Palabras. Frases. Oraciones. Desde hace unos cuantos días soy asaltada por cosas que he leído o escuchado. Como si mi cerebro hubiese agotado la capacidad de pensar por sí mismo.
Es el final de un día como cualquier otro. Los últimos rayos de sol se desplazan por el jardín, enfocando a las rosas y al jazmín paraguayo, para después subir por la pared y esconderse en la casa de al lado. El perro está recostado en el pasto, panza arriba. Mi abuela decía que cuando los perros se ponen así, va a llover. El cielo desmiente por ahora esa teoría. En la radio pasan música de los ochenta. I just died in your arms tonight.Escuchar esa música se me antoja una manera de retener el tiempo. A veces siento que vivo corriendo detrás de él. Nunca lo alcanzo. Los momentos vividos, pertenecen al pasado. Quizás, por eso escribo. Es una forma de atraparlo. Dejar plasmado en un papel un poco de historia. La nostalgia. Sustantivo abstracto que me define.
Más frases. El amor queda guardado en la memoria de la columna vertebral. Y no se puede hacer nada. Lorrie Moore. Los desenlaces de las historias deben quedar de la misma manera en que queda la comida cuando suena el teléfono. Raymond Carver.
El sol se volatilizó. El perro sigue en la misma posición. En la radio suena otra canción. Escucho la sirena de los bomberos. ¿Accidente en la autopista? Alguien está prendiendo el fuego para hacer un asado. El día se va extinguiendo lentamente. Me esfuerzo por encontrar una frase ingeniosa. No quiero ser reiterativa. Justo ahora, no me acuerdo de ninguna de las que rondaron por mi mente durante estos días.Me quedó sentada, mirando por la ventana la llegada de la noche.
El hombre estaba sentado en frente a la derecha. Le espiaba las orejas y la nuca, tenía pelusas grises. Leía un libro con desgano. Llevaba un sobretodo azul, bufanda roja. El portafolios negro, como sus zapatos acordonados. El cabello, sugería mas o menos cincuenta.
En el vagón éramos unos cuantos turistas. Latinoamericanos pocos, obvio, con el euro a más de cinco, ni la sed es urgente.
Me entretuve haciendo zapping, de la ventanilla a mi izquierda hacia la cabeza del hombre. Las playas se veían perfectas, la noche era muy clara. Entre los túneles que atravesábamos, aparecían estas pequeñas bahías atestadas de guijarros y agua mediterránea iluminada por un cielo sacado de una película de Bertolucci.
Sassi, para Pavese. Entraba a su región, recorría sus espacios.
En cada estación, se leía el cartel de “sottopassaggio”. Me causó gracia, cuando me preguntó si ya no habíamos atravesado ese “pueblo”.
Era de Salta, me dijo, y evidentemente no entiende el idioma, pensé. Que mi acento era argentino, que me comía las eses… ¿de Rosario?; no, respondí. Pero si, santafesina: de Cepeda.
En el portafolios negro llevaba partituras. Sacó un infierno de pentagramas y notas apretadas en semifusas, varias voces superpuestas ¿era organista?; la música era sacra, lo leía desde mi asiento… ostentaba agudos y graves extremos, ese recurso que sugiere lo sobrehumano con las frecuencias: Dios, y los seres celestiales.
El tipo es cura, me dije. Estudia obras para órgano a tubos se especializa en Italia.
En ese momento me perdí la vuelta de página de la obra de Bach ( porque era Bach) mirando el camino de luz de luna sobre el mar que conducía a la capilla pintada a rayas en el acantilado. Rayas color maíz y verde trébol.
Los pinos le hacían sombra al baptisterio.
Pensaba en la publicación de seldonito en el blog del taller, y lo que es la muerte para un ateo. Vivitos y coleando, evocándolos a ellos, los otros,“los que no están”, dijo el sádico de bigotes con prisión domiciliaria en Bs. As. El mismo que recitaba cada vez “Señor haz de mi un instrumento de tu paz, donde haya odio…”
Allí, juntos en el tren, en Liguria, el cura con Bach y el asiento vacío que debió haber ocupado María, además mi mente vacía de recuerdos de su voz, pequeña porción del horizonte acústico; de su imagen, apenas un gesto sobre un silencio negro.
El momento me agotó.
Esa noche soñé incoherencias mientras viajaba…algo con la Villa Puccini, creo, y un festival de ópera. El tenor profano que le cantaba a la amante era el salteño de zapatos negros.
A la mañana siguiente, en el city tour, nos mostraron el gótico en la catedral de Milan y el teatro La Scala estaba en refacción. Había gigantografías de estrellas del canto lírico asomadas por los balcones. Me ofrecieron un panino por 4 euros, le compré al marroquí también el agua mineral mientras canturreaba la voz superior de la partitura que había visto en el tren. Se fusionaba con un tango, la voz de Horacio Molina en “Absurdo”.
Publicado en General el 25 de Febrero, 2010, 16:47
por maripau.-
Una mujer, alguna vez pronunció la palabra efímero para insultar a un hombre. Fue hace unos años en una ciudad con mar. De entre las palabras, ella podía haber elegido cualquier otra. Hay muchas en apariencia más crueles. Pero hace días ellos evitaban la certeza de lo que acababa de gritar. Habló como si no le importara, que a pesar de las pieles gusto a sal, eso era lo que eran. Días después, acariciándole el ombligo, él dijo, algo así como: pensar que con otros tendremos hijos… Sus labios paspados estallaban con la risa, pero reían mucho por todas partes. Como cuando todavía no se sabe que nunca es tan fácil y llevadero y parece posible vivir a cacao y traerse de vuelta el mar.
Publicado en Cuentos el 25 de Febrero, 2010, 13:35
por Mayra
Pueblo Mustio
Hay personas que hacen del resentimiento su modo de vida.
Resentidas con la sociedad. Quejosas de los que viajan. Enojados con los que estudian. Embrocados con los trabajan. Disgustados con los que se aman. No tienen la inquietud de hacer nada, solo esperan que alguien haga algo, para juzgarlo.
