados decidieron no admitirlo, pero la gente fue y lo votó. Entonces, la contradicción está ahí flotando todo el tiempo. Los hijos de puta a veces empiezan a gustarte.
—DW. Muchísimas gracias. Esperamos leer todavía muchas novelas tuyas.
Nota:
[1] Se trata del asesinato a María Marta García Belsunce.
Bibliografía:
El Gordo, el Francés y el Ratón Pérez. Buenos Aires: Catálogos, 1996.
Los muertos siempre pierden los zapatos. Sevilla: Algaida, 2002. [XXI Premio de Novela Felipe Trigo]
Negra y criminal [en colaboración]. Granada: Zoela, 2003.
Penúltimo nombre de guerra. Sevilla: Algaida, 2004. [XIII Premio Internacional de Novela Luis Berenguer / Premio 2005 Brigada 21 a la mejor novela original en castellano / Premio Novelpol 2005 / Premio Hammett 2005]
Patagonia Chu Chu. Sevilla: Algaida, 2005. [VII Premio de Narrativa Francisco García Pavón]
Siempre la misma música. Sevilla: Algaida, 2006. [XXVIII Premio Tigre Juan]
Retrato de familia con muerta. Barcelona: Roca, 2008. [Premio L’H Confidencial 2008]
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Publicado en Ensayo el 16 de Enero, 2011, 16:40
por Ariel Zappa
El arte de escuchar la musiquita de las palabras
Por Ivana RomeroEs narrador y poeta. Asegura que escribe "cosas chiquitas" porque carece de imaginación, pero que las pule hasta dejar lo esencial, hasta que su propia voz deja de ser reconocible en el texto.
Cuando comenzó a leer "Trece maneras de mirar a un cuervo", Fabián Casas era un tipo con lentes oscuros que leía un poema inédito en una sala atestada. Cuando terminó, él quizás era el mismo pero quienes lo escuchaban, quedaron en silenc
Luego aplaudieron, como para meter un poco de ruido, desorientados ante una voz extraña, con su propia densidad, su propia cadencia, que podía ser la de Casas aunque más que nada era la voz única de ese poema. Sucedió a fines de marzo del año pasado, en el Centro Cultural de España, durante el inicio del ciclo Poesía y música, donde Casas estuvo acompañado por el músico Ariel Minimal. "Trece maneras…" y un puñado de poemas fueron leídos directamente de las pruebas de imprenta que le habían entregado esa tarde. Es que su último libro, Horla City, estaba por salir a la calle. Ahí se reúne la poesía escrita desde fines de los ochenta hasta ahora: Tuca, El Salmón, Oda, El Spleen de Boedo y Horla City. Que una editorial de las características de Emecé (del grupo Planeta) publique poesía hasta entonces dispersa en ediciones independientes, se transformó en un pequeño suceso. Porque, en general, no es un género que trepe en el ránking de los más vendidos, aunque Horla City vendió tres mil ejemplares en dos meses. En 2010 también Eloísa Cartonera publicó un compilado de poemas de Casas, Boedo, con dibujos de Baltazar Vega, un chico de ocho años al que Casas le ha dedicado algún relato y varias tardes de juego en casa de su padre, Santiago Vega. A eso se sumó que su libro de relatos Los lemmings y su "novelita" (así la llama) Ocio se reeditaron por tercera vez en el sello Santiago Arcos. Ocio además se transformó en película, dirigida por Alejandro Lingenti y estrenada en noviembre durante la reapertura del Cine Cosmos. En medio de tanto trajín editorial, Casas fue padre por primera vez de una nena, Ana. Como contracara, acaba de morir su amigo Ricardo Zelarayán. "Era para mí el único escritor argentino vivo con genio. Ahora es sólo el único escritor argentino genial que conocí, secreto a la fuerza, ya que escribe lo que se le canta y como se le canta", dice Casas. Y antes se fue otro amigo, Fogwill, uno de los que le ayudaron a escuchar "esa musiquita" que permite pulir un texto hasta que, sin perder sus marcas de origen, deja de pertenecer a un escritor para ser parte de un mundo donde la belleza importa más que el copyright. –Dice la leyenda que descubriste la poesía durante un viaje. –Cuando tenía unos 21 años me fui con amigos por toda Latinoamérica. En Salta vi las obras completas de Juan Gelman en una librería. Gelman no era muy difundido entonces. Volví al camping, conseguí vender unas botas náuticas que tenía y me compré ese libro. También leía Carlos Castaneda o Jack Kerouac, como muchos pibes de mi edad. Además venía de estudiar filosofía, de unas lecturas muy racionales que colapsaban frente a esto otro que te digo. Cuando volví de ese viaje, decidí escribir poesía. Pregunté en una librería qué se estaba escribiendo y me dieron Alambres, de Néstor Perlongher. Y yo dije "siamo fuori, esto no lo entiendo". Igual, Perlongher me parece un crack. Después encontré el libro Señales de una causa personal, de Joaquín Giannuzzi. Yo quiero parecerme a este flaco, me dije, a la visión del mundo que tiene. Y escribí Tuca, que se publicó en 1990. Luego escribí con los poetas de la revista 18 Whiskys, que me decían si los textos estaban bien o mal. Fue bueno. Porque la escritura es algo colectivo, no individual. Mucha gente no soporta que le digan que lo que escribe no está bueno pero para mí fue central. Por ejemplo, de los 80 poemas iniciales de Tuca, publiqué 15. Finalmente conocí a Gelman. Él me puso en contacto con José Luis Mangieri, que se transformó en mi editor y también en una de las personas más importantes de mi vida. Es como un padre para mí, a quien le dediqué algunos poemas, como "El soldador". –¿Reescribís muchas veces un mismo poema? –A veces sí. Cuando comenzás a trabajar realmente, ya no importa tanto la emoción original sino lo que el poema tiene para decir. Escribí "Paso a nivel en Chacarita" un día que veníamos con mi hermano en un auto, luego de llevarle flores al cementerio a mi vieja. Yo estaba hecho mierda y escribí una parrafada. Sólo quedaron nueve versos que dicen: "Los chicos ponen monedas en las vías,/ miran pasar el tren que lleva gente / hacia algún lado./ Entonces corren y sacan las monedas / alisadas por las ruedas y el acero; / se ríen, ponen más / sobre las mismas vías / y esperan el paso del próximo tren./ Bueno, eso es todo." Es difícil pero necesario escuchar el poema, dejar que te diga lo que quiere hacer. Cuando vos construís un avión, si le ponés un poquito de más de pintura, se viene abajo. Un relato soporta caídas de aire o presión, una novela también. Pero el poema no. Es un ejercicio de precisión. Es importante vaciar las palabras de contenido para que vuelvan a funcionar. –En los primeros libros importaba mucho el remate. En los últimos poemas, no. –Es que me parece que un escritor tiene que trabajar contra su habilidad. Cuando trabajás como periodista, te regodeás en tu habilidad, porque el oficio es lo que te salva. Pero cuando trabajo como escritor, trabajo en contra de mi habilidad. Que lo que escriba escape a mi control, entre en estado de riesgo, de incertidumbre, que me dé vergüenza, que sienta como si tuviese una piedra en el zapato. Cuando siento que es mi voz la que sale, prefiero borrarla. Busco una voz extraña, que no sea la mía. –Sin embargo, tu escritura indaga en tus propios recuerdos de una manera muy abierta. –Sí, pero la escritura siempre es una construcción separada de lo que pasó. Yo construyo personajes con retazos de distintos tipos que he conocido, no de personas totalmente reales, porque si no, el personaje se come el relato. Trato de escribir como lo recuerdo y que el relato o los personajes me digan cosas que no esperaba. No tengo un plan a priori. Parto de una voz, de una música que escucho. En el caso de Ocio yo sabía que tenía una pulsión por escribir un relato de toda mi vida adolescente, la etapa de la muerte de mi mamá a la juventud. Un día mi padrino estaba hablando en el patio con mi tía y le dijo: "son las seis de la tarde y ya se pone oscuro". Ahí encontré el hilo de la musiquita. Así empieza Ocio. Ya sé que me dicen que escribo siempre sobre lo mismo. Va variando la manera pero siempre es sobre mi primo que creyó en las luchas generacionales de los "70, de mi papá, de Boedo, de mis amigos, de la muerte. Y bueno, no soy un escritor que pueda escribir sobre la Tierra Media, como Tolkien. No tengo imaginación para eso. Escribo con muy pocas cositas, las doy vuelta, les voy sacando agua. –Cuando recibiste el premio Anna Seghers dijiste que todas las personas somos narraciones de la vida, que simplemente hay que ponerse en estado de atención para oírlas. –Hay que detener el diálogo interno, todo eso que uno va rumiando con uno mismo, que es como una heladera que anda todo el día y se recalienta. Porque entonces entrás en estado de disponibilidad y empezás a escuchar a la gente y te das cuenta de que todos están diciendo el sermón de la montaña. Una cosa que dice el mozo, un compañero de laburo, el zapatero de la esquina. ¿Viste que nuestra vida es un cliché, un estereotipo demoledor? Bueno, cuando lo interrumpís con la lectura de un poema, con una persona que te conmueve o una conversación que escuchaste y que te llama la atención podés llegar a un estado de extrañamiento, de temor, pero también de libertad. Yo puedo tomar cosas de todos los segmentos, cruzarlas y ver qué pasa. También está bueno tener ese pensamiento paradójico. Lo aprendí en un viaje por Vietnam. El pensamiento oriental soporta la paradoja. Nosotros no; es esto o lo otro, blanco o negro. La paradoja significa tensionar las dos cosas sin verme obligado a definir y eso es lo que me gusta. La definición como concepto es capitalista. El arte no tiene por qué decir esto sí, esto no, esto es bueno, esto es malo. El arte tiene que poner en estado de pregunta todas las cosas. –"Trece maneras de mirar un cuervo" es un texto mestizo, con estructura de poema y resonancias de prosa. Además de provocar inquietud por eso, lo hace por el personaje central, que no se sabe si se está apagando o está por conseguir su punto máximo de fulgor. Cuando hablás del arte, ¿te referís a esa tensión, a esa inquietud? –Puede ser. A mí no me gusta mucho ni el héroe ni el antihéroe como materia para escribir. Me gustan las personas reales. Quiero que mis personajes no sean íconos, arquetipos, sino gente a la que le pasan cosas, que ganan y pierden. Con Viggo Mortensen hablamos mucho de estas cosas y de esas charlas surgió el poema del que hablás. Él me pregunta por Boedo, por San Lorenzo, por mi papá. Y también mi papá me habla de sí. No sé si es verdad lo que me contó pero con pedazos de su vida armé el poema. De fondo está otro poema, de Wallace Stevens, "Trece maneras de mirar un mirlo". –¿Te fijaste en que muchas mujeres leen tus textos, a pesar de que están poblados casi exclusivamente de varones? –Eso de que en mis textos sólo hay tipos, habría que verlo. Aparecen muchas mujeres, que fueron importantes en distintos momentos de mi vida, desde la época en que era un sex symbol con mi melena de rulos, hasta ahora, que soy un "ex symbol", cuarentón y pelado. Y de lo otro, sí ¿viste? Hace tiempo estuve cantando con los chicos de Él mató a un policía motorizado, y terminé de cantar un tema que se llama "Mi próximo movimiento". Cuando salí de ahí, había un montón de chicas con los libros para que se los firmara. Y me parece raro, porque bueno, sí, mi literatura es muy masculina. Una vez le pregunté a Felicitas, la productora de Ocio, por qué le gustaba lo que escribo. Y me dijo: "Porque me resulta interesante conocer el universo de los hombres." No quiere decir que sea así en todos los casos. –Además, ahora tenés una hijita. –Y sí. Hay una paternidad ideal y una real. La ideal es "Estamos felices porque tenemos un hijo." La real es, bueno, a veces estás feliz, a veces estás angustiado, a veces te querés matar. Pero cuando tu hijo o tu hija te empieza a enseñar, a contarte lo que necesita, a ponerte en estado de escucha, te liberás de toda tu estupidez. Al fin, Quique Fogwill tenía razón cuando me decía que tenía que tener un hijo. Cuando Guadalupe, mi mujer, quedó embarazada yo lo llamé, le conté y se puso a llorar. Después me llamaba todas las semanas para ver cómo iba el embarazo. Ni bien volvimos con Anita a casa, murió. –¿Lo extrañás? –Claro. Uno está construido por otras personas, por las personas que te ayudan. Con Quique tengo una cosa particular y es que su obra, que es grande, no le llega ni a los talones a él. Extraño su persona, su risa, su generosidad, su mal genio. Los libros están ahí, te trascienden o no, pero lo que importa es lo que sos como persona. No reivindico su inteligencia. La inteligencia es algo que puede tener cualquiera. Es un don. Reivindico su bondad. La bondad es algo que uno trabaja, que uno aprende a ser. Era conservador con algunas cosas pero a la vez era muy vital. O sea, tenía hijos pero los llevaba a pasear en una bolsa de compras. El texto que su hija Vera escribió en Radar es lo mejor sobre él que leí. –Pensaba en un verso incluido en Tuca que dice: "Todo lo que se pudre forma una familia." ¿Qué cambió desde entonces? –Ese es un verso súper punk. Lo escribí a los 24 años. Es un momento donde te cagás de risa de algunas cosas hasta que empezás a confrontarlas. Mi hija es una confrontación con mi mortalidad porque ella es mi contrarreloj. Todo su crecimiento también es la evidencia de que el tiempo pasa para mí. Está bueno reconocerte mortal y que eso no sea una catástrofe. –¿Y cómo mirás la relación con tus padres, ahora que has escrito sobre la muerte de tu madre, sobre las imposibilidades de tu padre y que, de alguna manera, estás al otro lado del mostrador, ya no sólo en el rol de hijo? –A fines de los noventa participé de un programa de escritores en los Estados Unidos, en Iowa. Y un día soñé con lo que escribí en el poema "En el vidrio". Soñé que mi mamá estaba como Lázaro. Quizás Cristo estuvo mal cuando lo resucitó, porque es horrible quedar así, ni vivo ni muerto. Soñé que estábamos separados por un vidrio y ella escribió ahí algo, que yo digo en el poema que es el día y la hora en que va a resucitar. Después tuve mucha paz y no volví a soñar con mi mamá. La escritura es una forma de domesticar el dolor. Y mi papá es la literatura. Crecí al lado de una biblioteca inmensa que él había preparado para cuando yo pudiera leer. Después empecé a escribir sobre su vida. Ahora soy padre y él terminó de colonizarme. Soy mi viejo. Hasta uso piyamas y salgo a la calle con ellos, como hacía él, cosa que antes me daba vergüenza. <
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Publicado en De Otros. el 16 de Enero, 2011, 9:37
por MScalona

Natación
En lo más profundo, después de darse impulso con las piernas para volver al punto de partida, caía hacia abajo para luego emerger, tan sólo para ver durante pocos segundos el reflejo azul claro de la luz del exterior en la superficie, la luz del sol que rezumaba de las rendijas de la carpa y al estallar contra la pintura de la piscina proyectaba la ilusión de un zafiro. Debajo del agua había otro color, su cuerpo perdía la pesadez y el desgaste del cemento, el tiempo atorado, los minutos atropellando la tarde.
Cuando le sugirieron hacer ese ejercicio su mujer, el médico que ya no sonreía cuando le hablaba de su peso, de las contracturas que se ganaba frente al monitor , lo asumió con cierta desgana y fastidio.
La primera alarma fue un dolor insoportable en la rodilla que podía ser, seguramente, una rotura de ligamento, una lesión que jamás pudo confirmar. Quizá la resonancia magnética lo hubiera hecho, pero cuando lo encerraron en el resonador, todo su volumen dentro de un tubo estrecho, descubrió que también era claustrofóbico, y hubo que sacarle la mano del cuello del enfermero que no podía, por los nervios y por el apuro, retirar la camilla hacia fuera.
