Todos están ahí a la hora convenida, el tiempo se detiene, es hora de empezar. Marilyn se acomoda en el lugar que le asignaron hace ya mucho tiempo. Busca su sonrisa de siempre, para mostrar que nada cambió. Una sonrisa natural que esconde una angustia que nadie conoce. La rubia sigue llorando por aquel hombre del que ya casi ni se acuerda, pero hay que mantener estático el cuadro, la escena de cada viernes.
Todos participan del encuentro, también los relojes, que saben que sólo importan cuando señalan las seis y media y las nueve, el resto del tiempo pueden jugar con las manos, sin que nadie los mire. Pueden jugar a equivocarse, porque saben que perdieron el protagonismo de cada minuto, que en algún movimiento reflejo alguien los va a mirar pero sin ver, a menos que griten la hora señalada.
Todos están atentos, sumergidos en una realidad buscada, Frida mira de lejos, maquillada como todos los viernes, para la ocasión, y Julio con la mirada al infinito, fuma ese eterno cigarrillo, o prende otro cuando nadie lo mira?
Hay un ratito en la semana que es nuestro, la vida se pone en pausa y nos sumergimos en la fantasía de relatos, poesías y libros, y nos hace feliz, pero a la vez nos angustia, ¡tanto para leer…! Tanto libro que no abriremos, tantas cosas que quedarán perdidas en el tiempo. Y en esos rincones privilegiados están ellos, protagonistas en silencio, llenos de palabras, llenos de vida descansando en los estantes, como agujeros, puertas hacia otra realidad, a una tarde en Paris, a un planeta lejano, a la desesperación de un barco que se hunde, a una soledad de libro. Como invitando a cambiar la realidad, a viajar en el tiempo, a dar una vuelta al mundo en lo que dura un cuento. Pero ya son la nueve y Marilyn tiene que descansar.
En los ritos de pasaje practicados por las comunidades Orokaiva, en Nueva Guinea, los niños que van a ser iniciados, varones y niñas, son primero amenazados por adultos que se agazapan tras los arbustos. Los intrusos, que se supone son espíritus, persiguen a los niños gritando “Eres mío, mío, mío”, empujándolos a una plataforma como la que se usa para matar cerdos. Los niños aterrorizados son cubiertos por una capucha que los deja ciegos; son llevados a una cabaña aislada en el bosque, donde se convierten en testigos de secretas ordalías y tormentos que cifran la historia de la tribu. No es infrecuente, narran los antropólogos, que algunos de los niños mueran en el curso de estas ceremonias. Finalmente los niños sobrevivientes regresan a la aldea, vestidos con máscaras y plumas como los espíritus que los amenazaron al principio,y participan de la caza de cerdos. Regresan ya no como presas sino como predadores, gritando la misma fórmula que habían escuchado de labios enemigos: “Eres mío, mío, mío”. Entre los Nootka, Kwakiutl y Quillayute, en el noroeste del Pacífico, son los lobos –hombres con máscaras de lobos-que amenazan a los pequeños iniciados, persiguiéndolo a punta de lanza hasta empujarlos al centro de los rituales del miedo; al cabo de esas torturas esotéricas son introducidos en los secretos del Culto del Lobo.
La vida de la pequeña Kamtchowsky se inició en la ciudad de Buenos Aires, durante los “años de plomo”; el acceso a la conciencia coincidió con la “primavera alfonsinista”. Su padre, Rodolfo Kamtchowsky, provenía de una familia polaca radicada en Rosario durante la década del 30. Era el único varón de la casa; la prematura muerte de su madre lo había llevado a vivir con sus tías. Ya en primero inferior demostró habilidades excepcionales para el pensamiento abstracto; en cuarto grado su maestra de matemática`, que había estudiado en la universidad, se refirió con elogios a su inventiva formal. El pequeño Rodolfo fue a contárselo a sus tías, que se asustaron un poco y decidieron que cuando cumpliera trece años los mandarían a Buenos Aires a estudiar. Rodolfo era un chico alegre, aunque muy tímido; hablaba poco y a veces parecía no registrar lo que le decían. Cuando llegó el momento, Rodolfo se mudó a la casa de otra tía, frente al Parque Lezama. Entró en la escuela técnica Otto Krause y más tarde se recibió de ingeniero en tiempo record.
Su elección de carrera y su carácter retraído no fomentaban las relaciones con chicas; en la facultad apenas había conocido a dos, y no podía asegurar que reunieran méritossuficientes para adjudicarse la denominación “chicas”; tenían el estilo de retaca amorfa que luego heredaría su hija. Pronto se volvería evidente que el destino y la opción intelectual habían hecho de Rodolfo un elemento forzosamente fiel, monógamo y heterosexual. Era natural que apenas la Providencia la acercara una mujer(una perteneciente al conjunto “Chicas”), Rodolfo se aferraría a ella como ciertos moluscos nadadores viajan por el océano hasta que calvan su apéndice muscular en el sedimento como un hacha, cuya concha o manto tiene la facultad de segregar capas de calcio alrededor de la película mucosa que lo lubrica; al cabo de un tiempo ésta se rompe y el molusco regresa a la deriva, que varía entre el océano y la muerte.