En Pueblo Mustio lo que sobraban eran personas de esta estirpe. La gran mayoría de sus habitantes vivían de la curtiembre del pueblo. Nunca un trabajo más adecuado. Jugarreta del destino o simple intención, para aquellos destinados a sacar el cuero. Juan Sinruta era el exponente máximo aunque nunca recibió el premio de ciudadano ilustre.
Juan tenía treinta y seis años. Había nacido viejo, según sus primos de la ciudad. Siempre muy serio. En jardín de infantes ya revelaba más pasión por la ropa limpia, que por los juegos en el arenero. Prefería sostener el elástico de las niñas a jugar a la pelota. Único niño que festejaba medias y calzoncillos de regalo para sus cumpleaños.
Digno de felicitaciones por su buen comportamiento, dedicación y obsecuencia. Adorado por las maestras, tenía buenas notas y recomendaciones. Logró así evitar la tintura del cuero y limitarse inmaculado, a la contaduría de la curtiembre de Pueblo Mustio.
Las chicas del pueblo estimuladas por sus madres, tías y abuelas veían en Juan Sinruta al candidato ideal. La historia de Juan con Yolanda Lance, su novia desde la adolescencia,ejercía en las mujeres un raro magnetismo enmascarado por la lástima.
- Al pobre lo dejó la Yoly – comentaban.
- No sé que se pensaba…después de tantos años… dejarlo así
- Ya andará por ahí premiada.
- Eso seguroso…
Por supuesto nadie imaginaba que después de ocho años, Yolanda se fue con el primero que le tocó la teta. Evitando el respeto de Juan,perdió el respeto del pueblo. Harta de las miradas fruncidas, esquivó ser el blanco de dedos acusadores y se rajó.
A Juan le gustaba esa imagen del abandonado. Lo mimaban. Era invitado a tomar mates en todas las veredas. No se le escapaba ninguno de los chismes de Pueblo Mustio.
Así fue como se enteró del nuevo habitante.
- Vino un viejo loco… de unos setenta y cinco años.
- Parece que se escapa de algo.
- O de la mujer o de un loquero.
- Viene con lo puesto y solo dos valijas.
- Nadie sabe porque terminó acá.
- Es vecino tuyo… vive en la casa de la viuda Chávez.
Para Juan ser el vecino del nuevo mustiano representó un lugar especial. Lo coronaba como el informante por excelencia de todo lo que hacía o dejaba de hacer el viejo.
Juan Sinruta aprovechó cuando el viejo no estaba para perforar la pared. Pudo ver la sala de estar un poco desarreglada. Un sofá de dos cuerpos con una mesita ratona eran los únicos muebles. Con el patio no tenía problemas ya que lo separaba un tejido del suyo.
A la cuarta noche el viejo apareció a las tres de la mañana muy bien acompañado. Una morocha de unos cuarenta años,parecida a la Cuccinota,sacudía su cabellera colgada de su brazo. El hombre se dejó caer al sillón. Masticaba algo que se puso en la boca. Miraba a la morocha que se desvestía al ritmo de Joe Cocker de espalda al agujerito. Un culo gordo y firme mareó la vista de Juan como un caleidoscopio.
El caleidoscopio fue un tobogán espiralado que lo llevó a esa tarde que jugaba con Anita. Tenía trece años y ella con siete lo seguía a todos lados.
Esa vez, ató una soga a la patineta que le habían regalado en Navidad. Anita divertida sentada sobre la patineta. Con las plantas de los pies unidas y las rodillas separadas, dejaba ver bajo la faldaa tensión, una bombachita blanca con un dibujo pintado.
Tiraba de la soga y caminando hacia atrás respondía a los animados gritos de Anita. – ¡Más fuerte! ¡Más fuerte!-. Él sordo a sus palabras, concentrado en lo único que le importaba. Definir ese dibujo que se asomaba entre los regordetes jamoncitos de Anita.
Inclinado para descubrir el tesoro avanzaba de espaldas cada vez más rápido. Era una rosa. Roja, con sus hojitas verdes.
La velocidad en aumento y los ojos fijoscomo un toro en la flor de Anita hicieron caso omiso a la pendiente de la calle. Las manitos de Anita detenían la circulación de sus dedos, para no desprenderse de la patineta. La caída fue inevitable.
Entreverado entre los rizos, la rosa yla risa de Anita, rozaba su pito entre sus carnes. Hubiese rugido entre tantas erres. Erre de roer entre sus piernas. Erre de romper, rasgar, rasguñar, reventar. En ese entonces no conocía otros términos como verga o pene. El pito era pito a secas ynotaba que crecía caliente con los vanos movimientos de Anita para desembarazarse de la situación.
Una vieja que pasaba le gritó que soltase a la nena y, por supuesto, obedeció. La única erre que le quedó fue ratonearse con ese episodio durante años.
Ahora la morocha se iba, se venía, subía y bajaba sobre el viejo que parecía responder a la altura de las circunstancias. A juzgar por los gritos de la mujer.
Seguro se mandó unos viagras. A un viejo así no se le pararía sin ayuda, aunque viniera la Alfano. ¿De donde sacó a esta mina? Me juego la cabeza que está drogada.
De esta manera Juan Sinruta encontró su camino. Investigar al viejo se transformó en la razón de su vida. Despertaba y se asomaba al agujerito.
Lo espiaba a la noche. Le buscaba conversación. Lo saludaba de patio a patio.
Una noche decidió seguirlo y terminó en el casino de un pueblo vecino. Lo vio con dos mujeres escoltándolo mientras jugaba al Black Jack. El viejo lo reconoció y lo invitó a participar. Juan rechazó la propuesta tímidamente y se fue a su casa.
Quien volviera a tu edad pibe. Haría de la vida un parque de diversiones. Una montaña rusa que me devuelva el miedo. Una rueda gigante que permita ver más allá de este pueblo. Un zamba que sacuda y diga: aún estás vivo. Escaparía de este tren fantasma que pellizca mis talones. Esta guadaña que engancha mi piel arrugada. La estira. La tensa. Y yo aferrándome a este mundo como un niño a su almohada. Tratando de sortear el anzuelo para seguir siendo pez, no pescado.