Mientras tanto, natación. Fue postergándolo hasta el límite y luego construyendo con vergüenza el camino, las calles desde su casa al club, espiar en las pequeñas ventanas de la carpa para asegurarse de que hubiera poca gente, o al menos un andarivel vacío. Llegaba al vestuario y no se quitaba la remera hasta el último momento en el que se dejaba caer por el borde hasta el agua tibia; siempre había mujeres jóvenes que dejaban sus oficinas del centro para contornear los cuerpos, muchachos que practicaban para rendir sus exámenes de educación física o de guardavidas. Muchas veces llegó hasta la puerta y al comprobar la pileta plagada, desistió. Volvía cruzando de regreso el pasillo helado del hall del club con el mentón sobre el pecho, como si desertara de una obligación inapelable, la mirada sombría y curiosa de los recepcionistas.
Disfrutó del natatorio cuando empezó a divisar ese nuevo color, el desliz suave por la superficie plateada. Lo llamaba ?el viaje?, porque imaginaba, como en el cuento de Cheever, que cada una de las piscinas de todos los clubes y los breves espejos de las terrazas de los edificios, seguían su sendero unos con otros, sin límites, un río urbano que comenzaba en el Parque Alem, en la promiscua tarde del mate y del sol sobre los árboles, continuaba en la sombra de un atardecer en el Club Atalaya, o en el calor sofocante del subsuelo del Círculo Obrero.
Ella iba los martes y los jueves. Ella, con los dientes un poco asomados desde su labio superior, el pelo que en la calle sería irreconocible sin el gorro de silicona, los pies frágiles, las piernas pálidas. Ella se llamaba María y algo más, acaso por escuchar el magreo del bañero, o de leer de lejos el carné recostado en la mesa de entrada. María a secas. Cabalgaba el borde de la piscina con una sonrisa extensa, un desfile sencillo para su observancia tímida y encubierta desde abajo de las conejeras, mientras fingía respirar hondo o descansar de las primeras brazadas. Los martes. Existía la posibilidad que fuera Martes y Jueves, el primero seguro porque había coincidido con él y había forzado otros encuentros. En uno de ellos había logrado bajar a un andarivel junto al de ella y allí pudo oír por primera vez un gemido dulce y breve que se le escapaba cuando levantaba la cabeza para tomar la bocanada de aire. No era agitación ni queja, sino un gemido deliberado. Se oía más firme y claro cuando nadaba pecho, y era suave y regocijante, como si recibiera en ese instante el pequeño impacto en la pelvis, o el calor de la boca en el cuello. Intentaba llegar antes que ella para no desfilar por el borde ante su mirada, si era el momento en el que estaba parada, con el nivel azul llegando a su cintura, acomodándose el bretel o respirando profundo antes de largarse.
El no elegía días fijos. Alternaba las tardes con las horas extras, coincidir su día de nado con la colonia del nene, que a veces también iba con los profesores a la pileta. También aprovechaba el horario del almuerzo con la ilusión de encontrarla, todos los andariveles desocupados, la conversación ineludible, el eco de sus voces resonando en la carpa.
Los martes, antes de que llegaran los niños de la colonia, una mujer de unos cincuenta años, con cicatrices aún rojizas que le cruzaban las rodillas hasta los tobillos, caminaba por uno de los andariveles hasta perder pie. Iba y venía mirando hacia el fondo cómo los dedos se apoyaban en el plano, las piernas resistiendo lentamente la presión del agua, en un esfuerzo imperceptible. Luego pasaba a la pileta más chica, en donde el agua solía estar siempre más caliente, como en un sauna. Allí estiraba hacia atrás las piernas para aflojar los músculos, siempre a una velocidad que de ser superada todo se rompería, se deshilacharían sus tendones, se derrumbarían su tronco y su mirada como las torres gemelas. Después llegaba el bullicio, el de su propio hijo que le gritaba mientras él intentaba completar dos piletas enteras sin detenerse agitado. Todos corrían y saltaban alrededor de la mujer que decidió llamarla Divina, por su parecido remoto a Divina Gloria , que insistía en estirarse lentamente, observando de reojo el atropello a sus flancos, las olas y la pobre espuma, la indiferencia de los encargados que sólo daban algún grito para que todos supieran que hacían su trabajo, mientras tomaban mates, escuchaban música, o simplemente dormitaban en los sillones de lona que se guardaban hasta el verano.
De los chicos de la colonia podía identificar sólo dos o tres que eran los que jugaban siempre con su hijo. Una nena de malla verde agua con los bucles retorcidos por la humedad, la hilera de dientes despareja y con huecos, con el andar nervioso y tenso de los niños cuando pasan por superficies resbalosas. Un nene morocho con pequeñas estrías debajo de los brazos, trepando el borde como si subiera el tramo final del Aconcagua. Lo llamaban todos por el apellido. Sabino. Nunca lo olvidaría. Sabino. Acaso su familia era vitalicia del club o lo conocían del Normal iba al grado de su hijo y repetían esa nominación rígida, desapegada, que suelen tener los vínculos de la escuela.
Los miércoles era el día más concurrido; él lo evitaba. Un hombre grande al que no necesitó inventar un nombre, porque con mucho respeto se le acercó una tarde en el vestuario, desnudo de la cintura para abajo, y se presentó como Angel, soy Angel y vengo los miércoles y los sábados. Después de esa presentación no podía evitar cierta incomodidad cuando lo encontraba en las duchas. Tendría unos sesenta años. Después de los estudiantes de educación física, era el mejor nadador. Estaba casi dos horas recorriendo el largo de la pileta, sin frenar siquiera una vez. Él llegaba y se iba y Angel continuaba nadando. También eso lo avergonzaba y quizá prefería no coincidir nunca con Ángel y con María, para que ella no lo admirara en contraste con su pobreza física, con ese esfuerzo inhumano y estúpido por llegar a completar doscientos cincuenta metros como si hubiera cruzado a nado el Atlántico hasta Africa.
Otro martes, también junto al andarivel de María, mientras emergía desde el fondo luego del impulso y disfrutaba otra vez de ese sendero azulado hacia la luz del final, pensó que si alteraba el orden de salida, si esperaba salir un segundo después que ella, siempre y cuando estuvieran del mismo lado, iba a ver por debajo del agua contra la pantalla clara, el cuerpo moviéndose suspendido, las plantas de los pies le gustaban los pies de María, eran adolescentes, cuidados, proporcionales y sus manos alejando hacia atrás ese segundo de pasado. Lo hizo. El resultado fue mejor de lo que esperaba y por eso desistió de repetirlo. Tuvo terror a que ella lo notara, a que en el medio del ejercicio se cambiara de andarivel y fuera notorio su estratagema. El hombre grande, libidinoso, el hombre degenerado que saltó de una novela de Nabokov para refrescarse en el natatorio del barrio, el abusador que dejaron solo en la piscina de la película de Todd Field. Había visto, detrás de los pies, el pequeño bulto de carne que rodeaba el elástico de la malla al final de las piernas, había visto el perineo y había comprendido que un color, sólo un color le impedía verlo todo. Mientras llegaba a uno de los extremos, sin poder quitarse de encima la imagen de la piel, imaginó la planta blanca y lisa de los pies de María entre sus dedos, todo lo que subía hasta su cintura al alcance de su caricia, y todo ese cuerpo dispuesto para él, ya sin la lycra, sin la mirada pública, sin el recinto frío e inabarcable. A la hora de salida se obligó a recorrer una vez más la pileta, hasta que pudo subir por la escalera sin nada que se notara por debajo de su short de baño.
Miércoles, final de la primavera. Aún caía una llovizna leve entre los árboles, agonía del diluvio que minutos antes había inundado calle Salta, regado de ramas las veredas. Un resabio del viento continuaba sacudiendo la carpa, las sogas que las sostenían restallaban contra el piso y el aire. Estaba desierto. Uno de los recepcionistas creía que habían cerrado la pileta por ese día, cuando la carpa temblaba y amenazaba con caerse, los focos que pendían de su estructura sumergiéndose y la electricidad haciendo temblar también a los nadadores. Entró igual. Era un piso brillante, quieto. Una puerta a otra dimensión, al centro de la tierra. Podía cruzar de andarivel, nadar en diagonal pasando por debajo de las sogas. Nadar sin el deber de llegar a ninguna parte, nadar sin el peso de la mirada de los demás, surcar el reflejo de ese pedazo del planeta sin tiempo y sin escalas, sin contar cuántas veces lo hiciera. Flotar con la mirada en el techo, quieto, sentir el ruido de la fuerza del viento, sentir la frescura agradable del agua. Minutos después, cuando ya no podía administrar esa paz nadaba como si estuviera la pileta llena, ocupando sólo un andarivel y cumpliendo la rutina que se había propuesto después de la última vez: veinte piletas, descansando sólo dos veces , llegó Divina y comenzó, como siempre, a caminar por el costado oeste de la piscina, arrastrando con la cintura una ola humilde y serena. Tenía ese día el cabello muy corto. No recordaba cómo era el pelo de Divina antes de esa decisión radical. Apenas un centímetro amarillento cubriendo la cabeza, mojado parecía el lomo de un perro revolcándose en los charcos.
Se encontraron en la pileta pequeña. Ella lo saludó mientras bajaba por la escalera, pie por pie, mano por mano. Hablaron del tiempo, no lo dijeron pero ambos creían compartir el placer de esa soledad que los escondía de la perfección de otros cuerpos, de la juventud.
Ibamos a Esquel, era de mañana. Habíamos dormido en un hotel para no viajar de noche. Manejaba mi marido. Yo iba adelante, cebándole mates, y la mayor atrás. Fue un segundo que él desvió la vista hacia abajo porque se le había caído yerba en la falda, mordió la banquina y el auto empezó a viborear. Quiso pegar un volantazo y fue peor. Volcamos a velocidad y nos estrellamos contra un poste de cemento, un poste que estaba allí porque sí. Mi marido falleció. La nena y yo quedamos allí inmóviles, al lado de él que estaba muerto.
No supo que decirle. Una mano en la de ella, que la sostenía de la escalera. Sonrió y siguió caminando por el agua caliente, como si él se hubiera ido.
Jueves. No solía ir ese día. Se revelaba como un misterio, podría encontrar personas que jamás hubiera imaginado, parientes muertos, actores de televisión. Hacía casi dos semanas que no iba. El verano se abalanzaba sobre la carpa, los exámenes de los institutos, el preludio de las vacaciones; entonces era mucho más difícil encontrar la pileta vacía. Los sábados bien temprano eran una opción, pero no lograba levantarse, vencer el cansancio apilado de toda la semana.
Tenía que ser ese jueves, porque el viernes, el último día que podía aprovechar, era el acto de la escuela y no podía dejar de ir. En cada uno de los actos de su hijo buscaba el lugar indicado para que lo viera. Arrastraba, desde pequeño, el pánico por levantar la vista en el escenario y sólo ver caras extrañas, saludos a los flancos, saludos que lo esquivaban para acabar en otra sonrisa.
Fue al club una hora antes de que saliera su hijo de la colonia, para luego regresar juntos. Entró a la carpa estremecida por el bullicio y los chapoteos de la colonia, y lo saludó con un guiño de ojos, mientras ajustaba sus antiparras y se disponía a saltar al agua. En ese instante cambió la luminosidad, fue un cambio de color y de olores que anunciaban un buen presagio. Sin esperarlo ya no importó el griterío, la música grotesca aturdiendo el suave sonido de las brazadas y de las zambullidas. Bajó y la vio a su lado. Él hubiera sospechado de que alguien cayera siempre en el andarivel contiguo al suyo, él habría adivinado esa intención de espiar por debajo de la superficie, pero esa vez fue todo casual, las piezas entrando donde encajaban. María esta vez tenía una malla entera y contrariando su primera impresión, le moldeaba mejor el cuerpo, la hacía más esbelta, la espalda simétrica y fotográfica. Le sonrió. Intentó responder con lo mismo, pero las comisuras de sus labios estaban fijas, pegadas al pómulo por una cinta de vergüenza. Ella le habló de lo fría que estaba el agua, de su desacuerdo con que apagaran la caldera a esa altura del año, que ese era el motivo por el cual había cambiado de traje de baño; recordaría siempre el gesto de sus manos recorriendo el bretel, mostrando la línea blanca de piel que había escapado del sol. Cuánto quedaba de tiempo hasta que quitaran la carpa y se llenara, todas las tardes, de madres sedentarias y adolescentes, cuánto le daba el juego después de avanzar hasta ese lugar, hasta esa estación en la que ya no podía retroceder, donde ya había palabras, nombres, saludos y conversaciones inevitables. La miró por el rabillo del ojo mientras acomodaba su gorro, extendía su brazo izquierdo y lo presionaba con el derecho sobre el codo para estirar los músculos de la espalda. Avanzó. Primero suave y recta por debajo, luego emergió con el revuelo sobre el espejo. Otra vez cambió algo en el ambiente, en la luz, en los sonidos. Algunos corrieron por los bordes hacia el vestuario de damas, que estaba más cerca de la puerta de salida. Dos de los profesores de la colonia corriendo, de espaldas a su visión, y a la altura de las cinturas podían verse dos pies horizontales, los dedos de dos pies pequeños alejándose con ellos. Los llantos. Subió la escalera desesperado y se encontró con el abrazo de su hijo. Aferrados y aturdidos ya no había nada alrededor: María, la piscina, la carpa, la música que continuaba sonando sin acompañar la escena , caminaron hasta la calle siguiendo las gotas de sangre, como Hansel y Gretel.
Había leído en una revista, en la sala de espera del dentista, un artículo sobre la obsesión de la gente por las fotografías. Lo recordaba mientras veía entrar al salón de actos la hilera amuchada de adultos, su suegra y sus cuñados, lo demás parientes de los niños que esperaban, ordenados en el patio, que les abrieran paso. Todos con cámaras fotográficas, aparatos de video con pantallas diminutas que mostraban lo mismo que él observaba, pero más colorido y más brillante, esas imágenes que se guardaban luego en cajas polvorientas para después hilar una pequeña vida feliz, para recurrir a ese archivo en el filo de una separación o de una muerte. En las fotos eso decía el artículo no podían verse los pensamientos, las angustias pasadas, la discusión que tuvieron horas antes en la casa, en el trabajo, en todos los días antes de ese acto de fin de año.
Los niños entraron en filas prolijas, riéndose, ajenos a las ceremonias, al peso variable que tenía esa alegría en la vida de los demás. Disparaban los flashes sobre los guardapolvos, pedían con gritos desaforados que los mirasen, que sonrieran, que hicieran una pose aunque ello significara romper la fila o atrasar el acto en esa tarde de calor insoportable, una tarde bochornosa apenas contrariada por el respiro de los ventiladores y las ventanas.