La vio caminando por avenida Corrientes. Era una petisa de cabello oscuro y polera ajustada, ojos negros pintados de negro, como un antifaz. Si bien Rodolfo había estado al tanto de datos empíricos similares, cuya única cualidad formidable era su capacidad para volverse perfectamente comunes y generalizables, algo en aquel aluvión de detalles- en los pliegues alternado bajo la nalga, en el boleto de colectivo que sobresalía del bolsillo trasero-fue percibido como sobrenatural. Algo implicaba un exceso respecto de lo que Rodolfo esperaba del mundo. Este pasaje entre el conjunto de datos ambientales y su cualidad personal e intransferible de testigo, sintetizado en “ella”, propició la experiencia de la decisiónen Rodolfo. La siguió por la calle, como si la vigilara, podía ver que otros también la miraban. Al tiempo queconfirmaba en los oteos ajenos a la existencia del elemento en ciernes (y de algún modo, su valor), dedujo imposible que ella no hubiera notado que venía siguiéndola hacía al menos diez cuadras; pero este pensamiento no tenía importancia alguna para la etapa presente (ya intuía lo programático del proceso), y resolvió dejar de pensar.
Entonces ocurrió el milagro, empezó a llover y Rodolfo tenía un paraguas. El joven ingeniero apuró el paso; emocionado, observó como ella aceptaba, riendo, su protección contra los elementos, un poco distraída. Entraron al bar la Giralda a calentarse y secarse: Rodolfo prácticamente no había mojado, con que sólo haría lo primero, enrojeció un poco, pero ella no pareció notarlo. Ella se sacó la polera, revelando el rastro de un corpiño color carne, y Rodolfo disimuló su erección sentándose lo más rápido que pudo. Pidieron chocolate caliente, ella engulló unas medialunas. Esa misma tarde, algo impresionado por su verborragia y la de su amiga, pero encantado ante su capacidad, evidentemente innata, para hablar e imaginársela desnuda al mismo tiempo, Rodolfo le contó que su tía de Buenos Aires le había dicho que sus tías de Rosario debieron trabajar de prostitutas para lograr su manutención. Su joven interlocutora cursaba el segundo años de Psicología; comentó lánguidamente que, en realidad, él creía que era su propia, madre quien se dedicaba a esos comercios. Al terminar la frase, ella miró su reflejo en la ventana, practicando la escucha psicoanalítica “en flotante”; luego indagó su reacción. La madre de Rodolfo Kamtchowsky mordió el churro bañado que tenía en la mano y se quedó pensando.
Mientras
EE.UU. se rajaba y los océanos entraban en ebullición, me saqué los anteojos de
plástico y acudiendo al llamado de Luputus, hice un viaje astral.
Costó
la elevación y el zigzag entrepaquetes
de pop corn y nachos. Sobre todo por la presencia de un señor calvo, muy
bronceado y musculoso que intentó silenciarme. Lo miré confundida y dudé. La
ausencia de folículos pilosos podía considerarse un detalle menor, aunque
opacaba su perfil de héroe. Rumores sobre la caída de los paradigmas me
retumbaban: el héroe podía ser hasta el acomodador, y su led: mortal. Al menos era gordito y porrudo.
Sofocada,
hice caso omiso a sus señales manipuladoras y escapé del shoping por la puerta
grande. ¡Desacato!
2
Llegué
a la avenida Avellaneda y seguí hasta el río, lo vi tan desbordado como yo y
los mares. Subí en dirección norte y sin prestar atención a los semáforos, frené
en la bajada del Espinillo.
Los
ranchos incrustados en la barranca simulaban formaciones rocosas, mi descenso
forzoso me ayudó a detectar las chapas. Una sombra de paraísos compacta
camuflaba a tres mujeres con niños colgantes. Otros chapoteaban entre camalotes
y culebras mientras los reyes de la comarca dormían en sillas de madera,
espantando las moscas de cuando en vez;autómatas con ramas adheridas a sus manos. La red, artesanalmente
plegada a un costado, otra pausa en el pentagrama.
1
Dos
gotas heladas rodaron por mi nuca, justo detrás de las orejas, cuando imaginé
el rodaje en ese escenario. Mi mente colgaba de una soga.
Un
tirón en el brazo me ayudó a volver de un estornudo. El pelado moqueaba, emocionado
con EL presidente negro y su nobleza, muriendo al lado de sus conciudadanos.
Acción
Absorta,
se me escapó un puaj y un prrsh. La h sonó estrepitosa, como si no fuera muda. Contemplé
un rato en silencio las caras de mis compañeros de butacas, sintiendo una
necesidad imperiosa de madre.
Maravillada
con el poder de la ficción, desee ser Alicia para conocer a Johnny Deep y
pedirle un chocolate.
Con El Portador, el escritor argentino Marcelo Scalona entrega a los amantes de la novela policíaca una vibrante historia que trascurre en la sociedad argentina de finales de los ochenta, cuando el fantasma de la dictadura mantenía aún en silencio a las conciencias.
Cargada de corrupción, de personajes oscuros, de anécdotas de bares, de crudas y al tiempo impecables escenas callejeras, la novela no pierde de vista los conflictos emocionales de sus dos personajes centrales: un abogado desencantado de su profesión y un joven asesino a sueldo que, aunque está a punto de morir enfermo de sida, tiene en sus manos el pellejo de varios políticos y policías.
Javier Pereda, "Quimet", acepta el sucio encargo de sacarlo de la cárcel por una suma millonaria. Ahora está convencido de que, por fin, podrá dedicarse a lo único que lo mantiene lejos del suicidio: escribir una novela. Pero no tardará en verse coartado por los hilos del poder y por la astucia manipuladora de su defendido.
Sus diálogos, construidos con una maestría tal que nos hacen estar presentes y a gusto en medio de los olores de una celda drogadicta, son por sí mismos un pacto de sangre: "Yo también había perdido la fe más temprano que tarde", se da cuenta "Quimet" tras un primer encentro con su defendido. Cada uno representa lo mejor y lo peor de una sociedad sin esperanza, apenas sobreviviente a una solapada y sangrienta dictadura militar que duró casi diez años.