En el tiempo que el viejo no estaba, Juan aprovechaba para perforar la pared y lograr mejores perspectivas. La medianera colador dejaba espiar todo lo que hacía el viejo. Cantaba por los distintos ambientes de la casa. Afinaba la guitarra. Regaba una huerta en el patio. Incluso una noche advirtió que se arrojaba de la cama soñando que atajaba un penal.Lo veía escribir y recitar poemas. Mujeres bellasdesfilaban y lo trataban como a un rey.
Al cabo de unos meses las cosas en la curtiembre empezaron a fallar. Juan aparecía mal dormido y distraído. Había adelgazado bastante y casi no deambulaba por las veredas del pueblo. Las mujeres ya no lo veían como buen partido para sus hijas y sobrinas. Los hombres ya no se preocupaban por ganar su beneplácito.
Los malos negocios que Juan había provocado, hicieron que los balances fueran rotundamente negativos.
Las mujeres sospechaban que a Juan Sinruta le habían echo un trabajo. Un gualicho. Buscaban el vudú en el cementerio. En los montes. En el bingo. Seguramente el viejo. Era raro. Histriónico. Zurdo. Promiscuo. Poeta. Sin embargo no pudieron explicar que no cese la maldición cuando el viejo desapareció. ¿Será que Pueblo Mustio ya estaba maldito? Intentaron cruz de sal. Sopa de cucarachas. Cura de empacho. No hubo caso. Juan no volvió a ser el mismo.
Mustio es mi nombre y puedo hablar de cuando el diablo llegó. El trabajo fue mermando. Muchos de mis hijos se mudaron a ciudades más prósperas. Los más grandes se abandonaron en una atmósfera de tristeza. La maleza invadió mis calles. La oscuridad derrotó la luz.La inercia ganó las almas.
Nadie me visita y sé que nadie me llora.
La muerte me besa sedienta dejándome sin aliento. Mi cruz será el olvido. Tal vez la memoria.
Adaptación cinematográfica del cuento
homónimo de Charles Bukowski
Escena 1
(Profesora, Bruno, Brain, extras)
La cámara muestra a la
profesora de un colegio secundario, Joven, unos veinticinco, rubia lleva una
minifalda amarilla y una remera blanca ajustada. Los alumnos están entrando al
aula: tienen 12 años, más o menos. La cámara sigue a un grupo de estos alumnos
que se sientan en bancos contiguos.
Brian (uno de los del grupo) en
voz alta canturrea: - Negrito cuando tu bailas lo haces de noche y día
Ríen. Se sientan en los
bancos.
Bruno - Ahí viene, ahí viene.
La profesora entra y se
sienta, toma lista, paneo general del aula se van escuchando apellidos en orden
alfabético, y chicos que dicen presente, (“Bukowski” se tiene escuchar)
Brian le alcanza un papel doblado
a Bruno. Este lo extiende Se ve un dibujo muy esquemático de la profesora,
marcados en rojo dos senos gigantes, y dice en letra imprenta mayúscula “me
acabo con esas tetas”.
Bruno se lo devuelve y ríe,
se escucha el apellido Guelber en la lista y dice presente.
Escena 2Recreo, los
cuatro chicos, Brian, Bruno, Oruga, Sebas, después Tiziano. Extras.
Recreo, chicos jugando con
una pelotita de tenis al futbol. Al lado de ellos los cuatro hablando
Brian .- Te digo lo que me
contaron, yo no lo ví.
Bruno – Estas bolaseando,
esas minitas son todas histéricas, les gusta que nos baboseemos con ellas, pero
nada más
Brian – El ruso Bukowski se
la coge
Bruno – El ruso Bukowski es
un retrasado mental, repitió dos veces sexto, ¡qué se la va a coger!
Sebas - Bruno, con el Oruga
la vimos el sábado, volvíamos de la fiesta de Sheri y estaba con dos minas más
tomando cerveza.
Oruga, interrumpiendo - A mí
me dio un beso y me refregó las tetas así -pasándose las manos por el pecho.
Sebas - Las otras dos,
putísimas como ella, una estaba con un pantalón ajustado que se le veía todo y
la otra morocha era tetona y medio gordita -haciendo señas de senos con las dos manos.
La cámara enfoca a un chico que
va caminando con un grupo de chicas. Bruno lo esta mirando.
Bruno - Todas las minitas
andan con el puto ese de Tiziano
Brain – Yo me la garcharía y
después la obligaría a que me la chupe
Bruno- Que decís virgo, si
vos no cogiste nunca
Brain – Qué nó… Garché un
montón de veces
Oruga - ¿Y cómo fue?
Brain – Con putas, fuimos con
mi primo el Colo.
Sebas – Pero con forro no es
lo mismo
Brain – Qué te agrandas virgo,
si no la pusiste nunca.
Oruga – Sebas coje todos los
días con una distinta -haciendo gestos de masturbarse.
Ríen.
Corte.
Escena 3En el aula, los cuatro chicos y la profesora
Están en clase con la
profesora, ella habla mientras camina- I
will be happy to answer your questions, will representa el futuro, luego
agregamos el verbo to be, que va en infinitivo.
Bruno – Qué hija de puta se
vino sin corpiño.
Oruga – Sí, se le notan las
dos escarapelas
Bruno- Los tiene re duritos,
se las comería a mordiscones. (la cámara sigue los movimientos de los pechos de
la profesora mientras se escucha en off)
Oruga – Yo me la llevo a
diciembre, en verano se va a venir en pelotas.
Sube el plano, la profesora
mira hacia la cámara y dice – Balestrini, González, copy please, basta de
hablar please.
La cámara va con Bruno que
escribe en su pupitre. Se escucha un susurro - un pete please, risas nerviosas,
contenidas.
Se empieza a escuchar un
chirrido de una silla, rítmico, de alguien que se esta masturbando.