Subieron al escenario dos maestras, los delantales celestes y las piernas flacas y pálidas por debajo de ellos. No podían disimular, o no querían hacerlo, una alegría idiota e ingenua. Sus voces se multiplicaron por los parlantes. Abalos. Llegaron entonces los Abalos a la escalera diminuta del escenario para recibir junto a su hijo el diploma. Un hombre fornido, la camisa remangada hasta los codos, trabajo de fuerza, bolsas de porlan y regreso a casa en bicicleta; una mujer lenta, con un vestido caluroso y las piernas vencidas. Basino. Más ejecutivos. Ambos con trajes y maletines que quedaron junto al piano. El abrazo encima del escenario, todos el mismo abrazo, salvo un hombre que no recordaba el apellido, que quedó inmóvil junto a su mujer y la nena que se prendió del cuello de ella, alguien que quizá disfrutaba ver de lado las escenas inmaculadas y tiernas de su familia, o acaso un padre separado que no veía a su hija desde hacía tiempo y por recomendación del abogado tuvo que ir a la fiesta del grado. Parisi. Una pareja joven, ella rubia, con jeans no tan ajustados, tratando de revelar su juventud y su sobriedad al mismo tiempo, él con la bendita cámara en la mano, los dos emparedando al hijo que apenas podía sostener el diploma en el apretón. Sabino. Desde las sillas dispuestas en el salón las cabezas buscaban a las personas que debían subir por la escalera minúscula que ladeaba el escenario. Nadie de pie. La maestra con la lista y el micrófono insistía estentórea. Sabino. Otra maestra se acercó al oído de la primera, y todos podrían haber entendido y levantado el volumen del bullicio. Que en esa confusión la maestra -que después de la confidencia evidente decía con una sonrisa estrecha que Sabino había faltado porque estaba enfermo dijera otro apellido y subieran otro hombre y otra mujer, y otro niño recibiera el diploma y flashes y aplausos. Si todos fueran a ese club, si todos enviaran a sus hijos a esa colonia -miraba a su esposa y ella lo miraba a él, compungida y cómplice , Sabino hubiera tenido cara, color, una voz, y no ese silencio siniestro; hubiera tenido pies morenos, rellenos, volando entre los brazos de los profesores de la colonia, los profesores que no tuvieron tiempo de ver, entre mates y anécdotas, el golpe en el borde de la pileta y la caída pesada y seca en la superficie. Todos entonces estarían buscando una nueva colonia de vacaciones de verano para dejar el depósito vivo cada tarde hasta salir de sus trabajos, porque el club había cerrado hasta nuevo aviso, hasta sobrevivir al escándalo. Los profesores estaban buscando otro trabajo, Divina otra pileta para aprender a caminar y María para permanecer en la tierra el milagro de su movimiento, gemir antes de sumergirse, mostrar su carne blanca y aterida por debajo del agua.
Volvieron en el coche en silencio. Su hijo miraba por la ventanilla y contaba las personas que desfilaban por la vereda. Las clasificaba por sexo, por edad, por estado de ánimo. Hombre, niña, triste. Su mujer oía sin pensar una canción de otros años:
Sin darme cuenta voy cayendo en cruz, hacia el cenit, mis ojos ya no tienen mis pies, y el espiral que me habrá de llevar no es mejor, que todas esas vueltas que di.
Sintió una angustia que sólo traen las cosas viejas. No una nostalgia, no había en el nudo que le cerraba la garganta nada que lo pudiera conmover. Era una tristeza sólida e ineludible, un paso por una calle de casas abandonadas, devenidas en basurales, la habitación rancia de un hotel de Constitución, el atardecer del último día de Pascuas. Era la sentencia exacta de lo que ya no volvería a ver ni a tener.
Marcelo Britos es el último ganador del Premio Musto de Novela 2010,
con su obra "EMPALME", de la Edit. Mun. Rosario.
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Publicado en Aguafuerte el 15 de Enero, 2011, 11:41
por MScalona

Me Entrego (*)
Por MARCELO SCALONA
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Señor Juez:
me entrego. Finalmente he sido descubierto. En un momento de mi vida pensé que todos aquellos delitos terribles que cometí antes de cumplir los diez años, podrían quedar indultados, prescriptos, amnistiados; pensé, de esa manera displicente que tenemos los criminales, que, quizá por mi edad de imputado (5 a 10 años, Salita Azul, Señorita Yolanda), artículos. 40 y 41 del Código Penal, o quizá por la torpeza de este país o sus fiscales, o el olvido inherente a la condición humana o porque entonces, mis revólveres eran de plástico y las balas de cebita...
Pero me equivoqué Su Señoría, y es de ladrón bueno reconocerlo: el ladrón de la derecha, de la derecha de Jesús, en el calvario. El caso es que ahora, todos los niños del mundo hemos sido descubiertos por el implacable y largo brazo de la justicia argentina, metaforizada como nunca por el Señor Fiscal Fernando Rouco Oliva, que ha citado a indagatoria a un niño de cinco años por el robo de un muñeco a su compañerito de escuela, o ese otro gran fiscal en las sombras, visionario patrono de los fabricantes de rejas, Don Juan Carlos Blumberg, escrupuloso perseguidor de la fiebre en la lucha contra el cáncer.
Yo confieso Señor Juez, Señor Fiscal... Don Blumberg, fui yo... a confesión de parte, relevo de pruebas... fui yo... fui yo, no le peguen a nadie más y aflojen con la picana, que hay que ahorrar corriente. Fui yo: yo le afané las bolitas a Kiko Dramissino en el campito de Truppia una tarde de 1971; yo le robé la capa de Batman a mi primo Gabriel en el baño de mi tía Ana; yo le robé dos besos a Mariana Okon en la Pelopincho de mi terraza de calle Ayolas y estafé al Mono Pantaleón con una figurita difícil de una colección discontinuada, no de la misma serie, pero el Mono no se dio cuenta, porque era de noche y en el Conventillo 340 se alumbraban con lámparas de kerosene; yo le robé al gordo Juanci el botón del tapado de la abuela Rossina y lo puse de arquero en mi equipo de botones, y en la final del Torneo Evita 74, contra "Gardelito", la pelota que saqué en la raya, había entrado. Yo me robé una revista de Tarzán de la biblioteca de la Escuela Echeverría y un verano entero abusé de pensamiento y con las manos sobre dos primas (los nombres son secreto de sumario) jugando al doctor, que también era "El Fugitivo". O sea, tocaba y me iba. De ahí me ha quedado una fama terrible según mis amigas. Quizá un complejo, dicen los doctores. O quizá yo sea un criminal tipo de la especie estudiaba por Lombroso, Ferri, Garófalo, o esos delincuentes del tipo "enfermo" desarrollada por Dorado Montero.
Yo prefiero pensarme un criminal como "El Fugitivo", pero en la versión terraza de infancia. El actor era David Janssen, con el cual no pude evitar identificación y ese loco amor de transferencia que luego tuve con cientos de analistas. Para empezar, el doctor fugitivo, me enseñó algo que mucho tiempo después vi escrito en un grafitti: "ayude a la policía, péguese solo". Janssen era un médico al que le echaban la culpa de haber asesinado a su esposa, cuando en realidad había sido un manco al que se le "fue la mano" en una noche de droga, sexo y prótesis. El Inspector Gerard, que lo perseguía al médico inocente, era implacable como Don Blumberg, y en EE.UU no es joda, les sobra tanta corriente que les sale más barata la silla eléctrica que la guillotina. De tal suerte, el fugitivo médico se hacía pasar por toda clase de personajes para esconderse. En la fuga, de paso, siempre robaba muñecas. Al final de la historia, 100 capítulos de aquel maravilloso productor de series que fue Queen Martin, lo declaraban inocente del asesinato de la esposa, pero como ya había inventado la muñeca inflable, el Inspector Gerard volvía a perseguirlo. ¿Es que hay algo más en la vida que los juguetes?
Yo también cometí esos crímenes, me hice pasar por médico, por sargento norteamericano, soldado chamamé y cantor de "La Balsa" extraño del pelo largo. Usé ropa psicodélica, me vestí de mujer y fumaba un atado de cigarrillos por día. Yo, que no fumo, a los diez años fumaba un atado entero porque me los robaba en las kermesses de la escuela. Le robé dos chacras de la Provincia de Buenos Aires a Enrique Ferrer, un domingo a la tarde jugando a El Estanciero, y el juego era de él, y después no se pudo jugar más, porque ya gobernaba Ruckauf la provincia, y era mejor seguir de largo en el casillero, porque si te agarraba Patti, te hacía pulpa de hamburguesa.
¿De qué sirve arrepentirse? Dura lex sed lex... acepto mi castigo Don Blumberg, Fiscal Rouco Oliva, arrésteme sargento... yo robé golosinas en el kiosco del Colegio Sagrado Corazón: una mañana de invierno le distraje un familiar de mortadela al cura Afora; practiqué en divisiones inferiores de Ñubel siendo un canalla rabioso y le tiré una tiza a la profesora suplente de Sociales; y le pegué mal, en la cabeza, "amado supremo, agredido predilecto" dice Julia Kristeva (**). Y el marido era el Profe de Matemáticas, pero la mina estaba buena y nos mostraba la bombacha adrede cuando se cruzaba de piernas. Y yo miraba: ¡Quién puede dejar de mirar el ojito japonés atrás de un triángulo de lencería… a los diez años…! Pero ya sé Don Blumb… a este paso, mirar también será un crimen. Y yo Me masturbé en el cine, Señor Fiscal. El cine "Rosario", Don Blumb… pero ya no existe, hay un súper ahí ahora, ¿no es atenuante? Me pajeaba con unas películas de catástrofe, con una azafata labios de churrasco, Karen Black ("Aeropuerto"), que en el instante en que el avión derrapaba me escondía en su paracaídas. Y otra vez me quedé con un vuelto equivocado en el cine "Rosemarie" donde me llevaban a ver las películas de Sandro. Y después íbamos al baño del cine con mis amiguitos a vernos los tamaños, pelajes y quién lanzaba más lejos. Le afané una revista sueca a mi tío Merejildo, y le gasté las fotos de tanto roce, por eso nunca pude devolverla y hasta creo saber dónde está guardada. Una vez rompí un cristal de la pileta cubierta del Club Provincial y le eché la culpa a unos negritos que jugaban a la pelota en el Estadio Jorge Newbery, que no eran socios, se notaba, y que habían saltado para este lado a buscar la pelota, y seguro que habían aprovechado, porque la ocasión hace al ladrón, y además, el que entró por izquierda, no será bueno para nada ...
Sí, Señor Juez, yo soy culpable. Aún no tenía diez años cuando cometí todos esos crímenes, pero quiero pagar por ellos. Si vamos a empezar a sanear este ispa en serio y bien de abajo, empecemos con los niños. Es verdad Señor Fiscal Rouco Oliva, Su Excelencia, Fiscal General Argentino, Don Blumberg: fui yo. Yo fui de esos niños que robaron muñecos o muñecas. Pero antes de que me fusilen, y como última voluntad que se permite a cualquier condenado, una cosita, digo yo, Don Blumb (pavada de fonología tu apellido), ¿en vez de castigar a los niños que roban muñecos, no nos convendría empezar con los muñecos que roban países?
(*) En este link está la noticia policial del año 2004 (25-3-04) acerca de un niño citado a declaración indagatoria ante el Juez de Menores por el Fiscal Rouco Oliva de la Justicia Pcial de Buenos Aires, por robar un muñequito a un compañero de escuela en Avellaneda (Bs As). El niño imputado tenía cinco (5) años de edad, "la víctima", compañero de grado, tenía 6 y el muñequito robado era de la serie de comics MAX STEEL .-
http://edant.clarin.com/diario/2004/05/24/um/m-765010.htm
(**) Historias de amor, Julia Kristeva, p. 11 , Ed. XXI .
Nota: siete años tiene esta nota, pasa el tiempo (?)
Esta nota fue publicada en la CONTRATAPA de ROSARIO/12,
el 29-5-2004.-
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Publicado en Aguafuerte el 14 de Enero, 2011, 11:37
por MScalona


CONTRATAPA
Una brisa de muerte
Lo encontraron muerto en la piecita de calle San Juan. Y sin embargo olía a verano, a caricia de jazmín. Comenzaron entonces los problemas en la pensión. Naturalmente, no es sencillo imaginar a la muerte oliendo a fresco, a colonia de bebé, a rocío sobre las calas... y debe entenderse bien que el olor no emanaba de las flores sino del muerto. Este hecho simple y peculiar bastó para incomodar a la vecindad entera, pero un fenómeno más extraño aún vino a causarles el espanto que los transformó para siempre. Cada uno de ellos, e incluso Celina que era la más vieja del conventillo, portaba en su cuerpo la brisa floral del finado. Cosa absurda, pero no por eso menos cierta: los cinco inquilinos que se contaban aún del lado de los vivos y el mismísimo propietario de la pensión desprendían el perfume del muerto.
Se reconfortaron unos a otros, durante el tiempo que duró el velorio, amparados por la presencia del difunto y la enorme cantidad de flores que disimulaban la desgracia compartida, convencidos de que todo terminaría una vez el entierro consumado.
Cuando llegó el momento, los cocheros se llevaron el féretro y a unos pocos parientes que lo acompañaron en su recorrido final. Los vecinos lo despidieron desde la vereda, agitando las manos en señal de adiós, mientras el vehículo se alejaba. Después corrieron a abrir todas las ventanas para ventilar la casona. Pero el olor permaneció allí. No por un día o dos, sino que se quedó.
Contaba doña Cecilia que, en el almacén de Mitre y Mendoza, ya le habían halagado varias veces el perfume nuevo y la habían interrogado sobre su origen; se quejaba Sandro de tener que soportar las cargadas de sus compañeros por usar una fragancia femenina; notaba Romina que los obreros de la construcción la piropeaban aún más que antes, lo que es mucho decir; se lo veía nervioso sobre todo al señor Paredes, preocupado por la amenaza de varios inquilinos de dejar la pensión si no se resolvía el tema del olor a muerto.
La situación se tornaba insostenible. Decidieron, como primera medida, averiguar si el fenómeno se había producido en otros sitios. Bastaría para ello con asistir, discretamente, a unos cuantos funerales en la zona, a modo de muestreo. La tarea no resultó completamente efectiva puesto que la nariz más joven estaba resfriada y no hubo más remedio que confiar en Susana quien, a pesar de sus limitaciones, completó dignamente la misión. Estuvieron, pronto, seguros de ser los únicos en padecer el mal del olor a muerte. Según los datos arrojados por Susana, en la totalidad de las ceremonias escudriñadas, el tufo sobrio de la defunción se impregnaba en todos los asistentes excepto en ella misma, quien se retiraba siempre airosa y oliendo a quinceañera.
Hubo que pensar en otra cosa. Se les ocurrió que quizás la fuente del problema había permanecido en la pensión, que era necesario exorcizarla mediante una desinfección más profunda y radical que le devolviera a ese hecho de muerte el hedor que le habría sido propio en condiciones normales. Se afanaron en recuperarlo y traerlo de vuelta de manera de poner las cosas en su sitio y poder seguir así con el curso de sus vidas ordinarias. Contrataron a un chamán oriundo de Fray Luis Beltrán, famoso por sus trabajos de "limpieza" áurica que los mandó a buscar en las cloacas, en los baños públicos, en los cementerios, en los tribunales federales, en el honorable congreso de la nación y hubo hasta quienes buscaron en sus propias almas. Mas los intentos fueron vanos, no hallaron nada.
No les quedó más remedio que seguir conviviendo con el bálsamo embriagador de la parca. De a uno, fueron abandonando la pensión, incrédulos sobre la eficacia de este último recurso. Despidiéndose sin verdadera pena. Paredes vendió la propiedad que ya se había devaluado bastante. Pero el olor los seguía donde fueran y, a fuerza de sobrevivir, el extraño padecimiento comenzó a mutar volviéndose contagioso.
Doña Cecilia ya no hallaba donde realizar sus compras puesto que, amablemente, le pedían que se retirase de los comercios para no incomodar a la clientela; Sandro perdió su trabajo y se presentó a cientos de entrevistas laborales que jamás superaron los primeros cinco minutos y un forzado "Muchas gracias, cualquier cosa lo llamamos"; Romina intentó, inútilmente, recobrar su encanto natural gastando fortunas en perfumes, maquillajes y prendas llamativas, no obstante, sus caderas se balanceaban sin gracia al son del silencio; Paredes compró una casa más chica y mejor ubicada, pero aún así acabó embargado por no pagar sus impuestos, a falta de arrendatarios que le permitieran sostenerla.