Su excelente narración, la tensión hipnótica de cada página, sus oportunos brillos de humor negro, el gen existencialista del argentino de a pie, y la perfección y el realismo de una trama que se resuelve como ningún ávido lector podría adivinar poco antes del final, hacen de El Portador la novela que no hay que dejar de leer, ni por el más insólito soborno.
Estimada Lilian ayer le envié la nota de prensa del Portador pero creo que algo falla con mi correo Yahoo. Se lo vuelvo a enviar desde esta dirección, espero le llegue bien. Gracias y un saludo Irene Mazzali
Date: Thu, 18 Mar 2010 10:37:09 +0000 From: irenemazzali@yahoo.es Subject: Rv: Nota de prensa- El Portador To: ire.maz@hotmail.it
----- Mensaje reenviado ---- De: Irene Mazzali <irenemazzali@yahoo.es> Para: ronneuman2@hotmail.com Enviado: mié,17 marzo, 2010 16:06 Asunto: Nota de prensa- El Portador
Estimada Lilian, soy Irene Mazzali, estudiante del Master en Edición (Idec) Le envío en el documento adjunto la nota de prensa del Embauque.
Muchas gracias y saludos cordiales Irene Mazzali
MASTER EN EDICIÓN IDECUPF
Irene Mazzali
Nota de prensa
El Portador
Sacar de la cárcel a Gabriel Furlet,también conocido como el Portador, un peligroso criminalimpenitente, seguramente no es una tarea fácil. Más difícil aun si su liberación tiene que parecer del todo legal y transparente, sin que su "colaboración" con algunos altos cargos de lapolicíasalga a la luz. El resultado es un trabajo que no todos los abogados quieren y pueden hacer.
Javier Pereda sin embargo no es un abocado como todos los demás: abandonado por los clientes yla secretaria, indeciso si seguir con el único caso que le queda o escribir su novela, cuandorecibe la mas que tentadora oferta del inspector Baldassini no sabe rechazarla. Con todo el dinero que podría ganar del caso del "Portador", Peredave finalmente la posibilidad dedejar la profesión de abogado y dedicarse a su obra, empezada mil veces y nunca terminada. Además está convencido de que se tratará de untrabajobastante rápido y sencillo, puesto que su tarea solo se limitará a la defensa de Furlet, sin ningún tipo de complicidad con sus actividades ilegales.
Sin embargo partir del momento en que cliente y abogado se conocen en la celda de Furlet, Pereda se dará cuenta que las cosas pero no son tan fáciles como se imaginaba. Fascinado por la carismática personalidad de su peculiar cliente, Pereda se verá involucrado en un caso tan complicado como peligroso, que lo llevará a enfrentarse a las caras mas oscuras de la sociedad argentina.
ElPortador es una obra brillante y contracorriente. La detallada y cautivadora caracterización de los personajes, tanto principales como secundarios, latrama que sabe combinar a la perfección hechos presentes y pasados, una narración ágil y irónica, hábil en el crear expectativa en el lector, son solo algunos de los ingredientes que convierten la ultima novela de Marcelo Scalona en algo único en su genero.
El Portador no es solamente una novela policíaca muy bien escrita, sino también una despiadada denuncia de los males que afligen a la sociedad argentina, como el racismo, la violencia, la desigualdad social y la corrupción.
"Suelta, desenfadada, melancólica y furiosa, la prosa de Scalona cuenta la historia de Pereda, alter ego indisimulado del propio autor. Mérito de Scalona es narrar con fluidez, cómodamente instalado en el habla popular, en la circulación de los discursos que hacen a su propia vida, donde se mezclan armónicamente la cinefilia, la literatura y la bohemia" Sebastián Riestra La Capital de Rosario
La literatura en serio Como sufro y me aburro resulto bastante divertida, a veces represento situaciones, la mujer comprensiva, el hombre triste; como no tengo sentido de la oportunidad, puedo interrumpir la mejor escena de amor, y para que nadie dude de mi inteligencia, me ocupo de problemas casi ridículos. Rodeada de gente que espera cosas de la vida o practica la tragedia, mis explosiones de júbilo son bastante frecuentes, y como me regalo horizontes, cucharas que vacían mi corazón, casi siempre estoy triste, por eso mi alegría es digna de verse.
Una poesía para impresionar con grandes imposibles olvidos que no llegan o esas frases de: tengo para poco una poesía en realidad para ser un animal herido entre la gente para irse a un rincón y tratar de no molestar si digo esa poesía ya no me interesa es porque he empezado a sentir gusto por la vida en serio.
Con el invierno los amigos han vuelto a casa yo pregunto seriamente ¿Qué vas a hacer de tu vida Juana? Sufro, amo, todos rabiamos por la revolución a veces tengo miedo de que seamos felices. Los amigos han vuelto con los brazos abiertos preguntan qué pasa en nuestra ciudad, yo sólo puedo describir tu rostro, para decirlo de una vez el rostro del amor. ¿Qué vas a hacer Juana con la juventud que aún te queda, con las historias inverosímiles los amigos en solfa, los amigos en serio y toda esta ternura que quién sabe adónde irá a parar?