Bruno mira a los costados, el
ruido continúa.
Oruga - ¿Quién es el
pelotudo?
Bruno - ¿Se esta haciendo una
paja?
Oruga -Qué pelotudo,va escuchar y va a venir vestida de monja
Bruno- ¿ Vos ves quién es?
Brain -Es el ruso.
La cámara va hacia la última
fila, se nota claramente que el ruido proviene del último banco dónde un chico
claramente más grande que los otros, se esta masturbando mientras mira fijamente
hacia adelante. El chirrido va aumentando en ritmo y el volumen hasta que se
detiene y el chico mete la otra mano debajo del pupitre.
Bruno a Oruga en un susurro –
No te dije, es mogólico, se hace la paja adelante de las chicas. Se oyé un coro
de murmullos, a la profesora se la ve vacilar y luego prosigue – A ver Clara ¿What
will you do in holidays?
Una chica del salón duda y
contesta – I play tenis.
La profesora – No, Clara, no,
will, will, will, futuro, I will play tennis next holidays.
Se da vuelta y escribe en el
pizarrón.
Escena 4 Tiziano
y los cuatro chicos, en la calle
Brian – Tiziano, el del pene
enano
Oruga – Tiziano, el que se la
chupa a su hermano.
Sebas- Tiziano, te rompo el
orto, no pega… pero te lo rompo igual.
Oruga – Tiziano agarramela
con la mano, puto...
Tiziano esta parado y cuando los
otros van a pasar, cruza la calle. Bruno que va más atrás los alcanza, caminan
mientras hablan.
Oruga – Doble ve doble ve doble ve yousmuff punto com, las mejores minas,
Sebas, lo interrumpe - Petes,
trolas, orto, todo gratis, tarda un rato en bajar.
Bruno - Por la tele no hay
nada a veces cazás alguna teta en el fashion
Sebas -Sí, vamos a tu casa que esta la compu, es
mejor,
Brian, queriendo participar
de la charla - ¿Qué van a hacer?
Oruga – Nos vamos a lo de
Sebas
Bruno – Alguien que lleve
algo para chupar, yo tengo una whisky
Sebas – Yo tengo un par de
cocas y si puedo me encanuto unos puchos de mi vieja.
Se saludan
Bruno cruza en la esquina
para la derecha, los otro tres siguen.
Publicado en General el 24 de Febrero, 2010, 21:42
por sandra
"Mis mitos son los mitos típicos del anarquismo fabriquero. Mi padre era un obrero panadero, anarquista, que luego pasó al Partido Comunista durante el peronismo como tantos...Vengo de los mitos culturales de las bibliotecas, de las veladas de estudio después del trabajo... Me crié en los mitos del arte, la cultura, los viajes, la ópera... Y he ido creciendo con esos mitos: algún día conoceré esto, podré leer esto, podré ver esto, podré escuchar esto. Y de mayor sólo he ido comprobando o deshaciendo mis mitos. Prácticamente no he agregado ninguno. En este sentido el primer poema* de mi nuevo libro es el poema que lo resume. Es una alegoría de lo que ha muerto. A cierta edad uno empieza a caminar hacia sus mitos, pero en realidad estas volviendo, porque esos mitos ya están establecidos. A los 60 años uno no crea un mito, porque eso sería una payasada, sino que vuelve hacia sus mitos. A mí siempre me preocupó tener la mirada de mi edad. Me dan mucho miedo tanto el juvenilismo como la mirada de aquellos que saben todo, que ya lo vieron todo. No, yo no he visto todo, pero lo que quiero mirar, lo quiero mirar con los ojos de mi edad..."
* LA POESÍA NECESITA SILENCIO LITERARIO
lo he buscado en destinos de soledad
de soledad en la miseria en el bienestar
en la intimidad de la cocina
de pie con una taza a primera hora del día
en la desolación del espejo del baño
en el escenario soñado del mito
el silencio de esas noches de verano en Florencia
en via lamarmora después de un concierto entre bambini
in fasce
en el goce de Del castagno
en la extranjería
desde el patio de los jenízaros hasta Santa Sofía
entre tanto imperio y esmeraldas
siempre el camino de la sangre
o entre los floripondios de Vaux le Vicomte
no valen la gloria del arte la sensibilidad y sus alegrías
un reconocimiento no buscado no esperado
he perdido el silencio
en mi forma de vida debo combinar estos colores
ponerme un poco de colorete y llevar medias
si la estación lo indica
como si no
porque en cualquier esquina cruzaré un testigo
y por mi y por ellos
porque hay un rumor que cruza y vuelve unos nombres
fotos
y algunos recuerdos de fiestas con hormigas en las masas
en la ventana de un hotel melancólico y novios
con los que se tropezaba en la madrugada
y tantos papelones y belleza en aquellas décadas
que aunque me rodean sus esquelas funerarias
y mucha distancia doméstica con algunos
todos sabrá si tenía mala cara al bajar a la calle
Pero es así. Muevo la cabeza y te digo que es así.
Que somos restos de una ciudad en donde las luces se incendian y la oscuridad asusta.
Que los apagones apenas son la forma que tienen las cosas de interrumpirse.
Miro tu tatuaje y dudo acerca de las marcas de tu cuerpo. Qué hay de indeleble en tu brazo? Qué cosas te duelen?
Y te hablo de los fantasmas que duermen en esos edificios. El tuyo, de espaldas en la cocina. El mío, de casi 2 metros.
Pero desde la azotea, los héroes se caen. Sí, se caen. Y yo no sé por qué me acuerdo y te cuento que de chica le arruinaba el pelo a las muñecas.
Y eso te hace reir. Y hablás de tragedias. De mundos estallando en pedazos sobre los distraídos.
Y entonces corro la silla de lugar, alejo los obstáculos domésticos de nuestros esqueletos, pongo una mano en tu mejilla y te oigo decir - otra vez- algo de mis derrotas; de las venas como astillas, de la sangre como polvo.