Solos y excluidos en su infortunio, volvieron con el tiempo a reunirse. Se sabe que el hombre es un animal de costumbre y gusta de estar acompañado. Terminaron hacinados en una casita de chapa lejos, muy lejos del centro y de calle San Juan. Aprendieron a disimularse entre la gente común. De hecho, ya casi no llaman la atención. Se han vuelto invisibles. Salvo por el olor. Ese olor tan contundente a primavera que desprende el metal, a ciertas horas, cuando se calienta al sol.
http://natimassei.blogspot.com/
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Publicado en La vi y me gustó el 13 de Enero, 2011, 15:14
por MScalona

1º film de PETER HEDGES, novelista (guionista de A QUIÉN AMA GILBERT GRAPES)
parece un cuento de Cheever, Salinger, Richard Ford o Lorrie Moore filmado...
narrar con gestos, silencios, omisiones, historias mínimas, mediante la fragmentación
y la subjetividad... una delicia... la están dando todos los días en el canal de cable MGM,
pero también está en los videoclubs... IMPERDIBLE... Marce
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Publicado en General el 12 de Enero, 2011, 14:11
por MScalona

CONTRATAPA
El gesto de Cortázar
A Liliana
La encontré frente a los tribunales federales. Era uno de esos días en que se llevaba adelante uno de los juicios a los represores en Rosario. No me atreví a saludarla. Estaba abrazada y lloraba dignamente. Intuí que mi saludo no alcanzaría, ni por asomo, a cubrir siquiera la mitad de esa escena. A contrapelo de lo que hoy día muchos afirman, tuve un sentimiento insobornable: recordar una parte de su historia de vida durante la dictadura. Yo no estoy harto de eso. Al contrario.
La vida de Analía y la de su familia, en esa época de horas furtivas, tuvo lugar en ciudades como Mendoza, Córdoba, de aquí para allá.
Tratando de construir una cotidianeidad que no les era tal. Una realidad ajena a los problemas comunes. Amenazados constantemente por destripadores con sed de sangre que iban tras ellos, tras de todos. Hurgando debajo de cada ladrillo, de cada baldosa, envalentonándose por cada trofeo de guerra.
Pero la vida de la familia de Analía se dirimió en Asunción, Paraguay. Allí los detuvieron agentes de civil que respondían al plan Cóndor. En una habitación estaban su hijo, su esposo y ella, con un embarazo de seis meses. Del otro lado, funcionarios del dictador Alfredo Stroessner y miembros del Acnur, la oficina de las Naciones Unidas que se encarga de los refugiados, negociando por sus vidas.
Escuchó la palabra "montoneros" y "terroristas" una cantidad infinita de veces. En todo ese tiempo, comprobó que ese cartero que tantas veces se ofreció para cualquier menester, que hablaba con ellos de trivialidades, esos tesoros que cotizan como ninguna otra cosa en el mundo cuando uno no tiene un piso donde pararse, ni era cartero ni honesto era su ofrecimiento.
Gracias al bienaventurado accionar de los funcionarios del Acnur obtuvieron un salvoconducto para toda la familia. ¿Hacía dónde? No lo supo hasta subir al avión con lo puesto. Ya, en vuelo, una azafata les avisó que su destino era Ginebra, Suiza.
Como no podía ser de otra manera, los días fueron durísimos: añorando el país, celebrando con los que escapaban, llorando a los muertos.
Supo en todo ese tiempo que en Ginebra, durante los meses invernales, el sol se ve muy poco y hay que saber encontrar su encanto con mucho ingenio. Junto a una amiga que provenía del continente africano, de un país del cual ya ni del nombre me acuerdo, que escapaba de otra dictadura siempre fraguada al fuego indecoroso del imperio, que aunque cambie de color y de modos nunca podrá limpiarse los restos de sangre que asoman bajo sus uñas, caminaban hasta un punto de la ciudad desde el cual podía aprovecharse al máximo el exiguo sol de la tarde. Era un lugar frente a una montaña. Una de sus laderas trazaba una línea inclinada que dividía al mundo en dos partes: una era fría como una postal; la otra, era una lámina tornasolada recibiendo sus últimos fulgores, como muriéndose. Pero hallar un lugar en el exilio donde ver el sol, viniendo de un país donde escaseaba la vida y arribando a otro del cual poco y nada se conocía no era algo para despreciar. Las dos se sentaban y aprovechaban la escena hasta que se agotaba. Y por unos instantes, gambeteaban esa sensación de no sentirse allá y no estar acá. De todos modos, el accionar de Analía y sus compañeras nunca se detuvo. Se encargaban de recibir las denuncias de compañeros desaparecidos y las presentaban ante la comisión de Derechos Humanos de la ONU, con base en París, para que tuvieran repercusión internacional y pudieran horadar el cerco de censura que imponía la dictadura.
Mantenían contacto con los familiares de las personas que se habían exiliado, luchando contra un enemigo que mata en silencio y cotiza en oro desde cada vida que se cobra: la tristeza.
Allí estaban una tarde, cuando antes de entrar al recinto, se abrió una puerta de par en par y la figura de Julio Cortázar emergió enfundada en un sobretodo gris de gabardina. Su rostro pétreo detenido en el tiempo. Alto, cobijando un cuaderno bajo el brazo izquierdo y blandiendo un cigarrillo en la boca. Con ese porte de enfant terrible que inmortalizó Sara Facio.
Supo decir de él, Haroldo Conti, escritor detenido desaparecido el 5 de mayo de 1976: "Francamente, sigo creyendo que no es una condición sine qua non estar ahora y aquí para opinar y aún participar de nuestra faena política. De hecho, hay gente que estando aquí es como si viviese en el Himalaya o aún en la Luna. Los clásicos espaldistas. Son capaces de escribir sobre el Renacimiento o sus aburridos fantasmas apoyados en el mismo paredón detrás del cual revientan a sus hermanos. Julio, en cambio, y para abreviar, es un ciudadano del mundo al cual no le afectan las distancias (...) Yo aprecio esto en Cortázar y se lo agradezco y creo que es bueno que se quede allá aunque sea nada más que para eso. Porque cuando enmudezcan todas las voces, habrá todavía una, salvada por la distancia, que señale y condene, que denuncie y ayude, que movilice y congregue".
Analía apenas pudo verlo pasar al lado suyo porque estaba de espalda. Sus compañeras, sí. Por el tumulto, un hombro de Cortázar chocó contra el de ella. Le juran hasta el día de hoy que él se dio vuelta para disculparse. Ella quedó tiesa de la emoción y no pudo devolverle el gesto.
Al terminar la tarde, como hace poco en Boulevard Oroño frente a Tribunales, Analía se abrazó con todos los que hicieron posible el juicio y castigo a los genocidas responsables de un listado interminable de compañeros detenidos desaparecidos. Y cada tanto, se daba vuelta para mirar. Y a cada minuto, se acariciaba el hombro.
aazappa@hotmail.com
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Publicado en homenaje el 11 de Enero, 2011, 13:49
por MScalona

SIN EMBARGO ESTOY AQUI, RESUCITANDO > A LOS 80 AñOS, MURIO AYER LA ESCRITORA Y COMPOSITORA MARIA ELENA WALSH
El día en que el mundo volvió a quedar patas para arriba
Creadora de personajes entrañables, como Manuelita la tortuga, y de canciones inolvidables, fue una de las grandes figuras de la cultura popular del siglo XX. Escribió más de 40 libros y no esquivó nunca –ni siquiera en dictadura– el debate político.
Verano imperdonable, con la tristeza embotellada en los ojos, en el cuerpo. El país está de riguroso luto. Las niñas y los niños de ayer, las mujeres y los hombres de hoy que siguen cantando a coro a Manuelita que vivía en Pehuajó tienen una pena infinita. Esas voces ahora se quiebran –la congoja siempre desafina– cuando intentan completar lo que hizo la tortuga: un día se marchó. “¡Qué de campanas en la sangre siento/ cada vez que me olvido de la muerte!/ Pero sucede que ella no me olvida”. Estos versos, pletóricos de exquisito dolor adolescente, pertenecen al primer libro que publicó María Elena Walsh, Otoño imperdonable, en 1947. Prologaban, con la energía desmesurada de los primeros pasos, la obra de una artista genial, tan fuera de serie que todo lo que tocaba –poesía, narrativa, música, dramaturgia– devenía inmediatamente en oro. Tan fuera de serie es –en presente, porque su inmenso legado no admite el pretérito– que considerarla un “icono nacional, “prócer cultural”, “blasón de casi todas las infancias”, “un mito o patrimonio de la Argentina”, es recitar –de memoria– una seguidilla de lugares comunes de la lengua contra los que ella luchó hasta pulverizarlos. La muerte no se olvidó de ella. Aunque se deseó que la noticia se hiciera humo, como un mal presagio, ayer murió María Elena o la Walsh –como prefiera cada lector–, a los 80 años, “luego de una prolongada internación y como epílogo de padecimientos crónicos que la aquejaban”, según indicó el parte emitido por el Sanatorio de la Trinidad.
La muchacha que alguna vez se definió como “desabrida, limpia y chúcara” nació en “cuna de oro” el 1º de febrero de 1930, en Ramos Mejía. Su padre, Enrique Walsh, era un alto empleado de los ferrocarriles, “un anglo-argentino enamorado de Dickens y fabuloso músico autodidacto” que tocaba muy bien el piano. Su madre, Lucía Elena Monsalvo, descendía de andaluces. En la tranquila población de la línea del Oeste, la niña trovadora crecía con el abono ideal: infancia de clase media ilustrada, rodeada de libros y de cine. Entre sus fantasías más secretas –confesaría muchos años después, cuando ya era María Elena Walsh y se arrimaba a la orilla de lo que se llama un clásico– se imaginaba cantando y bailando en un escenario, como en las “maravillosas” comedias musicales que admiraba, las de Ginger Rogers y Fred Astaire. En el aula de sus recuerdos brillaba la alumna aplicada, amiga atenta de los árboles y las gallinas, y del pastito que brotaba entre los ladrillos de las antiguas veredas, las mismas que evocó en una de sus canciones, “Fideos finos”. En ese ambiente de libertad, el oído se afinó con las canciones tradiciones inglesas para niños que su padre le cantaba. Ahí comenzó a meter manos a la obra gracias a las construcciones verbales del nonsense británico.
Dueña de un pudor victoriano que se confundía tal vez con timidez, María Elena se plantó, incorregible en su rebeldía, cuando a los 12 años decidió ingresar a la Escuela de Bellas Artes Manuel Belgrano. Allí conoció a la fotógrafa Sara Facio, quien con los años se convertiría en su “gran amor, ese amor que no se desgasta sino que se transforma en compañía perfecta”, como se lee en su última novela autobiográfica, Fantasmas en el parque, publicada en 2008. En 1945, con tan sólo 15 años, apareció su primer poema, titulado “Elegía”, en la revista El Hogar, y también escribió para el diario La Nación. Dos años después, en ese 1947 dolorosamente inolvidable, murió su padre al mismo tiempo que publicaba el poemario Otoño imperdonable, que recibió el segundo Premio Municipal de Poesía. Una lluvia de elogios coronó a la “joven promesa”. Jorge Luis Borges, Pablo Neruda, Silvina Ocampo y Juan Ramón Jiménez celebraron ese primer libro.
Cuando se recibió de profesora de Dibujo y Pintura, enfiló con una beca para la Universidad de Maryland (Estados Unidos), invitada por Jiménez, el autor de Platero y yo. Los seis meses que permaneció junto al poeta fueron una experiencia traumática. Inolvidable, en el peor de los sentidos. “Cada día tenía que inventarme coraje para enfrentarlo, repasar mi insignificancia, cubrirme de una desdicha que hoy me rebela –escribió Walsh en un texto publicado en la revista Sur, en 1957–. Me sentía averiguada y condenada. Suelo evocar con rencor a la gente que, mayor en mundo, tuvo mi verde destino entre sus manos y no hizo más que paralizarlo.”
De regreso en Buenos Aires, consiguió la medicina para superar ese mal trago junto a Jiménez. Volvió a escribir ensayos en diversas publicaciones y frecuentó los círculos literarios e intelectuales. “Como a sus vanas hojas/ el tiempo me perdía./ Clavada a la madera de otro sueño/ volaban sobre mí noches y días.” Otra vez llegó un libro, el segundo poemario, Baladas con Angel, editado en un mismo volumen con Argumento del enamorado, de Angel Bonomini, quien entonces era novio de María Elena. No todo iba viento en popa, aunque pocos lo pudieran percibir. No soportaba las presiones familiares ni de la sociedad. Para ella el peronismo era una “dictadura”. Necesitaba un cambio, respirar otros aires. La aventura arrancó con una carta que sería el principio de una asociación artística y amorosa. La tucumana Leda Valladares, que entonces se encontraba en Costa Rica, la tentó con una propuesta: juntarse en Panamá para rumbear juntas hacia Europa. En el barco Reina del Pacífico, María Elena se probó el traje de cantante. Días y noches su voz se fue fogueando con las zambas de Yupanqui y los hermanos Abalos; cantó chacareras, bagualas y vidalitas anónimas, al son de los instrumentos de la compañera tucumana. Instaladas en París en 1952, en el Hôtel du Grand Balcon, una desvencijada pensión de artistas, la dupla fue eclipsando los escenarios parisienses con su exótico repertorio de canciones folklóricas. El dúo llegó nada menos que al famoso cabaret Crazy Horse. Pablo Picasso, Jacques Prévert y Joan Miró estuvieron entre su fascinado público. Las muchachas compartieron camarín con Charles Aznavour, por entonces un simple debutante.
En la “ruta a la libertad”, en la París donde se codeó con la chilena Violeta Parra y grabó sus primeros álbumes –Chants d’Argentine (1954) y Sous le ciel de l’Argentine (1955), con canciones de tradición oral del folklore andino argentino–, empezó a escribir su primer libro para chicos, Tutú Marambá. Leda & María Elena volvieron a la Argentina en 1956 y pronto salieron de gira por el noroeste argentino. Después grabarían los dos primeros álbumes en el país, Entre valles y quebradas vol 1 y Entre valles y quebradas vol 2, ambos de 1957. Canciones de Tutú Marambá (1960) incluye las primeras canciones que harían famosa a María Elena: “La vaca estudiosa”, “Canción del pescador”, “El Reino del Revés” y “Canción de Titina”. El espectáculo musical-dramático para niños concebido por el dúo, Canciones para mirar, se estrenó en el Teatro San Martín en 1962. A partir de doce canciones, Leda y María irrumpían en el escenario vestidas como juglares mientras los actores –Alberto Fernández de Rosa y Laura Saniez– representaban mímicamente, entre otras, “La Pájara Pinta”, “Canción del estornudo” y “La mona Jacinta”. La sociedad parió un nuevo espectáculo más, Doña Disparate y Bambuco, dirigido por María Herminia Avellaneda, donde aparecieron el Mono Liso y la tortuga Manuelita, el personaje insignia del universo infantil amasado por Walsh.
Antes de la separación de María Elena & Leda, hubo un último disco, Navidad para los chicos (1963). Etapa creativa y amorosa cerrada, publicaría un puñado de libros para chicos –El reino del revés (1964), Zoo loco (1964), Dailan Kifki (1966), Cuentopos de Gulubú (1966) y Aire libre (1967), que consolidó el universo infantil que MEW construyó en la década del ’60. Desde entonces, las infancias de millones de argentinos estarán enlazadas por una liturgia inoxidable.