Interior con poeta I
una mujer en su casa
se dispone a asar un trozo de lubina
desde la ventana
ve uno de los triunfos del urbanismo europeo
y piensa en conseguir la última edición de Caproni
comerá y leerá en hora y lugar inadecuados
media tarde apartando las hojas de una traducción
traducir de un lado del océano al otro
de los poetas jóvenes a los poetas de su generación
tradujo aquí su vida que debe retraducir a su país
Negri dice que el espacio al que siempre creyó pertenecer
el espacio de la izquierda sigue existiendo dice
a la madrugada llamará a una ciudad lejana
y volverá a traducirles a los objetos que la rodean
las claves de ese lugar en el que terminarán su vida
Poetas del 60 I
Juntos en cierta lucidez y varios desprecios
miles de papeles los nuestros
y siempre el pesado bagaje de aquella fiesta
miles de papeles los nuestros
nunca el del buen samaritano
no tuvimos manto suficiente
mucho menos podíamos ofrecerlo
a través de años y países
la misma soberbia de demoledores de panteones
el seductor relato de nuestra memoria
y en mí el nombre de los que he elegido entre ustedes
que no dejo de repetir
para gloria de críticos dolor de resentidos y furia de olvidados
Es viernes a la noche en Montevideo. Ando por la Ciudad Vieja, quiero comer algo y no me interesa entrar a ningún restaurante pensado para turistas del Primer Mundo, de esos que ofrecen platos en tres idiomas y donde un vino decente puede costar medio sueldo. De pronto, a mi costado izquierdo surge la inspiración. Dos escalones abajo, una casa antigua abre sus puertas sencillas. Parece una pizzería. No lo dudo y entro. Estoy salvado. El mozo del Tasende (así se llama el boliche) está más ocupado que el arquero de la selección de Madagascar en un partido contra Brasil. Pero en el medio del ajetreo, cargando platos y porrones, se hace tiempo para escucharme. Cuando llega la jarra de medio litro de rosado fresco, con una copa sorprendentemente elegante, parece una bendición. Perdón, no parece. Es. (A mi alrededor no hay extranjeros: son todos evidentes montevideanos. Allá, una mesa de ocho luce diversidad generacional: desde la pareja de veinteañeros hasta los de treinta con el chiquilín en brazos, el río desemboca en los de cincuenta largos y el setentañero que sonríe debajo del bigote. Conversan. Toman Pilsen. Tienen tiempo y también paz). Después de devorar la primera muzza con anchoas veo que el local está lleno. Enfrente se sentó una parejita con poca plata: comparten una Coca de medio litro y comen fainá. Se sonríen. Ella tiene pantalón rosa, cartera y pañuelo en el cabello al tono. Más allá, dos notorios hombres de la noche beben su Patricia (es otra cerveza, más liviana y sabrosa que la Pilsen). Entonces entran ellas. Son varias, veteranas, y no hay mesa. Pero en la mía sobran sillas. Hago un gesto con la mano derecha. Se sientan, nos presentamos. A mi derecha está Emma, sesentipico. Charlamos. “Con mi marido hicimos de todo. Fuimos empleados y patrones, eso no importa. Hay que saber estar en todos los lugares. Lo esencial en la vida pasa por otro lado”. Me habla de sus tres hijos y del restaurante que regentearon con su esposo (“estuvo muy enfermo pero ya está bien”), me cuenta que noches atrás un pariente de dinero los invitó a comer al bistró más elegante de la ciudad y gastaron una fortuna. “–Hay que ser uno mismo en todas partes, ¿entiendes? –Pero tú pareces más feliz acá, comiendo pizza con la mano. –¡Ah, claro!”.
Domingo por la tarde en Montevideo. Después de vagabundear por la feria de Tristán Narvaja, entre libros usados y vinilos de los años setenta, termino en La Papoñita, lugar con historia. El mozo me cala enseguida y me recomienda la mejor opción: “Chivito (así le dicen al lomito) simple, nomás. Viene con mucha mercadería, es barato y abundante. Y además, yo te traigo un par de extras. ¿Cerveza?”. No, vino. Rosado, por supuesto. “Ya vuelvo”. La charla surge otra vez con espontaneidad absoluta. Se presenta (“Carlos”), sabe de Rosario, pone la salsa tártara sobre la mesa, menciona a Olmedo y el Negro Fontanarrosa, echa vino en la copa. Y ante mi pedido de asesoramiento sobre bares típicos, me hace de inmediato una lista y agrega su teléfono personal, el de la casa de su madre en Carrasco y el de La Papoñita. “Y ahora te traigo algo especial. Quiero que recuerdes este día con afecto”. En instantes llegará un ristretto (café a la italiana, fuerte y sabroso) preparado con sabiduría con sus propias manos. Invita la casa. Después viene otro. Y otro. Dejo el bar feliz, pero con una acidez estomacal terrible.
Este poema fue escrito en la mesa de un bar montevideano:
Uruguayos
A Emma Ramos y Carlos Ford
Ellos no van a lugares de turistas. Ellos se quedan mirando la ciudad desde un lugar desnudo de mentiras. (Son libres y saludan a la noche, donde late el corazón del amor). Ellos no van a bares con menúes en portugués, inglés y castellano. Ellos se sientan a la mesa de la vida y comen pan, toman vino y dan ternura. (Ellos y ellas son los uruguayos: son los felices, los altos, los celestes. Son el pueblo desnudo y solidario. Son lo que tienen, la tierra entre las manos). Hay que aprender, y es mejor de los que saben. Hay que cantar, y hacerlo en compañía. Hay que encontrar, y buscar más todavía. (Ellos conocen el nombre de su hermano. Ellos cocinan la receta de la abuela. Ellos están en la vereda correcta y nosotros nos cruzamos de calle). Ellos son nuestros, nosotros somos ellos: ya es hora de escribirlo en la mirada. Ya es tiempo de juntar lo que está unido y hacer un solo país de un solo mundo.