Coincido con los expertos del FMI: no tengo ni idea de economía. La diferencia es que mientras los más ciegos de la plebe sufrimos durante años con la visión de la gran burbuja a punto de estallar como pesadilla de El Bosco, el círculo poético del FMI, abrazado a las farolas de Wall Street, lo pasaba bomba confundiendo el extraño artilugio con la luna llena. Así que no queda más remedio que rendirse ante su imaginación para afrontar la crisis. Se puede oír el engranaje de estos think tank como un ultrasonido de cirio en las tinieblas. El crepitar de las mentes fermentando las novedosas ideas.
¿Retrasar la jubilación? OK. ¿Abaratar los despidos? ¡Hurra! ¿Reducir los salarios? ¡Guau! Si la Gran Recesión ha sido provocada por la inconsciencia de los ricos, la única solución es que los pobres echen una mano a esos locos. No se les puede abandonar. Por un lado, hay que entregarles el Estado (¡Qué asco!), aunque no lo quieran. Esperanza Aguirre (presidenta Banco central de España) es ultraliberal y cómo se sacrifica por la Comunidad y por el Monte de Piedad. Por otro, convencerlos de que se queden con todo. El gran negocio son las necesidades: la sanidad, la educación, el agua, el día de descanso, la cárcel y los cementerios. Se fragua una nueva caridad rentable. No sé si tendrán algo que ver con este espíritu de reforma los términos de la inscripción de la fundación Ancianos Solitarios Venidos a Menos, que preside doña Leticia de Borbón. Los fines son loables, pero llama la atención una cláusula. La de la atención prioritaria a quienes tuvieron "una buena posición, con preferencia a las personas de la condición social que tuvo la extinta Excma. Sra. Marquesa de Balboa". Esta pieza del realismo social aparece en el BOE (25-1-2010). A los pobres venidos a menos ya les dedicó suficiente atención en arameo aquel comunista del Sermón de la Montaña.
MANUEL RIVAS (1957-Galicia- autor de LA LENGUA DE LAS MARIPOSAS, nosotros trabajamos algunos cuentos de su libro "Qué me quieres amor", ed. Alfaguara. Desde hace unos meses que cuento con el privilegio de leer EL PAIS en papel (gentileza de mi amigo JORGE COHEN) no dejo de asombrarme sobre la debacle económica y social que está viviendo España. Lo sabía por amigos y familiares que tengo en la madre patria, pero viendo el día a día en el diario, les aseguro que el panorama de default es similar al que tantas veces hemos vivido nosotros. Y Rivas lo dice muy bien, AJUSTE-AJUSTE-AJUSTE... es lo único que se le ocurre siempre a los "genios" del FMI. Lo digo, lo recuerdo, porque es algo que se está discutiendo nuevamente entre nosotros...
Salgo a la terraza. El viento desordena mi pelo. Me recuesto contra la pared. Todavía conserva el calor del sol que la castigó durante la tarde. Miro al cielo, me distraigo tratando de seguir el trayecto de las nubes. Unas son bajas, de color gris oscuro, se dirigen hacia lo que creo es el norte. Otras son algodonosas, blancas y más elevadas, como estacionadas a la espera de que alguien les diga adonde ir. Entre ellas distingo un pedazo de cielo celeste. Lejos, unos rayos de sol entre el rosado y anaranjado, pintan los techos de algunas casas. Intento escribir. El vacío es el principio de todas las cosas. Lo dice Carver en un relato. Vuelvo a mirar al cielo. Las nubes van y vienen, enloquecidas, como si llegaran tarde a algún lado. Me quedo quieta, absorta en la forma que la naturaleza encuentra para decirnos algo. Una ráfaga de viento me devuelve a la realidad. La noche se acerca. Increíblemente, el pedazo de cielo sigue ahí, resistiendo. Una estrella aparece desafiante. El vacío es el principio de todas las cosas. Puede ser. Miro la hoja de mi cuaderno, tengo que hacer un esfuerzo, ya no hay luz. Igual no hay nada escrito. No hay palabras. Quizás, esta también sea una manera de expresar lo que siento. Sin palabras.
Ella tenía hipo. Y como si no bastara la claridad de las dos de la tarde, era pelirroja.
En la calle vacía, las piedras vibraban de calor: la cabeza de la chiquilla llameaba. Sentada en los escalones de su casa, lo soportaba. Nadie en la calle, sólo una persona esperando inútilmente en la parada del tranvía. Y como si no bastara su mirada sumisa y paciente, el hipo la interrumpía a cada momento, sacudiendo el mentón que se apoyaba amoldado en la mano. ¿Qué hacer con una chica pelirroja con hipo? Nos miramos sin palabras, desaliento contra desaliento. En la calle desierta ninguna señal de tranvía. En una tierra de morenos, ser pelirrojo era una involuntaria rebelión. ¿Qué importaba si un día futuro su marca iba a hacerla erguir insolente una cabeza de mujer? Por ahora estaba sentada en un escalón centelleante de la puerta, a las dos de la tarde. Lo que la salvaba era un monedero viejo de señora, con la cremallera rota. La aseguraba con un amor conyugal ya acostumbrado, apretándola contra las rodillas.
Fue entonces cuando se aproximó a su otra mitad en este mundo, un hermano de Grajau*. La posibilidad de comunicación surgió en el ángulo caliente de la esquina, acompañando a la señora, y encarnada en la figura de un can. Era un basset lindo y miserable, tierno bajo su fatalidad. Era un basset pelirrojo.
Allá venía él trotando, delante de la dueña, arrastrando su largura. Desprevenido, acostumbrado, perro.
La chica abrió los ojos asombrada. Suavemente avisado, el perro se paró delante de ella. Su lengua vibraba. Ambos se miraban.
Entre tantos seres que están preparados para volverse dueños de otro ser, allí estaba la chica que había venido al mundo para tener aquel perro. Él se estremecía con suavidad, sin ladrar. Ella lo miraba bajo los cabellos, fascinada, seria. ¿Cuánto tiempo estaba pasando? Un gran hipo desafinado la sacudió. Él ni siquiera tembló. También ella pasó por encima del hipo y continuó mirándolo fijamente.