Narradora del disparate, “milagrera” a la hora de expandir el humor y el absurdo, irreverente hasta lo inconcebible, además de irónica y satírica, no habrá otra igual. La genia MEW, como si fuera una hechicera, tenía una pulsión poética extraordinaria. En la matriz de su escritura está la poesía. En el prólogo de Hecho a mano, su poemario para adultos de 1965, está la clave. “No sé, yo solamente versifico/ pura conversación a mi manera”, decía. Las etapas, del folklore a las canciones para chicos, pasaban. La poesía siempre quedaba. En el ’68 arrancó con sus recitales unipersonales para adultos, Juguemos en el mundo, que fue disco también y en 1971 se transformó en una película en la que actuó, dirigida por Avellaneda. Ese espectáculo-disco incluía la emblemática “Serenata para la tierra de uno”: “Porque me duele si me quedo,/ pero me muero si me voy/ con todo y a pesar de todo/ mi amor yo quiero vivir en vos”.
A la Walsh –opción que suena mejor para repasar sus intervenciones públicas– le encantaba levantar polvareda. La bandera que se enarboló como símbolo de libertad y coraje fue el artículo que publicó en 1979 “Desventuras en el País-Jardín de Infantes”, cansada por la censura y las prohibiciones de películas, programas de televisión y libros. Ya estaba retirada de los escenarios; dictadura, terror y espanto trajeron el parate artístico en 1978. Esa pieza contra la figura del censor merece ser revisada y discutida sin menoscabar la importancia capital que tuvo. Un párrafo de los menos recordados legitima sin artilugios lingüísticos el accionar de la represión y convalida la teoría de los “dos demonios”. “Que las autoridades hayan librado una dura guerra contra la subversión y procuren mantener la paz social son hechos unánimemente reconocidos –señaló en ese texto–. No sería justo erigirnos a nuestra vez en censores de una tarea que sabemos intrincada y de la que somos beneficiarios. Pero eso ya no justifica que a los honrados sobrevivientes del caos se nos encierre en una escuela de monjas preconciliares, amenazados de caer en penitencia en cualquier momento y sin saber bien por qué.” Ante la posibilidad de implementar la pena de muerte en el país, en 1991 escribió un poema demoledor: “Cada vez que se alude a este escarmiento, la Humanidad retrocede en cuatro patas”. La Walsh no sintonizaba con el imperativo de la “corrección política”. Una de sus últimas intervenciones más criticadas fue cuando –en 1996– invitó a la Carpa Blanca docente a retirarse de la plaza “por autoritaria e inofensiva”.
Su primera novela para adultos, Novios de antaño, fue publicada en 1990, el mismo año en que recibió el Doctorado Honoris Causa de la Universidad Nacional de Córdoba, cuando ya era –desde 1985– Ciudadana Ilustre de la Ciudad de Buenos Aires. En 1994 se recopilaron las canciones completas para niños y adultos bajo el título Las canciones; toda su obra literaria ha sido reeditada por Alfaguara y sus libros han sido traducidos al inglés, francés, hebreo, italiano, finés, danés y sueco. En una de sus últimas entrevistas con el suplemento Radar habló de su reconciliación con el peronismo. “Al ver los manejos de la Revolución Libertadora recapacité sobre todo lo que había sido la obra del peronismo, aparte de sus manejos, así, represivos, digamos. Me di cuenta de lo que había representado para el pueblo, que es mucho. Años después viajé por el interior y la única escuela que había y el único puente eran restos de esa época del peronismo.” Se burlaba, en esa entrevista, sobre lo que le generaba la palabra “póstumo”. La pensaba como “una especie de chiste”. Y confesaba que le gustaría ser recordada “como alguien que quería dar alegría a los demás”. La vida sin María Elena tiene un gusto amargo. Entre risas y lágrimas, dos sentimientos que no son incompatibles, los argentinos la despedimos, emocionados: “¡Gracias, maestra, por tanta alegría!”.
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Publicado en homenaje el 10 de Enero, 2011, 18:48
por MScalona

Asunción de la poesía
Me siento responsable del rocío.
Por mi culpa la piedra está callada.
Comparto la velocidad del río,
tengo la obligación de la alborada.
Me importa demasiado el mundo. Ansío
su condición de lágrima y espada.
Nada sucede en su transcurso, nada,
que no pase primero por el mío.
Sepan que por el viento me suicido,
que me atribuyo el mar y que concedo
a un tribunal de lluvia mi latido.
Asumo el día y cumplo sus deberes.
Vivo la ira de los hombres, puedo
amar con el amor de las mujeres.
María Elena Walsh
(1931-2011)
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Hay que tomarse el trabajo de leer la poesía para Adultos de María Elena, a más
de uno le va a causar una enorme sorpresa, porque supo ser de la Generación de
Poetas surrealistas argentinos de la década del 50, de aquel grupo renovador de
Raúl G. Aguirre, Bailey, Giannuzzi, Siccardi, Pizarnik, etc... de ese nivel.
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Publicado en Fotitos. el 9 de Enero, 2011, 16:31
por MScalona
Mi nieta MARTINA SCALONA nació el viernes 7 de enero de 2011 en Rosario, hija de Estefanía y Matías Luis, pesó 3,5 kg. y se imaginarán que por estas horas me domina el empirismo (la realidad)
y no el poema (las palabras), pero quiero compartirlo. MARCE
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Publicado en De Otros. el 7 de Enero, 2011, 8:33
por MScalona

El barco más audaz
Era un día en que el rocío y la espuma del mar volaban y nubes negras presagiaban una lluvia traída desde el mar y sobre las montañas por un borrascoso viento de marzo.
Pero un nítido rayo de argéntea luz marina que llegó desde el horizonte, donde el propio cielo era como plata resplandeciente, y allá lejos, en Estados Unidos, el volcánico y nevado pico del monte Hood se alzaba, alto, incorpóreo, separado de la tierra y, sin embargo, demasiado próximo, lo que constituía un presagio aún más seguro de lluvia, como si las montañas hubieran avanzado o estuviesen avanzando.
En el parque de aquel puerto de mar, los gigantescos árboles se bamboleaban y de ellos los más altos eran las trágicas Siete Hermanas, constelación de siete nobles cedros rojos que durante siglos habían crecido allí, pero ahora agonizaban, agostados, con las copas desnudas, descortezadas, y las ramas muertas. (Agonizaban para no seguir viviendo cerca de la civilización y, sin embargo, -aunque todo el mundo había olvidado que recibían su nombre de las Pléyades y pensaba que se lo debían, por orgullo cívico, a las siete hijas de un carnicero que setenta años atrás, cuando la ciudad en desarrollo se llamaba Gaspool, habían bailado juntas en un escaparate-, nadie tuvo valor para cortarlos.)
Las angélicas alas de gaviotas, que volaban en círculo por sobre la copa de los árboles, destacaban, muy blancas y resplandecientes, en el negro cielo. La nieve fresca caída la noche anterior cubría a lo lejos las faldas de las montañas canadienses, cuyas heladas cumbres, masas de picos tras agujas, atravesaban en zigzag el país hacia el Norte y hasta donde alcanzaba la vista, y, por encima de todo, un águila con porte de esquiador descendía en veloz e interminable caída mundo abajo.
En el espejo –que reflejaba aquello y mucho más- de una vieja báscula, con la leyenda SU PESO Y SU DESTINO en torno a su frente, que se encontraba en el maletón, entre la parada final de trayecto del tranvía y un puesto de venta de hamburguesas, en aquel espejo situado abajo, junto a la orilla, poblada de juncos, del trecho de agua llamado Laguna Perdida, se veía acercarse a dos figuras vestidas con impermeables, un hombre y una muchacha hermosa y de expresión apasionada, destocados, extraordinariamente rubios los dos y cogidos de la mano, por lo que, de no haber sido por su parecido, como de hermanos, y porque el hombre, aunque caminaba con nerviosa rapidez juvenil, parecía ahora mayor que la muchacha, se los habría podido tomar por jóvenes amantes.
El hombre –apuesto, alto pero fornido, muy bronceado y, al acercarse aún más, mucho mayor, evidentemente, que la muchacha y vestido con una de esas trincheras con cinturón preferidas por los oficiales de la marina mercante de cualquier país, pero sin la gorra correspondiente (además, la trinchera tenía mangas demasiado cortas, por lo que se le podía ver un tatuaje en la muñeca: al acercarse más, parecía un ancla, mientras que el impermeable de la muchacha era de una preciosa pana verde floresta)- hacía de vez en cuando un alto para contemplar la encantadora cara risueña de la muchacha y una o dos veces se detuvieron los dos a aspirar a bocanadas el salado y puro aire del mar y la montaña. Un niño les sonrió y ellos le devolvieron la sonrisa, pero era un niño ajeno: la pareja no iba acompañada.
En la laguna nadaban cisnes salvajes y muchos patos también salvajes: ánades reales, levancos, clangüelas y cacareantes focas negras de picos tallados en marfil. Los pequeños levancos salían volando con frecuencia del agua y algunos de ellos revoloteaban como palomas entre los árboles más bajos. Bajo esos árboles que bordeaban la orilla, otros patos estaban mansamente posados en el talud, cubierto de césped, con los picos metidos en el plumaje alborotado por el viento. Los árboles más bajos eran manzanos y espinos, algunos de los cuales empezaban a florecer antes incluso de haberse cubierto de follaje, y sauces llorones, cuyas ramas dejaron caer, a su paso, gotas de la lluvia nocturna sobre las dos figuras.
Un mergo de pecho rojo surcaba la laguna y los dos paseantes se quedaron contemplando aquella rápida y airada ave marina, con su orgullosa cresta desordenada, tal vez porque parecía muy sola sin su pareja. ¡Ah, cómo se equivocaban! Al mergo de pecho rojo se unió entonces su compañera y, con un súbito arranque ansarino e inmenso alboroto, las dos criaturas salvajes salieron volando para posarse en otra parte de la laguna y pareció –a saber por qué- que ese simple lance había hecho sentirse a aquellas dos buenas personas –pues buenas son casi todas las personas que se pasean por los parques- muy felices otra vez.
Entonces vieron, un poco más allá, a un niño que, arrodillado en la orilla y contemplado por su padre, intentaba hacer navegar un barco de juguete en la laguna, pero el borrascoso viento de marzo no tardó en inclinar el pequeño yate hasta casi hacerlo zozobrar y el padre tiró de él con su palo curvado para recuperarlo y enderezárselo otra vez.
Su peso y su destino.
De repente el rostro de la muchacha, visto de cerca en el espejo de la báscula, pareció a punto de echarse a llorar; se desbrochó el botón más alto del impermeable para atusarse la bufanda y dejó al descubierto, colgada de una cadena áurea en torno a su cuello, una crucecita de oro. Ahora estaban parados junto a la báscula del malecón y –si exceptuamos a unos ancianos que daban de comer a los patos abajo y al padre y su hijo con el yate de juguete, todos los cuales estaban vueltos de espaldas- completamente solos, cuando un tranvía vacío, tras dar la vuelta a la diminuta plaza del final del trayecto, arrancó de repente hacia la ciudad y el hombre, que había estado intentando encender su pipa, abrazó a la muchacha, la besó tiernamente y después, con la cara pegada a su mejilla, la mantuvo por un momento estrechada contra sí.
La pareja, tras haber bajado de nuevo hasta la laguna dando un rodeo, había pasado por delante del niño con el barco y su padre. Volvían a sonreír –o al menos lo intentaban, mientras comían sus hamburguesas- y seguían sonriendo cuando pasaron por delante de los finos juncos, donde un tordo alirrojo –que, como todas las aves por aquellos pagos, puede sentirse superior al hombre, por ser su propio agente de aduanas y poder cruzar la frontera agreste sin impedimento- hacía como que no sabía anidar.
En el otro extremo de la Laguna Perdida, las dragonteas se adensaban y sus envainadas y encapuchadas hojas exhalaban su peculiar olor animal. Los dos amantes se acercaban al punto del bosque en que varios senderos avanzaban serpenteando entre los árboles. El parque, rodeado por el mar, era muy extenso y, como en muchos parques del Pacífico noroccidental, las autoridades habían tenido el acierto de preservar algunos trechos en su estado natural originario. De hecho, aunque su belleza probablemente no tuviera parangón, se parecía mucho a algunos parques norteamericanos –se habría podido pensar-, de no ser por la bandera del Reino Unido que galopaba eternamente junto a una caseta y por la aparición, en aquel momento, de una patrulla de la Policía Montada de Canadá que, espléndidamente montada sobre los mullidos asientos de un Chevrolet norteamericano, pasó, un poco más arriba, por el paseo de coches, cuidadosamente ajardinado, que, con sus túneles y rodeos, conducía hasta un puente colgante.
Más cerca del bosque había jardines con arriates protegidos de campanillas de invierno y aquí y allá algunos azafranes de primavera que elevaban sus dulces cálices. El hombre y la muchacha parecían ahora absortos en sus pensamientos, afrontando los embates del viento, que hacía ondear la bufanda de la muchacha tras ella como un banderín y alborotaba el abundante pelo del hombre.
Un altavoz, encamado en una furgoneta, rugía desde la ciudad de Enochvilleport, compuesta de rascacielos ruinosos, en diferentes niveles, unos con toda clase de chatarra en los tejados, incluso aviones descacharrados, mientras que otros eran edificios decrépitos de lonjas, nuevas cervecerías colmadas de luz verminosa incluso por la tarde y que parecían gigantescos servicios públicos para ambos sexos iluminados con luz esmeralda, construcciones que albergaban salones de té ingleses en los que podía decirte la buenaventura una pariente de Maximiliano de México, fábricas en forma de tótems, pañerías con la mejor mezclilla escocesa y fumaderos de opio en el sótano (aunque no bares, como si –igual que un horrendo libertino zarandeando por toda clase de innombrables vicios secretos- aquella ciudad sin alegría hubiera cacareado: “No, por ahí no paso”. “¿Qué sería, si no, de nuestros muchachos?”), conflagraciones de cines y modernos edificios de pisos de color cereza y otros monstruos desalmados, que albergaran –bien podía ser- nobles luchas invisibles, de la literatura, del teatro, del arte o de la música , la lámpara del estudiante y el manuscrito rechazado, o pobreza y degradación indescriptibles, atracciones urbanas entre las cuales quedaban apretujadas algunas encantadoras casas antiguas, sombrías y cubiertas de hiedra y que parecían llorar, privadas de toda luz y postradas de hinojos, y en otras partes hospitales en bancarrota y uno o dos antiguos bancos de piedra sólida, víctimas de atracos aquella misma tarde, y entre los cuales aparecían también, a intervalos frecuentes, allende un melancólico reloj blanco y negro que nunca sonaba y que marcaba las tres, chapiteles empequeñecidos pertenecientes a fachadas de madera con ventanas rosadas y ennegrecidas, extraños domos mugrientos y con forma de cebolla e incluso pagodas chinas, por lo que al principio creías encontrarte en Oriente y después en Turquía o Rusia, si bien al final, de no ser porque alguna de ellas eran iglesias, no te habría cabido duda de que te encontrabas en el infierno: pese a ello, cualquiera que hubiese estado alguna vez en el infierno de verdad debía de haber asentido ante Enochvilleport en señal de reconocimiento, ratificado por el espectáculo, al principio no carente de pintoresquismo, de los numerosos aserraderos que no cesaban de humear y devorar como demonios, Molochs alimentados por faldas enteras de montañas cubiertas de bosque que nunca volvía a crecer o por árboles que cedían su lugar a sonrientes regimientos de chalets al fondo de “nuestra hermosa ciudad en desarrollo”, aserraderos que sacudían la tierra misma con su tumulto, que colmaban la ventosa atmósfera con un sonido como de gemidos y crujir de dientes: todos aquellos curiosos logros del hombre, que juntos creaban, como se suele decir, “la joya del Pacífico”, bajaban como por una gran pendiente hasta un puerto más espectacular que los de Río de Janeiro y San Francisco juntos, con cargueros de altura amarrados en todos los ángulos a lo largo de kilómetros y kilómetros de fondeadero, heroico panorama al que casi las únicas viviendas humanas visibles a este lado del agua que parecían pertenecer –o en el que se pudiera hablar aún de la participación de sus habitantes- eran, paradójicamente, unas pocas y pequeñas chozas bajas y casuchas flotantes de construcción improvisada por sus moradores, que podrían haber sido expulsadas de la ciudad enteramente, por la orilla del agua y dentro incluso del mar, donde se mantenían sobre pilares, como cabañas de pescadores (como parecían ser algunas de ellas), o sobre rodillos, unas oscuras y en ruinas, otras recién pintadas con gracia, y cuya construcción o instalación había estado inspirada, con toda evidencia, por alguna necesidad humana de belleza, aun cuando se vieran permanentemente amenazadas de desalojo, y todas ellas erectas, incluso las más sombrías, con sus chimeneas de hojalata acanalada humeando aquí y allá, cual vapores de juguete, como desafiando la ciudad, ante la eternidad. En la propia Enochvilleport algunos anuncios de neón de colores espantosos llevaban ya un buen rato haciendo sus untuosos guiños y gesticulaciones que la añoranza y el amor transforman en poesía de la nostalgia; uno empezó a parpadear más alegre: PALOMAR, LOUIS ARMSTRONG Y SU ORQUESTA. Un enorme hotel nuevo, gris y muerto, que en el mar podría haber sido un hito de romanticismo, soltaba humo por su fantasmal techumbre torreada, como si se hubiera incendiado, y más allá resplandecían todas las lámparas en el lúgubre patio del Palacio de Justicia –también en el mar, casa de citas del corazón-, fuera del cual uno de los leones de piedra, recientemente volado, estaba reverentemente cubierto con un paño blanco y dentro del cual un grupo de ciudadanos sin tacha había pasado un mes juzgando por asesinato a un muchacho de dieciséis años.