Hace poco tiempo me telefoneó una joven diciendo que era de la Editorial Civilização Brasileira y que Paulo Francis me pedía que le diera una entrevista para ser publicada en uno de los libros de la serie Libro de cabecera de la mujer . No me gusta dar entrevistas: las preguntas me abruman, me cuesta responder, encima de eso sé que el entrevistador va a deformar fatalmente mis palabras. Pero se trataba de un pedido de Paulo Francis, y no había cómo negarse. Marqué el día. Y después me puse furiosa, hasta con Paulo Francis. ¿Cómo es, entonces? El Libro de cabecera de la mujer vende como pan caliente y ellos ganan dinero. La muchacha entrevistadora gana dinero. Y sólo yo tengo molestias. Intenté telefonear a Paulo Francis y suspender. Pero ¿cómo? Si soy, como todo el mundo, víctima del teléfono. O no daba línea, o daba y no establecía la comunicación. Al final me resigné. Pero me voy a vengar, pensé, de un modo o de otro me voy a vengar.
Sólo que no pude ni tuve ganas. A la hora establecida, me entra por la puerta una muchacha linda y adorable, Cristina. Tiene una de esas caritas difíciles de retratar porque, a pesar de que los rasgos exteriores sean bonitos, lo que más importa son los interiores, la expresión. De inmediato establecimos un contacto fácil. Lo que la hizo informarme: también trabajaba para un periódico y sus compañeros, al saber que iba a entrevistarme, sintieron pena por ella. Dijeron que yo era difícil , que apenas hablaba. Cristina agregó: "Pero usted está hablando".
-Sí, hablé -¿cómo resistir? Había comenzado el racionamiento de luz, y Cristina, para estar cerca de las dos velas que encendí, se sentó en la alfombra, y ya formaba parte de la casa.
Sus preguntas eran inteligentes y complicadas, casi todas sobre literatura. Dije: pero pensé que lo que le interesaría a la mujer de clase media sería si me gusta comer porotos con arroz. Respondió tranquila: "Ya llegaremos ahí. Aquello era sólo el comienzo".
Y me fui encantando con Cristina. Está de novia. Qué pena, pensé. Me gustaría que se quedara bien sentadita esperando durante muchos años que mis hijos crecieran para que uno de ellos se casara con ella. Pero ella no puede esperar, a mis hijos les está costando crecer. Me reconforta recomendarla como entrevistadora.
La entrevista comenzó con buen humor. Reímos varias veces. Una de las veces fue cuando preguntó qué pensaba yo de lo que había escrito el crítico Fausto Cunha. Había escrito -yo no lo sabía- que Guimarães Rosa y yo no pasábamos de ser dos embustes. Di una carcajada hasta feliz. Respondí: no leí eso, pero una cosa es cierta: embustes no somos. Podían llamarnos de cualquier forma, pero embustes no. Vamos, Fausto Cunha. Usted, al que conocí en el casamiento de Marly de Oliveira, es incluso simpático, pero qué idea. Vea si piensa un poco más en el asunto. Creo que Guimarães Rosa también reiría.
Cristina me preguntó si yo era de izquierda. Respondí que desearía para el Brasil un régimen socialista. No copiado de Inglaterra, sino uno adaptado a nuestros moldes.
Me preguntó si me consideraba una escritora brasileña o simplemente una escritora. Respondí que, en primer lugar, por más femenina que fuera la mujer, ésta no era una escritora, y sí un escritor. El escritor no tiene sexo o, mejor, tiene los dos, en dosis bien diferentes, claro. Que yo me consideraba sólo escritor y no típicamente escritor brasileño. Argumentó: ¿ni Guimarães Rosa que escribe tan brasileño? Respondí que ni Guimarães Rosa: éste era precisamente un escritor para cualquier país.
Cristina estaba con tos y yo también: un aspecto más de unión. La entrevista era entrecortada por accesos de tos, y hasta eso sirvió para romper la ceremonia. Además ninguna de las dos estaba tomando algún jarabe, y por el mismo motivo: pereza.
Mi venganza se resumió en entrevistar también a Cristina. Le hice varias preguntas, a las cuales respondió con simplicidad e inteligencia. Bajo el pretexto de mostrarle retratos que habían hecho de mí, recorrí con ella casi todo el departamento: Cristina era una de las mías, y tenía el derecho a conocerme a través de mi casa. La casa es muy reveladora. Entró en uno de los cuartos donde uno de mis hijos estaba acostado leyendo a la luz de una vela. Él ni se incomodó, tan simple es la presencia de Cristina. Mi otro hijo iba al cine con un amigo. Y él, que está en la edad de mostrar que es independiente de la madre, tampoco se perturbó al darme un beso de despedida frente a la muchacha. A mi otro hijo no le importó interrumpirnos para pedir dinero para comprar Manchete: era el anochecer de un miércoles. Terminé tan a gusto que estiré las piernas encima de una mesa y fui descendiendo sofá abajo hasta estar casi acostada.
Cristina, tú representas lo mejor de la juventud brasileña. Da orgullo. Quiero que mis hijos un día lleguen a ser así.
Además, una pregunta que me hizo: si lo que más me importaba era la maternidad o la literatura. El modo inmediato de saber la respuesta fue preguntarme: si tuviera que elegir una de ellas, ¿qué elegiría? La respuesta era simple: desistiría de la literatura. No tengo dudas de que como madre soy más importante que como escritora.