Los pelos de ambos eran cortos, rojizos.
¿Qué fue lo primero que se dijeron? No se sabe. Tan sólo se sabe que se comunicaron rápidamente, porque no había tiempo . Se sabe también que sin hablar se pedían. Se pedían con urgencia, intrigados, sorprendidos.
En medio de tanta vaga imposibilidad y de tanto sol, allí estaba la solución para la chica pelirroja. Y en medio de tantas calles para ser trotadas, de tantos perros más grandes, de tantos desagües secos, allá estaba una chica como si fuera carne de su pelirroja carne. Se miraban profundos, entregados, ausentes de Grajaú. Un instante más y el sueño suspendido se rompería, cediendo tal vez a la gravedad con que se pedían.
Pero ambos estaban comprometidos.
Ella, con su infancia imposible, el centro de la inocencia que solamente se abriría cuando fuera una mujer. Él, con su naturaleza aprisionada.
La dueña estaba impaciente bajo la sombrilla. El basset pelirrojo finalmente se desprendió de la chica y salió sonámbulo. Ella quedó perpleja, con el acontecimiento en las manos, en una mudez que ni su padre ni su madre comprenderían. Lo acompañó con los ojos negros que apenas creían, doblada sobre el monedero y las rodillas, hasta verlo doblar la otra esquina.
Pero él fue más fuerte que ella. Ni una sola vez miró hacia atrás.
La mañana invitaba a salir. Busqué abrigos para sincronizar con el invierno de afuera. La oblicuidad del sol jugaba con los aciertos, se escondía de mi posibilidad tras los muros de cemento. Piezas exiguas de delicadeza que se elevan con el simple fin de prohibir algo de luz en las veredas. Caminé entre los grises hasta que conseguí mi premio en siete baldosas. El hallazgo, invitaba a conformarme.
El taxi que vos querés
El taxista de la ciudad de las sombras, conoce la verdad, pero cambia su discurso con cada nuevo pasajero. Y eso es verdad.
Alarmante
El sonido de la alarma se mantuvo durante dos horas. Conocemos la secuencia, un chillido agudo, un sonido a motosierra, unos martillazos punzantes y la pequeña pausa para dar entrada al nuevo ciclo. En el auto, cuelgan algunos cables de la gaveta donde existía un autoestereo, faltan un par de anteojos yalgunos objetos que se descubrirán mas adelante. El ladrón ya está llegando a su casa con el dinero de la venta y en ese mismo momento, un señor de traje gris detiene la alarma.
La sensación
Nada se compara a la sensación de llegar a casa. Eso me dijo el señor del piso catorce en el ascensor. Admití que me ocurría lo mismo. Días más tarde coincidí un descenso con la mujer del señor del piso catorce. Ella me dijo: mi marido se vive escapando, se escapa de mi, y yo pensé, que él sólo ama, la sensación de llegar.
El carnaval que no fue
Perdimos todo intento de carnaval. La señora con el vestido azul mojado amenazó con llamar a la policía y luego demandarlos. Los chicos escondieron los globos de agua y nunca más hablaron del tema.
Cigarros
Cuando ella se fue él prendió un cigarrillo. Lo escondía detrás de un armario. Después ventiló la casa. Ella había salido a fumar a escondidas y antes de regresar, compró un caramelo de mentol. A la noche cenaron y hablaron de otros absurdos de gente conocida.
Mezclas
Los manteles blancos se ajustaban en la sala perfecta
la vela derretía la cera en el tiempo estipulado
Sin pedir permiso el aroma de carnes asadas ingresaba al distinguido restaurant de comida japonesa
La identidad perdida, y encontrada, en la salsa de soja.
Dos clases de deudas
La silla sostenía dos camperas
una cartera
tres juguetes desarmados
y la ausencia del padre.
En otra mesa
Hablaban de perros
sus razas
durante un rato hablaron
querían esquivar el tema que los había reunido.
Dímelo con flores.
Un mantel de hule con flores. Unas cortinas blancas con dos flores rojas bordadas. Una foto, sobre la repisa de los libros, mostraba un jardín. Compró una hebilla para el pelo y tenía un dibujo que simulaba una flor; pero noquiso macetas en el departamento.
La libélula
A los médicos hay que esperarlos. Los turnos se superponen. Los pacientes caminan por los pasillos de la clínica mirando la pared de impecable blanco. Cuatro cuadros incomprensibles cortan la pulcritud. Unas figuras geométricas y unos colores vivos pretenden descontracturar la mente que espera.En esos momentos no pasa nada ni va a pasar. Una libélula lo sabe, choca contra los vidrios una y otra vez, negándose a la estadía.
MONTEVIDEO
La ciudad vieja de Montevideo refleja resabios de tiempo detenido en los frentes de las casonas grises. Punto de convivencia de razas, estilos, formas, estados sociales.
La brisa del océano recorre las veredas baldeadas. Bajo una farola gigante una mulata espera la tarde, sentada en los escalones de su casa. Mi lente busca sin descanso, ansioso ser, queriendo llevar la magia del lugar en un poema o una foto.
Hubiera escrito algo sobre la sorpresa sostenida en mis pies, algo que avise cada esquina nueva de la ciudad vieja, del sabor del boñato asado, de los pintorescos bares, del ritmo de carnaval y los colores de las pintadas.
Preferí clavar el recuerdo
Como un tajo cicatriz
El hombre por cien
Un señor se acerca y me dice que el diecisiete por ciento de la gente toma cortado en jarrita, que el treinta y cinco por ciento logra degustar un buen vino, que el cuarenta por ciento toma gaseosas y el resto no sabe. Me sorprende su análisis y le contesto que voy a tener en cuenta esa información. Su mirada queda detenida a la altura de mi camisa.Yo también miro mi camisa. Luego llevo mi vista hacia la calle para evitar la incomodidad.¿Ud me conoce? – me dice casi angustiado-. Le contesto que no. ¿Sabe que el noventa y nueve por ciento de la gente no me conoce? La verdad que no lo sabía, así que negué con un movimiento de cabeza.Después de un rato volvió a indicarme. ¿Sabe que el ochenta por ciento de la gente que niega con la cabeza quiere no ser molestado? Hice un gesto que denotaba una obviedad. Me corrí un par de asientos de la barra del bar, los necesarios para evitar la charla. Antes de irse me saludó. Nos vemos, cuidate…!ah!, ¡ojo que mañana hay un sesenta por ciento de probabilidad de lluvia!