Más cerca del parque, aparecían las luces del proscenio de un como enguijarrado salón de actos de la Asociación de Jóvenes Cristianos y teatro de variedades a un tiempo, con el rótulo TAMMUZ, EL MAESTRO DE HIPNOTIZADORES, ESTA NOCHE A LAS 8:30, y delante de él los raíles de los tranvías, por los cuales se acercaba otro de ellos con destino al parque, llegaba –se veía- casi hasta los almacenes en cuyo escaparate el sujeto de Tammuz, somnolienta descendiente tal vez de las siete hermanas cuya fama había eclipsado incluso la de las Pléyades, pero que proclamaba su ambición de llegar a ser psiquiatra, había pasado los tres últimos días durmiendo cómoda y públicamente en una cama de matrimonio como proeza publicitaria y previa a la función de aquella noche.
Por encima de la Laguna Perdida, en la carretera que ahora subía hacia el puente colgante a lo lejos, de forma muy semejante a como una pieza de música de jazz asciende hacia un solo, un vendedor de periódicos voceaba: “¡Lash destinado a Saint Pierre! ¡Condenado a la horca el muchacho de dieciséis años que asesinó a un niño! ¡Crónica detallada!”.
También el tiempo se presentaba amenazador y, sin embargo, al ver a los amantes de paseo, los otros transeúntes por aquella parte de la laguna –un soldado herido que fumaba un cigarrillo tendido en un banco y uno o dos de esos seres indigentes, los muy ancianos, que paran en los parques, ya que, a la hora de elegir, los muy ancianos, en lugar de conservar una habitación y pasar hambre, prefieren a veces, al menos en una ciudad como ésta, comer alguna cosa y vivir al aire libre- también sonrieron.
Pues, al ver pasar a la muchacha junto al hombre y cogida a su brazo, al verlos sonreírse, cuando se cruzaban sus miradas cargadas de amor, o pararse a contemplar el vuelo de las gaviotas o la escena en permanente transformación de las montañas canadienses vetadas de nieve y con sus algodonosas simas azulinas o a escuchar la hondura y majestuosidad del resonante fragor de un buque mercante (las cosas que hacían imaginar a los feroces concejales de Enochvilleport que la hermosura correspondía a la propia ciudad y tal vez no les faltara del todo razón), el pitido de un transbordador al surcar la ensenada hacia el Norte, ¿qué recuerdos no revivirían en un pobre soldado, en los pechos de los desconsolados, de los ancianos, e incluso –quién sabe- en los agentes de la Montada, no de un mero amor juvenil, sino de amantes tan enamorados, -parecían-, que temían perder un momento de su tiempo compartido?
Y, sin embargo, sólo un ángel de la guarda de aquellos dos –y seguro que tenían un ángel de la guarda- habría podido saber la más extraña de todas las cosas que estaban pensando, salvo que, como habían hablado tan a menudo al respecto y, sobre todo, cuando tenían la oportunidad, en aquel día del año, cada uno de ellos sabía, desde luego, que el otro lo estaba pensando, hasta tal punto, en realidad, que no constituyó ninguna sorpresa, pareció tan sólo el comienzo de un ritual, que –cuando se internaron por el sendero principal del bosque, por entre cuyas ramas, que los protegían del viento, se podía divisar, de vez en cuando, lo que sugería un fragmento de una partitura, un retazo del propio puente colgante- el hombre dijera:
-En tal día como hoy solté las amarras del barco. Fue en junio de hace veintinueve años.
-Fue hace veintinueve años en junio, mi amor, y fue el veintisiete de junio.
-Fue cinco años antes de que tú nacieras, Astrid, y yo tenía diez años y había bajado al embarcadero con mi padre.
-Fue cinco años antes de que yo naciera, tú tenías diez años y habías bajado al embarcadero con tu padre. Tu padre y tu abuelo te habían construido el barco: un barco estupendo, de veinticinco centímetros de largo, muy bien barnizado y hecho de madera de tu caja de aeromodelismo y con una nueva y fuerte vela blanca.
-Sí, era madera de balsa de mi caja de aeromodelismo y mi padre se sentó a mi lado y me dijo lo que debía escribir en la nota que iba a llevar dentro.
-Tu padre se sentó a tu lado y te dijo lo que debías escribir –dijo entre risas Astrid- y tú escribiste así:
“Hola,
Me llamo Sigurd Storlesen y tengo diez años. Ahora mismo estoy sentado en el embarcadero de Fearnought Bay del condado de Clallam, en el Estado de Washington (Estados Unidos de América), a ocho kilómetros al sur del cabo Flattery, por el lado del Pacífico, y mi papá está junto a mí dictándome lo que debo escribir. Hoy es 27 de junio de 1922. Mi papá es guardabosques en el Parque Nacional Olympic, pero mi abuelito es el encargado del faro del cabo Flatter. Junto a mí tengo una canoíta reluciente que quien lea esta nota tendrá ahora en sus manos. Es un día ventoso y mi papá ha dicho que meta la canoa en el agua, cuando haya introducido esta nota en ella y haya pegado la tapa, que es un trozo de madera de balsa de mi caja de aeromodelismo.
Bueno, tengo que terminar esta nota ahora, pero antes pido a quien la encuentre que se lo comunique al Seattle Star, porque a partir de hoy voy a empezar a leer el periódico para ver si dice quién, cuándo y dónde lo ha encontrado.
Gracias. Sigurd Storlesen”.
-Sí, después mi padre y yo metimos la nota dentro, pegamos la tapa y la sellamos y metimos el barco en el agua.
-Metisteis el barco en el agua y la marea, que estaba bajando, se lo llevó. La corriente lo atrapó y se lo llevó, ¡y estuvisteis contemplándolo hasta que se perdió de vista!
Habían llegado a un claro del bosque en el que unas cuantas ardillas correteaban por la hierba. Un indio de tez oscura y vestido con una cazadora, totalmente absorto en su amistosa tarea, daba de comer palomitas de maíz, de una bolsa, a una bruñida ardilla negra, que las mordisqueaba posada en su hombro. Eso les recordó que debían comprar cacahuetes para dar de comer a los osos, cuyas jaulas se encontraban más adelante.
Ursus Horribilis: y ahora estaban arrojando cacahuetes a aquellos tristes y torpes seres muertos de sueño –si bien aquellos dos osos pardos estaban juntos, tenían incluso un hogar-, tal vez demasiado somnolientos aún para saber dónde se encontraban, envueltos aún en un sueño de lomas boscosas y arándanos silvestres en las cordilleras que Sigurd y Astrid volvían a ver, al frente, entre los árboles y allende una bahía.
Pero, ¿cómo iban a poder dejar de pensar en el barquito?
Durante doce años había errado por entre las tormentas del invierno, por soleados mares estivales: ¿qué aguas revueltas entre corrientes lo habrían atrapado?, ¿qué aves marinas salvajes –meaucas, petreles, gaviotas de rapiña, de las que siguen las hélices batientes, los oscuros albatros de aquellas aguas septentrionales-, habrían bajado en picada hacia él o qué corrientes cálidas lo habrían llevado perezosas hacia tierra y qué corrientes de aguas azules lo habrían arrastrado tras la albacora, con barcos de pesca como jirafas blancas, o qué flujos glaciales lo habrían arrojado por entre la espuma hacia el propio cabo Flattery? Tal vez hubiera descansado, flotando en una cala protectora, donde la orca golpeaba, azotaba, las claras aguas profundas, lo hubieran visto el águila y el salmón, lo hubiese mirado con ojos asombrados una cría de foca, hasta que las olas lo hubieran hecho encallar, bañado por el sol de una tarde lluviosa, entre crueles rocas pobladas de percebes, embarrancado y golpeado por un flanco y por el otro en una pulgada de agua, como un ser vivo o una pobre lata vieja, empujado, aporreado en la orilla y volteado y vuelto a enderezar, arrojando arena arriba y después barrido otro metro playa para volver loco toda la noche a un pescador con su débil y quejumbroso golpeteo, antes de que el reflujo se lo hubiera un oscuro amanecer de otoño y hubiese seguido su camino de nuevo por el piélago, por entre truenos, hacia Dios sabe qué feroz costa yerma y deshabitada, conocida sólo por el pavoroso Wendigo, donde ni siquiera un indio habría podido encontrarlo, allí desamparado, perdido, hasta que las grandes y negras mareas rebosantes de enero o las inmensas y calmas mareas de la luna de mediados del verano lo hubieran devuelto al mara para que reanudara su travesía otra vez…
Astrid y Sigurd llegaron ante un gran recinto, un poco apartado del sendero, con dos arces con hojas de pámpano (con sus bolas escarlatas –delicadas precursoras de sus hojas- ya visibles) que atravesaban el techo y un refugio cavernoso a un lado, para que sirviera de guarida, y todo él, excepto los barrotes del frente, cubierto por una resistente tela metálica de malla ancha… considerada protección suficiente contra una de las fieras más satánicas que pueblan la tierra.
Dos animales habitaban la jaula, moteados como falsos leopardos de color pastel y parecidos a gatos decorados y con expresión maníaca: tenían las orejas cubiertas de enormes borlas y, como si fueran una feroz parodia de los arces con hojas de pámpano, también de su mentón colgaban borlas. Sus piernas eran tan largas como el brazo de un hombre y sus zarpas, revestidas de piel gris de la que sobresalían unas garras curvadas como cimitarras, eran del tamaño de un puño humano cerrado.
Y las dos hermosas y demoníacas criaturas rondaban y recorrían el recinto sin cesar y hurgaban la base de su jaula, entre cuyos barrotes había el espacio justo para que introdujeran una garra asesina –un gorrión casi invisible, siempre a un brinco fuera de su alcance, se alejó picoteando el polvo-, hurgaban con voracidad eterna, aunque también buscaban con desesperación alguna salida, pasando y volviendo a pasar uno por delante del otro rítmicamente, como auténticos condenados y presas de algún hechizo imperioso.
Y, sin embargo –mientras contemplaban el aterrador lince canadiense, que parecía encarnar en forma animal toda la ferocidad pura de la naturaleza, al tiempo que mascaban cacahuetes, a su vez, y se pasaban la bolsa el uno al otro-, ante los ojos de los amantes seguía navegando aquel barquito, luchando con los mares, a merced de una ferocidad aún más salvaje, durante todos aquellos años antes de que Astrid hubiera nacido.
¡Ah, su absoluta soledad entre aquellas inmensidades desiertas de mares encrespados y lluviosos, desprovistos incluso de aves marinas, entre vientos opuestos, o en la gran marejada muerta, sin viento, que sigue a un temporal, y luego, al soplar ráfagas que alzaban el rocío del mar como lluvia, como una visión de la creación, volando el barquito hacia las alturas del cielo, desde las que chisporroteaban relámpagos de cobalto, y después se hundía en el abismo, pero ya estaba subiendo otra vez, mientras el entero mar encrespado con espuma como lana de corderos iba replegándose hacia sotavento, toda la vasta extensión impulsada por la luna, como los prados y los valles y las cadenas cubiertas de nieve de una Sierra Madre presa del delirio, en movimiento incesante, subiendo y bajando, y el barquito subiendo y bajando en un mar paralizante de blanco fuego a la deriva y espuma humeante que parecía arrollarlo y sin que dejara de oírse todo ese tiempo un sonido como un canto agudo, pero de armonía tan sostenida como de teletipos de telégrafo o como el perpetuo sonido, increíblemente agudo, del viento donde no hay nadie que lo escuche, que tal vez no exista, o el espectro del viento en las jarcias de barcos desde hace mucho perdidos, y tal vez fuera el sonido del viento en sus jarcias de juguete, cuando el barco volvía a inclinarse hacia delante, pero aun entonces, ¡sobre qué otras ignotas profundidades habría navegado, hasta que a saber qué aves de mal agüero, vueltas por fin agentes divinos para él, qué aves de hierro con alas como sables peinando eternamente en la oscuridad las grises marejadas inconmensurables, le hubieran impartido misteriosamente su sentido de la orientación, al solitario y boyante barquito, impulsándolo con sus picos bajo ocasos dorados en un cielo azul, cuando navegaba cerca de costas montañosas de nubes con astros por encima de ellas o costas una vez más ardientes en el ocaso, cuando doblaba no sólo las terribles rocas empapadas de espuma, como incineradoras en aserraderos, de Flattery, sino también otros cabos desconocidos, durante aquellos doce años, con cumbres gigantescas, imágenes de aridez y desolación, contra las que el corazón se ve arrojado y atravesado eternamente! Y –lo más extraño de todo- cuántos barcos lo habrían amenazado, a su vez, todos aquellos años –los años también de los últimos barcos de vela que, con sus pájaros de montera, se dirigían raudos hacia su olvido-, durante aquella travesía de tan sólo cien kilómetros en línea recta desde su botadura hasta su puerto final, surgiendo imponentes de entre la niebla y pasando por su lado sin tocarlo, pese a ir cargados con cañones o hierro para guerras inminentes, en cuántos cargueros ahora hundidos en el fondo del mar había viajado él, Sigurd –si vamos al caso-, cargados con mármol antiguo, vino y cerezas en salmuera, o cuyos motores seguían incluso entonces murmurando por alguna parte: ¡Frére Jacques! ¡Frére Jacques!
¿Qué extraño poema de la misericordia de Dios era aquél?
De repente, una ardilla, ante su vista, trepó por un árbol junto a la jaula y después, chachareando estridentemente, saltó de una rama y cruzó como una flecha la parte superior de la tela metálica. Al instante, veloz y mortífero como un rayo, uno de los linces saltó por el aire como una flecha los seis metros hasta el techo de la jaula en pos de la ardilla y produjo, al golpear el alambre, un son como de guitarra colosal, al tiempo que metía por entre el alambre, como centellas, las cimitarras de sus zarpas: Astrid dio un grito y se cubrió la cara.