Cristina me dijo: "El crimen no compensa. ¿La literatura compensa?". De ninguna manera. Escribir es uno de los modos de fracasar. Cristina se sorprendió, me preguntó por qué escribía entonces. Y no supe qué responder.
Lo gracioso es que la muchacha vino tan preparada para la entrevista que sabía más sobre mí que yo misma. Me preguntó por qué mis personajes femeninos están más delineados que los masculinos. En parte protesté. Tengo un personaje masculino que ocupa el libro entero, y que no podía ser más hombre de lo que era.
Cristina, tal vez un día yo te entreviste. Los estudiantes universitarios van a identificarse contigo y casi todos pensarán en casamiento. Que tu novio ande con cuidado. También tengo un amigo que, si te conociera, se enamoraría del modo más poético y real. Eres tan necesaria para el Brasil. Muchos jóvenes y muchachas como tú, y el Brasil iría para adelante.
Percibo que al final estoy teniendo mi venganza: la muchacha escribe sobre mí, pero yo voy y escribo sobre ella. Además, Cristina, ¿quieres ir a cenar conmigo una de estas noches? Sólo tienes que telefonear. Vas a casarte con un diplomático, pero ésta será una cena no diplomática, en nuestro comedor diario probablemente, pues sigo olvidando comprar una campanita para llamar a la empleada y seguramente no podremos cenar en la sala. Además, una gran amiga dadivosa pero distraída dijo que tenía más de una campanita y que me daría una. ¿Dónde está? Me distraigo y no compro, ella se distrae y no me da.
Me preguntó qué pensaba de la literatura comprometida . Me pareció válida. Quiso saber si yo me comprometería. En verdad me siento comprometida. Todo lo que escribo está ligado, por lo menos dentro de mí, a la realidad en que vivimos. Es posible que este lado mío se fortifique más algún día. ¿O no? No sé nada. Ni sé si escribiré más. Es muy posible que no.
Me preguntó qué pensaba de la cultura popular. Dije que todavía no existe propiamente. Quiso saber si yo la consideraba importante. Dije que sí, pero que había algo mucho más importante aún: ofrecer oportunidad de tener comida a quien tiene hambre. A menos que la cultura popular lleve al pueblo a tomar conciencia de que el hambre da el derecho de reivindicar comida. Véase la nueva encíclica que habla del recurso extremo de rebelión en caso de tiranía.
Hasta pronto, Cristina, hasta nuestra cena. Parece que yo también te gusté a ti. Lo que es bueno. Pero no sé por qué, después de que leí la entrevista, salí tan vulgar. No me parece que yo sea vulgar. Y no tengo ojos azules.
“Tengo miedo de escribir. Es tan peligroso. Quien lo ha intentado lo sabe. Peligro de hurgar en lo que está oculto, pues el mundo no está en la superficie, está oculto en sus raíces sumergidas en las profundidades del mar. Para escribir tengo que instalarme en el vacío. En este vacío donde existo intuitivamente. Pero es un vacío terriblemente peligroso: de él extraigo sangre. Soy un escritor que tiene miedo de la celada de las palabras: las palabras que digo esconden otras: ¿cuáles? Tal vez las diga. Escribir es una piedra lanzada en lo hondo del pozo”.
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“Ahora un pedido: no me corrija. La puntuación es la respiración de la frase, y mi frase respira así. Y si a usted le parezco rara, respéteme también. Incluso yo me vi obligada a respetarme.
Un lugar tan pequeño que no existe en ningún plano. Una casa vieja y en una habitación, la que daba a la calle, un mostrador que la atravesaba a lo largo yni siquiera en la entrada un cartel.
Tal vez se llamase tiendita, o mercería; era un negocio familiar en donde podían comprarse sobres y lápices, cuadernos de marcas que ya no existían, medias ( can can), sombras de párpados y perfumes baratos, juguete de plástico, hebillas nacaradas, aspirinas, historietas viejas, libros de la fuente Estefanía y Blasco Ibáñez, collares de perlas falsas; un inventario infinito, un revoltijo en el que aquella mujer de pelo blanco, ajada e insegura dentro de sus vestidos descoloridos, ni bien me veía entrar se ponía de pie y sabía lo que tenía que hacer: Con lentitud pero con decisión se inclinaba hasta el último estante del mueble de madera y reaparecía, y ponía sobre ese mismo mueble una caja rectangular, esa caja sin fondo, ese sueño de todo ilusionista: la caja perfecta que dará siempre de sí.
Allí dentro, aquellos pequeños paquetes blancos se amontonaban sin orden alguno. Eran una serie infinita de sacapuntas de bronce, ninguno era igual a otro –principal aspiración de todo coleccionista-, ninguno se repetía ni estaba en ningún otro negocio que en ése ni en ninguna otra caja que ésa. Eran pequeñas joyas, diminutas y pesadas, uno un fonógrafo, otro una rueca, un trombón, una trompeta, un piano de cola, una máquina de coser; eran réplicas en miniatura, exactas, que yo desenvolvía y examinaba una por una mientras la anciana esperaba paciente, mirándome en silencio.
Y así luego de meditarlo unos últimos instantes, me quedaba con uno, sólo uno, tenía que ser un solo sacapuntas cada vez, para que hubiese una próxima vez, y otra próxima vez, para que siempre existiese esa escena ritual, ese único momento en que salía de mi casay llegaba allí.