El primer cuento que leí en mi vida se llamaba “El dinosaurio”. Lo leí en la vieja y formidable revista Puro Cuento que dirigía Mempo Giardinelli. No me pidan que les cuente cómo llegó esa revista a mis manos porque no me acuerdo. ¡Tengo 48 años, muchachos! El cuento en cuestión era breve y lo agradezco. Yo trabajaba en un supermercado y no tenía todo el tiempo disponible para leer fantasías. Un compañero de la góndola de las verduras del Carrefour de Salguero donde laburábamos una vez me dijo “leéte el cuento más corto del mundo, Tyson”. En el Carrefour, como ya les conté, me decían Mike Tyson, porque soy igualito a Mike, en todo sentido. Eran las cinco de la mañana, hacía un frío del carajo y teníamos que reponer las lechugas congeladas. Mi amigo sacó la revista toda doblada de atrás del pantalón, abajo del cinto y me lo leyó: “El dinosaurio: Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba ahí”. Me pareció una gilada, bruto en todo mi ser. Por mucho tiempo, luego de esa lectura casi iniciática, cada vez que veía a mi amigo repositor lo gastaba con “vení que te muestro el dinosaurio”. Yo continué reponiendo verduras y el cuento dio la vuelta al mundo. De pronto se convirtió en el cuento más famoso en la historia de la literatura latinoamericana. Fue durante décadas una verdadera extravagancia, una muestra de ingenio, parodia, ironía y síntesis única en el mundo. No sé dónde leí que su autor, Augusto Monterroso, un hondureño, no la pasó tan bien con la fama de este cuento. Cuando el autor vivía en México, cada mañana le tocaba el timbre un niño con sus padres que le pedían disculpas porque en el colegio ganaron el primer premio de un concurso escolar plagiando un cuento de su autoría.
Hace unos días, en la librería de revistas usadas que está dentro de la estación de trenes de Once, encontré varios ejemplares viejos de la revista Puro Cuento, estaba el ejemplar con el cuento que mi amigo me había leído hace 30 años. Lo volví a leer y casi lloro; por esas cosas sentimentales volví a encontrarme con mi viejo y querido dinosaurio, había estado esperándome ahí 30 largos años. ¡Cómo me divertí con él!
Augusto Monterroso fue un humorista, un escritor de cuentos breves. Con sólo decirles que a su primer libro publicado le puso Obras completas. Publicó muchos más, recomiendo cualquiera, aunque en Obras completas está el dinosaurio aguardando por ustedes.
Publicado en De Otros. el 17 de Febrero, 2010, 18:35
por Ramiro
Pocos días después llegó el golpe militar y la desbandada.
Una noche llamé por teléfono a las hermanas Garmendia, sin ningún motivo especial, simplemente por saber cómo estaban. Nos vamos, dijo Verónica. Con un nudo en el estómago pregunté cuándo. Mañana. Pese al toque de queda insistí en verlas esa misma noche. El departamento en donde vivían solas las dos hermanas no quedaba demasiado lejos de mi casa y además no era la primera vez que me saltaba el toque de queda. Cuando llegué eran las diez de la noche. Las Garmendia, sorprendentemente, estaban tomando té y leyendo (supongo que esperaba encontrarlas en medio de un caos de maletas y planes de fuga). Me dijeron que se iban, pero no al extranjero sino a Nacimiento, un pueblo a pocos kilómetros de Concepción, a la casa de sus padres. Qué alivio, dije, pensé que os marchabais a Suecia o algo así. Qué más quisiera, dijo Angélica. Luego hablamos de los amigos a quienes no habíamos visto desde hacía días, haciendo las conjeturas típicas de aquellas horas, los que seguro estaban presos, los que posiblemente habían pasado a la clandestinidad, los que estaban siendo buscados. Las Garmendia no tenían miedo (no tenían por qué tenerlo, ellas sólo eran estudiantes y su vínculo con los entonces llamados «extremistas» se reducía a la amistad personal con algunos militantes, sobre todo de la Facultad de Sociología), pero se iban a Nacimiento porque Concepción se había vuelto imposible y porque siempre, lo admitieron, regresaban a la casa paterna cuando la «vida real» adquiría visos de cierta fealdad y cierta brutalidad profundamente desagradables. Entonces tienen que irse ya mismo, les dije, porque me parece que estamos entrando en el campeonato mundial de la fealdad y la brutalidad. Se rieron y me dijeron que me marchara. Yo insistí en quedarme un rato más. Recuerdo esa noche como una de las más felices de mi vida. A la una de la mañana Verónica me dijo que mejor me quedara a dormir allí. Ninguno había cenado así que nos metimos los tres en la cocina e hicimos huevos con cebolla, pan amasado y té. Me sentí de pronto feliz, inmensamente feliz, capaz de hacer cualquier cosa, aunque sabía que en esos momentos todo aquello en lo que creía se hundía para siempre y mucha gente, entre ellos más de un amigo, estaba siendo perseguida o torturada. Pero yo tenía ganas de cantar y de bailar y las malas noticias (o las elucubraciones sobre malas noticias) sólo contribuían a echarle más leña al fuego de mi alegría, si se me permite la expresión, cursi a más no poder (siútica hubiéramos dicho entonces), pero que expresa mi estado de ánimo e incluso me atrevería a afirmar que también el estado de ánimo de las Garmendia y el estado de ánimo de muchos que en septiembre de 1973 tenían veinte años o menos.