Pero la ardilla, sana y salva, intacta, corría ya ligera por otra rama, bajaba del árbol y se alejaba, mientras el enfurecido lince saltaba hacia arriba una y otra vez y su pareja, agazapada abajo, gruñía y bufaba.
Sigurd y Astrid se echaron a reír, pero entonces pareció en cierto modo injusto para el lince, que ahora lamía, solemne, la cara de su pareja. La inocente ardilla, por la que sentían tal alivio, casi podía haber estado luciéndose, casi podía, a diferencia del absorto gorrión, haber estado mofándose del animal enjaulado. El escape por los pelos de la ardilla –una posibilidad entre mil- que, pensándolo bien, debía de darse a diario, parecía algo insignificante, pero de pronto no lo parecía que hubieran estado ellos allí para verlo.
-Ya sabes cómo miré el periódico y esperé –dijo Sigurd, encorvado para volver a encender la pipa, mientras siguieron su camino.
-El Seattle Star –dijo Astrid.
-El Seattle Star…Fue el primer periódico que leí en mi vida. Mi padre siempre decía que el barco había ido hacia el Sur… tal vez hacia México… y creo recordar que mi abuelo decía que no, que, si no se deshacía en Tattoosh, la marea lo llevaría por el estrecho de Juan de Fuca, tal vez a Puget Sound incluso. El caso es que miré el periódico y esperé mucho tiempo y al final, como un niño que era, dejé de mirar.
-Y pasaron los años…
-Y crecí. El abuelo ya había muerto y mi padre… ya sabes… en fin, también ha muerto ya. Pero nunca lo olvidé. ¡Doce años! ¡Imagínate…! Pero, ¡si es que estuvo viajando más de lo que llevamos nosotros casados!
-Y llevamos casados siete años.
-Hoy se cumplen siete años…
-¡Parece un milagro!
Pero sus palabras cayeron como flechas sin fuerza ante el blanco que aquel hecho representaba.
Iban caminando, tras haber abandonado el bosque, entre dos largas filas de cerezos japoneses, que el mes próximo formarían una etérea avenida de flores celestiales. Tras dejar atrás los cerezos, a derecha e izquierda del amplio claro, reapareció el bosque, que bordeaba los dos brazos de la bahía. Cuando se acercaban al Pacífico, bajando por la suave pendiente, el viento se volvió, en aquella remota parte del puerto, más tempestuoso: las gaviotas, glaucas y estentóreas, revoloteaban y se deslizaban por encima de ellos, chillando, y de repente ya estaban mar adentro.
Y ahora tenían delante el mar, al final de la cuesta que acababa en una playa abrupta, el mar desnudo y muy profundo, sin embarcadero ni malecón ni casucha simpática alguna, si bien a la izquierda se veían algunas casas bonitas, con luz en una ventana, que brillaba cálida por entre los árboles al borde mismo del bosque, como si fuera de un robusto Adán de la Columbia Británica, de regreso, sigiloso, al Paraíso con su Eva bajo la flamígera espada del querubín urbano.
La marea estaba baja. Por el agua corrían caballos blancos en torno a un punto. Los impetuosos embates de la marea, borbollones de plata batida, sobre el cruce de corrientes submarinas eran tan rápidos, que la propia superficie del mar parecía alejarse veloz.
El sendero se convirtió en una pista de ceniza al abrigo de una antigua construcción de madera, un salón de té desierto y cerrado con tablas desde el verano pasado. Las hojas muertas se deslizaban por el porche, más allá del cual, en una pendiente a la derecha y bajo un tempestuoso bosquecillo de abedules, aparecían, volcados, bancos y mesas para meriendas y un columpio estropeado. Era un panorama frío, triste, inhumano, el que allí se ofrecía y también más allá, con el estruendo de aquella profunda marea baja. Sin embargo, algo había entre los amantes que conmovía como un cariño y que podría haber abierto de par en par los postigos, haber puesto pie en los bancos y las mesas y haber llenado todo el bosquecillo con las voces y las risas infantiles del verano. Astrid se detuvo un momento descansando una mano sobre el brazo de Sigurd, mientras se encontraban cobijados bajo aquella construcción, y dijo lo que tantas otras veces anteriores había dicho, por lo que siempre lo repetían como un conjuro:
-Nunca lo olvidaré. Aquel día, cuando tenía siete años y vine al parque, aquí, de excursión con mi madre, mi padre y mi hermano. Después de almorzar, mi hermano y yo bajamos a jugar a la playa. Era un hermoso día de verano y la marea estaba baja, pero por la noche había habido una marea muy alta y se veían las líneas de tablas y algas dejadas por las aguas… Estaba jugando en la playa, ¡y encontré tu barco!
-Estabas jugando y encontraste mi barco y tenía el mástil roto.
-Tenía el mástil roto y le colgaban jirones de vela, sucios y fláccidos, pero tu barco estaba entero e intacto, aunque maltratado por la intemperie y con arañazos. Corrí hasta donde estaba mi madre y ella vio la cera que sellaba el puente de mando, ¡y encontré vuestra nota, mi amor!
-Encontraste nuestra nota, mi amor.
Astrid sacó del bolsillo un pedazo de papel y, sosteniéndolo entre los dos, se inclinaron y (aunque ya apenas resultaba legible y se lo sabían de memoria) leyeron:
“Hola,
Me llamo Sigurd Storlesen y tengo diez años. Ahora mismo estoy sentado en el embarcadero de Fearnought Bay del condado de Clallam, en el Estado de Washington (Estados Unidos de América), a ocho kilómetros al sur del cabo Flattery, por el lado del Pacífico, y mi papá está junto a mí dictándome lo que debo escribir. Hoy es 27 de junio de 1922. Mi papá es guardabosques en el Parque Nacional Olympic, pero mi abuelito es el encargado del faro del cabo Flatter. Junto a mí tengo una canoíta reluciente que quien lea esta nota tendrá ahora en sus manos. Es un día ventoso y mi papá ha dicho que meta la canoa en el agua, cuando haya introducido esta nota en ella y haya pegado la tapa, que es un trozo de madera de balsa de mi caja de aeromodelismo.
Bueno, tengo que terminar esta nota ahora, pero antes pido a quien la encuentre que se lo comunique al Seattle Star, porque a partir de hoy voy a empezar a leer el periódico para ver si dice quién, cuándo y dónde lo ha encontrado.
Gracias. Sigurd Storlesen”.
Llegaron a la playa desierta, salpicada de madera arrojada por el mar, por doquier esculpida, verticilada, apilada por mareas tan inmensas, que había una línea de algas y detritos sobre la hierba, detrás de ellos, y grandes troncos, leños y tocones retorcidos, en forma de cruz o petrificados en un feroz ataque de ira –o, mejor aún, algunos trozos de madera casi listos para quemar, para que alguien se los llevara a su casa, y automáticamente, recordando los inviernos en que ellos mismos habían pasado necesidad, los arrojaron lejos del alcance del mar para que alguien los recogiera-, y más tocones allí, al pie del bosquecillo, y bien visibles en los taludes boscosos guadañados por el mar a ambos lados, en los que crecían árboles resquebrajados, suspirando por la ribera. Y dondequiera que miraran había despojos, el tributo a la ira invernal: de gallineros, de boyas, de la pared de una cabaña de pescador con las ensambladuras de las tablas rotas y los clavos al descubierto. La furia había afectado incluso a la propia playa, había formado montículos, ondulaciones y barreras de guijarros y conchas que a veces tenían que escalar. Y por doquier se veían también los grotescos y macabros frutos del mar, con su estimulante olor a yodo, bulbos de algas de pesadilla, como anticuadas bocinas de coches, con un rastro de cintas de raso marrón de seis metros de longitud, fucos como demonios o los cercos desechados de espíritus malignos que se habían purificado. Y después más restos: botas, un reloj, redes de pescar rotas, una timonera demolida, un timón destrozado y tirado en la arena.
Resultaba imposible entender por más de un momento que todo aquello, con su impresión de muerte, destrucción y esterilidad fuera sólo una apariencia, que –por debajo de los desechos flotantes, bajo las propias conchas que crujían bajo sus pies, dentro de los arroyuelos que salvaban, abajo, en el borde de la marea- la vida, como en el bosque, hormigueara y se desplegara y bullese la primavera.
Cuando Astrid y Sigurd estuvieron casi protegidos por un árbol desarraigado en una de esas bajas ondulaciones de la playa, advirtieron que las nubes se habían disipado sobre el mar, aunque el cielo no estaba azul, sino que seguía de color intensamente argénteo, por lo que podían ver al otro lado del golfo y distinguir –o así les parecía- la línea de algunas islas del golfo. Un carguero solitario con las grúas elevadas recibía los embates de las olas en el horizonte. Seguía viéndose un vestigio del monte Hood o podían ser nubes. También repararon, al Sudeste, en la base en declive de una colina, en un triángulo de verde lavado por la tormenta, como recortado entre la negrura que se cernía, en el que había cuatro pinos, cinco postes de telégrafos y un claro que parecía un cementerio. Detrás de ellos, las heladas montañas de Canadá ocultaban sus feroces picos y nevadas tras nubes aún más feroces. Y vieron que en el mar, que estaba gris, se formaban cabrillas y corrientes que se alejaban de la costa y rocío que saltaba atrás desde las rocas.
Pero, cuando el viento los embistió con toda su fuerza, mirando desde la orilla, fue como contemplar el caos. El viento arrastró sus pensamientos, sus voces, casi sus sentidos mismos, mientras caminaban, haciendo crujir las conchas, riendo y tropezando. No podían decir si era espuma o lluvia lo que les azotaba y cortaba la cara, si era espuma del mar o lluvia de la que había nacido el mar, hasta que por fin se vieron obligados a detenerse y quedarse allí cogidos del brazo… Y hasta aquella costa, por entre aquel caos, por aquellas corrientes, había llegado su barquito, con su inocente nota, procedente del pasado, para disfrutar por fin de seguridad y de un hogar.
Pero, ¡ah, los temporales que habían capeado ellos!
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MALCOLM LOWRY
Gran Bretaña, 1909-1957
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Su obra más celebre es la novela BAJO EL VOLCÁN, enorme influencia para Roberto Bolaño.- Este cuento abre el libro de relatos titulado “ESCÚCHANOS SEÑOR, DESDE EL CIELO, TU MORADA”, ed Tusquets, colección Fábulas. La foto que ilustra este post es de Lowry en el puerto de Curacao en 1947.-
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Publicado en Aguafuerte el 6 de Enero, 2011, 9:31
por MScalona

Cuanto más inteligente se es, más estúpido (últimos pensamientos de Gombrowicz)
Por Candela Sialle
Según informe policial de Vence, esta mañana, poco antes de las siete, Witold Gombrowicz habría sido hallado sin vida en su modesta cocina de la calle Lyon. Su cuerpo engordado por los corticoides que le trataron el asma durante los últimos trece años se desplomó sobre la mesada de granito. Un infarto de miocardio le arrebató el último pensamiento aproximadamente seis horas antes de ser encontrado por su hija menor, declaró la pericia forense a La Provenza.
Margarita traía consigo un ramillete de fresias y jalea real para amedrentar los malos humores de su padre, acrecentados durante el invierno. Lo sabe; habrá de llorarlo a chorros sobre el empedrado de Vence en las próximas heladas y, en los viveros de la periferia rural, cuando se aburra de las flores de estación.
En el pantalón de gabardina gris, más precisamente, en el bolsillo derecho de esta prenda, se le encontró además creemos que fue el perito un manojo de llaves reunidas por una arandela de hierro añosa en la que se lee: Thames 1257. ¿Gombrowicz imaginó regresar a la casa de Bernal?. ¿Habría querido despedirse de Macedonio con vino? Margarita no lo sabrá nunca, pero hubiese deseado poder acompañarlo a Buenos Aires alguna vez.
“Cuanto más inteligente se es, más estúpido”. Así, encabezó la ultima página de su diario y, seguramente, así se titulará off the record el inminente articulo de La Provenza que narrará mañana, las crepitaciones de su adiós.
Llaves y un diario de anotaciones fueron los únicos elementos personales acopiados en las actas legales.
¡Ved todos esos festines del intelecto! ¡Esos descubrimientos! ¡Esas perspectivas! ¡Esas publicaciones! ¡Congresos! ¡Discusiones! ¡Institutos! En el curso de las discusiones que agitan el pensamiento occidental no oiréis jamás elevarse una voz para decir “Yo no sé muy bien”
(Estas ideas continuaban la página de su diario. No fue material seleccionado por La Provenza. Quizás, los editores experimentados de periódicos sepan mejor que nosotros que basta un titular para transmitir el deceso de un hombre).
Silencio.
Sí, asfixiado por la estrechez del Sena, seguramente Gombrowicz hubiese preferido regresar a Bernal y contra el Río de la Plata, despedir a su amigo.
Durante la aspereza del frío europeo, intentando entibiar las ánimas enrarecidas, Witold Gombrowicz supo internarse sistemáticamente a lo largo de veinte años, en el tercer dormitorio de la casa de Rosa del Mazo Aguilar Ramos, madre de Macedonio y benefactora de todos los Fernández. A Macedonio le dejo aquella construcción inglesa en el partido de Bernal, de ventanas angostas que permitía el ingreso de un sol aun, sin contraindicaciones. Este la disfrutó en soledad, en familia, y finalmente, en compañía de amigos. En su cuarto impar, acicateados por las hebras de luz, ambos camaradas de la causa metafísica lamían y relamían sus modestas certezas. Los hermanó el aquerenciamiento con el nordeste provinciano y la náusea por el tono pontificador: “Es escandaloso que la gente no haya encontrado aún el lenguaje para expresar su ignorancia”, se decían.
Silencio.
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Publicado en De Otros. el 5 de Enero, 2011, 14:34
por MScalona

Garabato
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Con un trozo de carbón con mi gris roto y mi lápiz rojo dibujar tu nombre el nombre de tu boca el signo de tus piernas en la pared de nadie En la puerta prohibida grabar el nombre de tu cuerpo hasta que la hoja de mi navaja sangre y la piedra grite y el muro respire como un pecho.
Octavio Paz
Mex. 1914-1998
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Publicado en General el 4 de Enero, 2011, 19:35
por Gabi Gervasoni
La íntim a
Era la primera vez que se volvían a ver en el penal. Florencia había pasado por la requisa (¡qué frías las manos de esa mujer!) y esperaba sentada en el cuartito de las visitas. El lugar estaba igual que cuando ella misma recibía sus visitas; las densas manchas de humedad se habían apropiado de todas las paredes y se mantenían en pie la mesa y cuatro sillas de plástico de aquel entonces. Carla entró sin esposas, apenas guiada por la guardia que le apoyaba la mano derecha sobre el omóplato. Cuando la vio supo que Carla ni siquiera imaginaba la verdad. Se acercaron despacio y se besaron en la mejilla. La guardia se quedó sentada en una esquina, bastante desatenta a lo que pasaba entre las dos mujeres.
-No me dejaron entrar nada, ni el mate, nada…- dijo Florencia.
-Está bien, no te calentés –le contestó Carla mientras le agarraba fuerte las dos manos y las besaba- Yo te quería ver no más. Y la próxima quiero que pidamos una íntima.
-No, no me la banco. Ir hasta allá, esperarte ahí, te ven todos.
-Ellos lo hacen así para que no vayamos. Acá también todas me ven, viene el móvil, voy a la otra unidad y todos saben que voy a coger, es así, pero me la banco. Estás re careta. ¿No ves que lo hacen para jodernos? Es un derecho que tenemos. –Carla mostraba una evidente desilusión y hablaba jugando con unas miguitas que había en la mesa.