Una vez que yo había elegido, la mujer sabía lo que tenía que hacer. Primero terminaba de envolverlo en ese mismo papel blanco, luego hacía dos envoltorios más en papel madera y al fin una atadura de hilo grueso. Y allí venia el momento que ella murmuraba, en su castellano con acento yddish, dónde habrá una caja. Yo intentaba una frase educada, que no se preocupara por eso, que de la caja me ocupaba yo, pero ella una vez más buscaba entre tan revoltijo y al fin volvía con una pequeña caja de cartón cualquiera, en esa caja ponía mi paquete, yo le pagaba y salía de allí.
Entonces empezaba a caminar con pasos rápido, impaciente, de pronto no recordaba que un momento antes mientras elegía un sacapuntas me había sentido débil y, en cambio, tenía un objetivo en esta vida, tenía que llegar rápidamente al correo, no tenía que distraerme con nada en el trayecto, no tenía que encontrarme con nadie porque el correo cerraría sin mí. Y una vez allí, despachaba por fin esa caja. La despachaba a nombre de mi padre.
Una encomienda a nombre de mi padre y a la ciudad de mi padre, sin duda para él una ciudad muy parecida, por pequeña y anónima, perdida en el último rincón de un negocio oscuro, a la ciudad donde vivía yo.
¿En que ciudad vivía yo? Y en que otraciudad estaría mi padre en aquel tiempo, su último tiempo antes de morir.
Mi padre fue un judío renegado, o un ateo, o un rebelde. Lo cierto es que siempre le había encantado,sentado en el último banco, como un alumno malo, portarse mal en las bodas de la sinagoga, mirar con sorna al rabino del barrio, meterse con ( la rama andaluza chupacirio de la familia) y darle vuelta la cara a los Cohen ( judíos ortodoxos y obtusos) de enfrente de casa.
Pero mi padre leía a escondidas el antiguo testamento, una tarde en que me encontró un libro de misa que me habían regalado en una fiesta de primera comunión me miró confundido y al fin-como puede esto entenderse, como esto pueda entenderlo yo-, se sentía judío.
Mi padre fue un hombre y, por tanto, fue tantas cosas que no me atrevo a numerar, porque un hombre –ahora lo sé- contiene tantos hombres como vidas tiene un gato y tanto más. En principio, mi padre fue un coleccionista.
Durante años me pasé tardes enteras examinando una por una su colección de cajas y muñecas musicales. Las muñecas eran las más difíciles de maniobrar porque no había que despeinarlas ni descuidar los accesorios del atuendo. La bailarina flamenca llevaba un par de castañuelas de madera- sevillanas legítimas, aclaraba mi padre-, unas miniaturas que estaban sabiamente encajadasentre las manos. La joven con mantón de Manila sostenía un abanico de encaje y piedras, la bailarina clásica llevaba un tutú que al fin acabó manchado de café con leche. Me gustaba ponerlas a todas en funcionamiento, a la vez, todas girando al son de una música extraña y dislocada.
Pero sobre todo lo que me importaba era desarmar. Me importaba entender el funcionamiento. Era el acto ritual – como ritual era la acción de la anciana de la tienda cuando cuandoaparecía con una caja llena de sacapuntas -, ese acto lento, siempre el mismo, el de levantar con cuidado una tapa de terciopelo, esa operación que de daba inequívoca en las cajas que realmente tenían forma de caja: un pequeño joyero, una cigarrera en forma de dado, una caja clásica dorada y marfil. Y una vez abiertas, lentamente, como destripada frente a mis ojos, le daba cuerda a todas a la vez para que no sonase la música disonante y finalmente triste, como la de todas las muñecas girando solitarias, porque lo mejor no sucedía al fin sino poco antes, cada vez que abría una nueva caja, cada vez que expectante, solemne, levantaba la tapa, levantaba luego el compartimiento rojo,desapareció, con un dedo, y otra vez la desilusión.
Buscaba una caja en especial, una caja que tuviera, por debajo de ese compartimiento, un mecanismo distinto al del rodillo. Todas las cajas que abría tenían ese mismo rodillo dorado, pequeñito y eficaz, que giraba obsecuente y aburrido para repetir la melodía una y otra vez, y todas las veces que se le pidieran. En cambio el mecanismo que yo buscaba era similar al de un xilofón, con dos palillos acabados en dos perlas que repiqueteaban en un teclado circular –teclas redondas formando un óvalo, o uncírculo - , ése, ese mecanismo buscaba y sin duda era mucho más difícil de conseguir. También, el día que pudiera verlo, sería mucho más difícil de atrapar en su funcionamiento. Así como podía meter el dedo en el rodillo y la música se volvía grave y lenta, ridícula, no sería en cambio tan difícil de interrumpir, fastidiar, atrapar en el aire los palillos del xilofón. Un mecanismo astuto, hábil e impredecible, un par de palillosgolpeando veloces para dar una música distinta y feliz.
Jamás encontré una caja como ésa, jamás di con ese tesoro único que podía aparecer al abrir la próxima caja, cada caja nueva que mi padre dejaba sobre la mesa del comedor (de lujo) indirectamente para mí.
Más tarde mi padre me inició como coleccionista de lápices gigantes, coches, barcos, tractores en miniatura, tacitas de porcelana, bibelots y biscuits, tapas de gaseosas, hebillas de cinturones, objetos, objetos que se pierden en el tiempo, que viajan en tren o en avión, que van a manos de otros, que son rescatados de cajas olvidadas, recuperados, perdidos otra vez y ahora intento enumerar, como si así recuperara la vida de mi padre.
En cambio,el díadespués de su muerte, sinpremeditarlopero con una decisión que parecía haberse adelantado a mí, entré en su casa que hacía tiempo ya no eramía como un detective o un ladrón, aunque sin saber qué iría a buscar, qué intentaba descubrir. Y salí de allí por última vez con un botín desordenado e incompleto de cajas viejas y sacapuntas antiguos.