En ese instante Florencia recordó los primeros encuentros de ellas dos en ese mismo Penal. Hacía poco que estaba ahí y tenía tantas ganas de que alguien la tocara que ella misma se acercó a Carla, a pesar de que Flavia le había advertido "ojo que ésta mató a un tipo". La oscuridad las envolvía como una frazada tibia y debajo de ella los cuerpos se entrelazaban, se lamían y se daban aliento. Florencia no había vuelto a sentirse sola desde que Carla la acompañaba. Hablaban, tomaban mate, tenían sexo y elucubraban fantásticas huidas del penal. Todo era mejor de lo que Florencia hubiera pensado. Y Carla era mucho mejor que los hombres con los que ella había estado. También la memoria se detuvo unos instantes en la traición.
Después Florencia recordó el día del encuentro afuera: ella había cumplido su condena y Carla no había vuelto del acercarmiento familiar y, tal como habían planeado, se encontraron a las once de la noche en la Plaza Sarmiento. Pasaron tan desapercibidas que les dio miedo. Fueron meses de mucha libertad. Carla tenía buenos contactos y rápidamente encontró un "laburito piola", como decía ella, y pudieron sobrevivir juntas. Florencia empezó a amarla de verdad recién en ese momento. Nunca nadie la había mantenido voluntariamente, ni siquiera sus padres. Desde que tenía memoria había mendigado de formas varias para subsistir. Con Carla todo era distinto. Hasta que se cebó, se metió más de la cuenta en ese "laburito piola" que tenía y empezó a hacer cagadas. Alguien le había dicho a Florencia una vez que la policía no sale a buscar a los presos que se fugan, sólo los espera.
-No es que no quiera, Carla, te juro que quiero estar con vos, pero no me banco la requisa allá, los tipos que te gritan de todo… es demasiado humillante para mi –se excusó Florencia sin abandonar los pensamientos que estaba sobrevolando.
-Mirá, Flor, que me hablés de humillación me da un poco de risa. A mi me chupan un huevo todos, los tipos, los canas, todos. – contestó la otra mujer. Mientras hablaba buscaba a la guardia provocativamente con la mirada, pero ella estaba realmente ajena a la conversación, divisando a otras internas a través de la ventanita que daba al patio.
¿Existía la humillación para ellas? Carla de verdad estaba más allá de la mirada ajena, en cambio Florencia vivía atenta a todo. La atormentaban los ojos que escudriñaban sus tatuajes hechos con birome, sus cicatrices en las muñecas y los tobillos. Se enfurecía con la mirada de algún policía, un comentario grosero en la calle o cualquier signo de menosprecio. Mientras pensaba en el día que le reventó la botella en la cabeza a un flaco que se hizo el piola y le preguntó de qué comisaría se había escapado, como un timbre que la llamaba a la realidad, apareció el recuerdo de los días en la casita de calle Felipe Moré. Carla seguía frente a ella y le apretaba las manos. En sus ojos había inocencia. "Qué hija de puta que soy", pensó.
Como en los cuadros de una historieta se vio cocinando en la casita de chapas azules, el Fiat Uno en la puerta y el equipo de música al mango. Carla había podido fugarse de nuevo y estaban juntas otra vez. Después Laura golpeando la puerta, borracha, con el papel que tenía el número de teléfono de la otra en la mano. En el cuadro siguiente estaba ella misma, hecha una fiera, una loba, marcando los números que se le mezclaban y del otro lado Carla, atendiendo ese teléfono de número desconocido. "¿Quién es? ¿Quién es?"
-¿En qué estás pensando? Al final viniste para quedarte callada... qué ortiva que estás, nena. ¿En qué pensás?, decime, boluda. –la pregunta de Carla la volvió a la realidad.
- En nada, te miro. Bah, pienso en cuando estábamos afuera. Eso.
Ahora su cabeza iluminaba la puerta de la casa de calle Felipé Moré para que el final de la historia se viera bien claramente. Eran las diez de la noche, Carla estacionaba la motito en la puerta y seis policías aparecieron de la nada y se la llevaron. Fue un final adelantado.
-Yo te quiero decir algo del día que me encontraron –dijo Carla.
-Yo también –retrucó Florencia.
-¿Quién empieza?
- Nadie, dame un beso y abrazame –le pidió Florencia incorporándose de la silla.
-Pero primero perdoname –exigió Carla.
-Dame un beso y abrazame.
Fue el último abrazo. Con las manos la recorrió desde el pelo hasta las piernas. Estaban de pie y tan arrobadas que Florencia llegó a meter sus manos por adentro de la remera de Carla y pudo acariciarla con detenimiento. La guardia no quiso mirar. Por última vez su lengua se apoyó en la de Carla. La lengua de una mujer que había matado a un tipo pero era mucho mejor que ella.
Gabi Gervasoni
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Publicado en Aguafuerte el 4 de Enero, 2011, 11:50
por MScalona
Retazos de tiempo
Soy limitado, primitivo, previsible y sumamente acotado como un gesto. A la par corre mi conciencia tratando de espabilarme a los tortazos. De vez en cuando, la tibieza roza mi rostro y me despierto de un sueño atolondrado. Alegre y nocturna como la esperanza.
Hay retazos de mi vida, sin embargo, que cuelgo en la soga de claridad cuando se hace la mañana en mi patio, sólo para ver en qué se convierten.
Mientras tanto, yo, leo los diarios. En Internet. Porque en papel se me mueven las letras y las palabras se me piantan, y siempre me parece que estoy leyendo lo mismo. Y empiezo una vez más. Y, lo mismo. En otras hojas, con otra tipografía, pero en el fondo nada cambia.
Y mientras, de reojo, semblanteo lo que dejé colgado en la soga: esos retazos que se hicieron lugar a golpe de codazos en el sueño y hoy ameritan ser la única herencia que me explica que anoche dormí, volé, me perdí en las horas desiertas o me desencontré caminando en una senda de hojas amarillas de miedo, sepias de aburrimiento, durante no sé cuánto tiempo. Y de tanto abrir tranqueras, caminar y caminar, supe, con tamaño disgusto y sinrazón, que todos los caminos nocturnos son efímeros, tenues, renuentes a la lozanía. Culminan a las siete menos cuarto de la mañana. Todas las mañanas. Y, mañana, luego de garabatear esta balada en LA Menor, así también será.
De todos modos, aún conservo en la soga del patio ese galimatías que suspiré al levantarme esa otra mañana que ya ni me acuerdo. De lejos, no parece tan descabellado. Tampoco parece lo contrario. Esto también hay que decirlo. Se parece a esas hojas quemadas por el sol en un otoño pleno, ya crecido, insobornable. Son esas mismas hojas las que denotan que la opacidad está en pleno cauce y su sintonía fina se va a descansar hasta que llegue su próxima actuación. Y lo hace porque sabe que su devenir es cuestión de tiempo. No hay entrevero cuando piensa en lo que va a venir. En su devenir no hay dudas. Es pura certidumbre ¿No se aburrirá de tanta certeza?
Se cuelga y se descuelga el tiempo. Yo lo conservo en botellitas. Tiempo en conserva, al vacío. Con tapa a rosca. Es una máquina que me prestó un amigo muerto. Dice, que a él, no le sirve para nada. Decidí callarme la boca y pedírsela a préstamo por un año. A él, le pareció perfecto. A mí, me dio lo mismo. Me dio pena confesarle que a nadie le sirve para nada enfrascar el tiempo. Es que lo vi irse tan contento, radiante, lleno de aire los pulmones, los pelos al viento hirviendo de gratitud, silbando una canción de Los Beatles; que pensé en no decirle nada. Y guardarme la tristeza. Para mí.
Me preguntó sobre lo que había colgado en la soga, esa mañana:
¿Qué son esos retazos que colgaste en la soga, enfrentados a la claridad cuando se hace la mañana en el patio? ¿Para qué los colgaste? ¿Sólo para ver en qué se convierten? Lo miré fiero. Fijamente, durante tres años y medio. O algo más; no me acuerdo. El tiempo pasa tan rápido...
Al cabo de ello, le cebé un mate amargo y miré hacía allí, en esa opacidad que da el patio cuando es de tarde, y lo único que queda de la mañana, es esa gota de rocío que se quedó a vivir en el vientre de una hoja, esa gota que hizo de su suspensión, de su levedad, agotamiento en los relojes, arena sobre los párpados en un abrir y cerrar de ojos, pausa para la muerte y sus estragos. Bruma en los dedos.
¿Qué? -le pregunté.
Eso -me dijo- y señaló con el índice hacia la boca enmohecida de algún túnel del tiempo que, por pura y absoluta casualidad, da hacia la puerta de mi cocina que comunica con el patio.
¿Eso que cuelga de la soga? ¿Prendido con palitos de madera?
Sí, eso -contestó devolviéndome el mate. ¿Qué es?
No sé -respondí sincero.
Ah...
Deben ser de otra vida?
Mi amigo no es de andar soltando palabras porque sí. Agarró el mate, lo vio lavado y le cambió la yerba. Después, sacó unos bizcochos que compró en una panadería de Avenida del Rosario y Lituania y puso la pava al fuego. Cuidá que no se hierva el agua, me dijo. Yo me voy un par de años a mirar qué es eso colgado en el patio de tu casa. Ya vengo.
aazappa@hotmail.com
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Publicado en General el 4 de Enero, 2011, 11:42
por MScalona

LA SOLUCIÓN FINAL
WWW.PERFIL.COM
Por Eduardo Pavlovsky | 02.01.2011 | 05:15
Cuando me desperté, el reloj marcaba las ocho en punto. Me vestí y salí corriendo a lo de Rulo para desayunar. Enfilé por Sucre hacia Astilleros, y escuché un raro sonido que parecía provenir de la calle Pampa. Vi mucha gente. Algo así como una gran manifestación de adolescentes caminando hacia un espectáculo de rock. A medida que me acercaba, la imagen se hacía más kafkiana. Eran filas de niños que caminaban en silencio. En realidad, tuve la impresión de que el silencio era total. No había casi adultos –o por lo menos no había gente de estatura normal. Esa inmensa caravana en silencio estaba integrada por niños que no superaban los 80 cm de altura. Imposible evaluar la edad, y cuando creí divisar algún adulto no sobrepasaba nunca el metro de altura. El caminar de los chicos producía un extraño sonido musical. Digo –el arrastrar unísono de los pies de los niños sobre la calle–: producía una melodía. Una extraña melodía. Lo que más me llamaba la atención era la extraordinaria disciplina de los niños. Marchaban en fila de tres. Un metro de distancia entre las filas. La larga caravana era extensísima. De dónde vendrán, me preguntaba. Cuando comencé a mirar a los niños, creí que estaba alucinando. Todos tenían un color cetrino y una remera con un número y una letra que los identificaba.
La cara de uno de ellos no tenía ojos –venía tomado de la mano de otros dos niños que lo acompañaban. Los globos oculares, o lo que quedaba de los globos oculares, estaban llenos de gusanos que salían de sus órbitas. Observé con detenimiento y horror que uno de los niños que lo sostenía de la mano tomaba de sus órbitas alguno de los gusanos y lo engullía. Comía los gusanos que salían de los ojos del niño ciego. Tuve una arcada y después un vómito. El ruido de mi vómito parecía desentonar dentro de ese inmenso silencio. Me repuse y seguí observando, ahora de más lejos, mientras atravesábamos Figueroa Alcorta hacia la Costanera. Había una fila de niños con inmensas cabezas hidrocefálicas. Sobre la piel de sus caras brotaban lombrices que los niños trataban de tragar cuando se acercaban a sus bocas. No reconocía a nadie. Quise gritar pero no podía. Tenía una mezcla de asco, repugnancia y pánico pero, para hablar francamente, no me producían piedad. Y eso me mortificaba. De algunos brazos y piernas de los niños salían pústulas que arrastraban sangre y pus. El espectáculo era dantesco. Comprendí que la ausencia de queja de esta inmensa muchedumbre infantil parecía producir mi falta de piedad. Al cruzar por Figueroa Alcorta, comenzaron a sonar bocinazos porque la larga marcha de los niños alteraba el tránsito. Empecé a sentir odio hacia ellos pero no podía dejar de acompañarlos. Quería saber adónde iban. Cuál era el destino de la gran marcha. Uno de los niños salió de la fila y comenzó a comer excremento de perros –tan abundante en esa zona. Lo que más me asombraba era el espíritu comunitario que reinaba entre ellos. El que tenía los excrementos los repartía equitativamente dentro del grupo. Todos comían al unísono. Había hambre. Recordé haber leído que la Fundación Argentina contra la Anemia decía que el 50% de los niños en la provincia de Buenos Aires es anémico. Pensé si los excrementos de perro tendrían tal vez hierro suficiente para balancear la dieta. La naturaleza es sabia. Problema de sobrevivencia.
¿Pero todos estos niños habían existido siempre? ¿Desde cuándo esto es así? ¿Lo sabíamos? Eran preguntas tontas. Esta situación es límite. Horrorosamente límite. ¿Pero cómo habíamos llegado a esto? Poco a poco pensé; porque cuando el horror se construye día a día, se vuelve obvio y cotidiano. Los niños deformes se vuelven cotidianos. Caminé unas ocho cuadras sin mirarlos. Al llegar a la Costanera, observé que existía un grupo de gente que los organizaba. Eran todos de estatura normal. Me extrañó nuevamente la docilidad de los niños para reagruparse. Sobre la Costanera había cuatro grandes letreros que parecían orientar el destino último de los niños; cada letrero tendría una longitud de cinco metros por cuatro de ancho. Cada letrero ordenaba de acuerdo a la patología. Las remeras de los niños también los identificaban en sus respectivos grupos.
Anémicos, hidrosefálicos, chagásicos, raquíticos y VIH, decían los grandes carteles. Cada grupo de niños se reagrupaba en su fila correspondiente. Parecían contentos de haber llegado al destino. Estaban extenuados. Unas largas mangueras de las que salían chorros de agua tibia intentaban limpiarlos de todas las secreciones, excrementos y pústulas. Observé que, después de bañarlos, un sector de damas los alimentaba con un abundante plato de lentejas. A los anémicos les ofrecían una doble ración. Luego de la comida, los niños se volvían a agrupar y prolijamente y en silencio se arrojaban ordenadamente a las aguas del río. Ningún niño se negaba a hacerlo. Todos parecían comprender el destino final. Me atrevería a decir que de alguno de ellos vi asomar una beatífica sonrisa. Me quedé toda la mañana. Había visto arrojarse 5 mil niños con absoluta disciplina. Lo que me asombraba era la obviedad. Algún grito destemplado: "¡Piqueteros hijos de puta!
¡Tírense todos, no jodan más!", no parecía tener eco en la multitud. Cada tanto aplaudíamos alguna pirueta que algún niño realizaba al arrojarse al agua. A eso de las once se interrumpió la ceremonia para cantar el Himno. Fue emocionante. Los niños también cantaban sin dejar de arrojarse al agua. Después, no pude entender más. Porque me pareció que mis oídos comenzaban a zumbar y tuve miedo de desmayarme. Mientras caminaba de vuelta por Sucre, comencé a sollozar. La vida continúa. Todo sigue su curso, decía uno de los personajes de Esperando a Godot. Y yo comencé a olvidar. Había que seguir viviendo. Antes de llegar a casa, pensé en dos palabras: complicidad civil. Pero no entendía el sentido ni su relación con la extraña jornada. Cosas de la vida, pensé y abrí la puerta de mi bella mansión.
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*Médico. Actor. Dramaturgo. Psicoterapeuta de grupo.
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