LILIANNEUMAN
De la novelaLevantar Ciudades, Edic. Destino, finalista del Premio NADAL 1999. Lilian es rosarina, nació en 1960 y vive desde 1990 en Barcelona; es colaboradora habitual del diario LA VANGUARDIA, la revista WOMAN, editora de varias editoriales españolas y profesora de Edición en Humanidades de la Universitat Pompeu Fabra.-
hola! mientras me escribías por El Portador, yo estaba en plena campaña de recepción de algo que te interesará. los alumnos de la Pompeu Fabra han hecho un trabajo que no es más que esto: texto de contraportada. y hay algunos que hasta hicieron un diseño de libro y portada. Total, tendrás que tener en cuenta que han leído una parte, pero esta sorpresa te interesará: la gente ha hecho una lectura muy buena y hay textos que no pueden no gustarte. no es que tengas que utilizarlos, pero te enviaré los mejores, para que veas. yo, en tanto, me pongo con tu encargo. un abrazo, lilian ps, y además hay muchos alumnos que me pìden la novela entera. Yo les habái dicho que estabas en tren de publicarla, y que te iba a pedir la version definitiva. eso, lilian ps la coincidencia ha sido genial, porque yo no tenía noticias tuyas, pero pensaba que ya las iba a tener.
Aceptar que tal o cual ser, a quien amábamos, haya muerto. Aceptar que éste o aquél ser no sea más que un muerto entre millones de muertos. Aceptar que éste o aquél, vivos, hayan tenido sus debilidades, sus bajezas, sus errores, que nosotros tratamos en vano de encubrir con piadosas mentiras, un poco por respeto y por compasión de ellos, mucho por compasión de nosotros mismos, y por la vanagloria de haber amado solamente la perfección, la inteligencia o la belleza. Aceptar su independencia de muertos, no encadenarlos, pobres sombras, a nuestro carro de vivos. Aceptar que hayan muerto antes de tiempo porque no existe el tiempo. Aceptar nuestro olvido, puesto que el olvido forma parte del orden de las cosas. Aceptar nuestro recuerdo, puesto que, en secreto, la memoria se esconde en el fondo del olvido. Aceptar incluso -aunque prometiéndonos que lo haremos mejor la próxima vez y en el próximo encuentro- el haberlos amado torpe y mediocremente.
A veces, la vida es como el viento. Desordena y arrasa. Todo peligra, hasta aquello que tiene raíces profundas. Cerramos las ventanas. Esperamos que el viento pase.
Saqué una mano de abajo de las sábanas y apagué el despertador. Las seis y cincuenta. Hacía más de cinco minutos que sonaba; lo programo a las siete menos cuarto. En realidad podría levantarme a las siete. Pero disfrutaba de ese rato de ocio, como una pausa anticipada al día por recorrer. Recordé vagamente algo sobre el viento y las raíces. Traté de concentrarme, fue inútil. Solía sucederme no saber si había estado soñando o pensando. No era infrecuente que en los momentos previos al despertar, durante ese estado de ensoñación donde todo aparece desdibujado, se me revelaran algunas cosas. Algo que había perdido y que en realidad lo había cambiado de lugar, una fecha importante o un impuesto que vencía. El viento. Las raíces. No le encontraba ningún sentido. Me quedé en la cama, boca arriba, tapada con las sábanas. El otoño se hacía sentir. Me acordé de una película que había visto años atrás, donde el protagonista se despierta siempre en el mismo día, anclado en el tiempo. Yo ya había descubierto que la diferencia entre realidad y ficción era, la mayoría de las veces, una cuestión de percepción. El pasado es la sustancia de la cual está hecho el tiempo; por eso, éste se vuelve pasado enseguida. No estaba dentro de mis posibilidades -ni en las de nadie- modificarlo. Eso me hubiese permitido descartar lo que quisiera, y fundamentalmente, anular sus consecuencias. Sabía que era un absurdo. Sólo había una alternativa posible. Avanzar.
Me quedé pensando en lo contradictorio del ser humano. Que algo pueda tener beneficios claramente opuestos. Escribir. A veces para retener el pasado. Otras, para olvidarlo. La clave seguía estando ahí. Disimulada entre las letras, las comas y los puntos. Pero sobre todo, entre los espacios en blanco. Dejarse ir, entre el hechizo de las letras, una cuestión totalmente ajena a mi voluntad. Comprendí que ningún destino es mejor que otro, y que todo hombre debe acatar el que lleva adentro, dice Tadeo Isidoro Cruz. Quién era yo para contradecir semejante afirmación.
Ya eran las siete. Decidida, me levanté de la cama. Fui hasta la ventana y la abrí de par en par. Un viento fuerte, el primero de este otoño, me sorprendió. A pesar de sentir frío, me quedé mirando cómo el rocío condensado en gruesas gotas, caía desde los árboles y formaba charcos de formas curiosas. Algunos pájaros trinaban, tímidos, como si no estuvieran seguros de que el día hubiese comenzado. Un hombre pasó en bicicleta; a su lado un perro corría apurado para no ser dejado atrás. Los primeros autos empezaban a circular. Una espesa neblina cubría la copa de los árboles y los techos de las casas vecinas, pero si me esforzaba, podía entrever el cielo, de un color celeste pálido. Supe, sin temor a equivocarme, que sería un día soleado. No pude evitar sonreír ante esa revelación. A pesar del frío, dejé las ventanas abiertas. El viento había cesado.