A las cinco de la mañana me quedé dormido en el sofá. Me despertó Angélica, cuatro horas más tarde. Desayunamos en la cocina, en silencio. A mediodía metieron un par de maletas en su coche, una Citroneta del 68 de color verde limón, y se marcharon a Nacimiento. Nunca más las volví a ver.
Sus padres, un matrimonio de pintores, habían muerto antes de que las gemelas cumplieran quince años, creo que en un accidente de tráfico. Una vez vi una foto de ellos: él era moreno y enjuto, de grandes pómulos salientes y con una expresión de tristeza y perplejidad que sólo tienen los nacidos al sur del Bío-Bío; ella era o parecía más alta que él, un poco gordita, con una sonrisa dulce y confiada.
Al morir les dejaron la casa de Nacimiento, una casa de tres pisos, el último una gran sala abuhardillada que les servía de taller, de madera y de piedra, en las afueras del pueblo, y unas tierras cerca de Mulchén que les permitían vivir sin estrecheces. A menudo las Garmendia hablaban de sus padres (según ellas Julián Garmendia era uno de los mejores pintores de su generación aunque yo nunca oí su nombre en ninguna parte) y en sus poemas no era raro que aparecieran pintores perdidos en el sur de Chile, embarcados en una obra desesperada y en un amor desesperado. ¿Julián Garmendia amaba desesperadamente a María Oyarzún? Me cuesta creerlo cuando recuerdo la foto. Pero no me cuesta creer que en la década de los sesenta hubiera gente que amaba desesperadamente a otra gente, en Chile. Me parece raro. Me parece como una película perdida en una estantería olvidada de una gran cinemateca. Pero lo doy por cierto.
A partir de aquí mi relato se nutrirá básicamente de conjeturas. Las Garmendia se fueron a Nacimiento, a su gran casa de las afueras en donde vivía únicamente su tía, una tal Ema Oyarzún, hermana mayor de la madre muerta, y una vieja empleada llamada Amalia Maluenda.
Se fueron, pues, a Nacimiento, y se encerraron en la casa y un buen día, digamos dos semanas después o un mes después (aunque no creo que pasara tanto tiempo), aparece Alberto Ruiz-Tagle.
Tuvo que ser así. Un atardecer, uno de esos atardeceres vigorosos pero al mismo tiempo melancólicos del sur, un auto aparece por el camino de tierra pero las Garmendia no lo escuchan porque están tocando el piano o atareadas en el huerto o acarreando leña en la parte de atrás de la casa junto con la tía y la empleada. Alguien toca a la puerta. Tras varias llamadas la empleada abre la puerta y allí está Ruiz-Tagle. Pregunta por las Garmendia. La empleada no lo deja pasar y dice que irá a llamar a las niñas. Ruiz-Tagle espera pacientemente sentado en un sillón de mimbre en el amplio porche. Las Garmendia, al verlo, lo saludan con efusión y riñen a la empleada por no haberlo hecho pasar. Durante la primera media hora Ruiz-Tagle es acosado a preguntas. A la tía, seguramente, le parece un joven simpático, bien parecido, educado. Las Garmendia están felices. RuizTagle, por supuesto, es invitado a comer y en su honor preparan una cena apropiada. No quiero imaginarme qué pudieron comer. Tal vez pastel de choclo, tal vez empanadas, pero no, seguramente comieron otra cosa. Por supuesto, lo invitan a quedarse a dormir. Ruiz-Tagle acepta con sencillez. Durante la sobremesa, que se prolonga hasta altas horas de la noche, las Garmendia leen poemas ante el arrobo de la tía y el silencio cómplice de Ruiz-Tagle. Él, por supuesto, no lee nada, se excusa, dice que ante tales poemas los suyos sobran, la tía insiste, por favor, Alberto, léanos algo suyo, pero permanece inconmovible, dice que está a punto de concluir algo nuevo, que hasta no tenerlo terminado y corregido prefiere no airearlo, se sonríe, se encoge de hombros, dice que no, lo siento, no, no, no, y las Garmendia asienten, tía, no seas pesada, creen comprender, inocentes, no comprenden nada (está a punto de nacer la «nueva poesía chilena»), pero creen comprender y leen sus poemas, sus estupendos poemas ante la expresión complacida de Ruiz-Tagle (que seguramente cierra los ojos para escuchar mejor) y la desazón, en algunos momentos, de su tía, Angélica, cómo puedes escribir esa barbaridad tan grande o Verónica, niña, no he entendido nada, Alberto, ¿me quiere usted explicar qué significa esa metáfora?, y Ruiz-Tagle, solícito, hablando de signo y significante, de Joyce Mansour, Sylvia Plath, Alejandra Pizarnik (aunque las Garmendia dicen no, no nos gusta la Pizarnik, queriendo decir, realmente, que no escriben como la Pizarnik), y Ruiz-Tagle ya habla, y la tía escucha y asiente, de Violeta y Nicanor Parra (conocí a la Violeta, en su carpa, sí, dice la pobre Ema Oyarzún), y luego habla de Enrique Lihn y de la poesía civil y si las Garmendia hubieran estado más atentas habrían visto un brillo irónico en los ojos de Ruiz-Tagle, poesía civil, yo les voy a dar poesía civil, y finalmente, ya lanzado, habla de Jorge Cáceres, el surrealista chileno muerto en 1949 a los veintiséis años.
Y las Garmendia entonces se levantan, o tal vez sólo se levanta Verónica, y busca en la gran biblioteca paterna y vuelve con un libro de Cáceres, Por el camino de la gran pirámide polar, publicado cuando el poeta tenía sólo veinte años, las Garmendia, tal vez sólo Angélica, en alguna ocasión han hablado de reeditar la obra completa de Cáceres, uno de los mitos de nuestra generación, así que no es de extrañar que Ruiz-Tagle lo haya nombrado (aunque la poesía de Cáceres no tiene nada que ver con la poesía de las Garmendia; Violeta Parra sí, Nicanor sí, pero no Cáceres). Y también nombra a Anne Sexton y a Elizabeth Bishop y a Denise Levertov (poetas que aman las Garmendia y que en alguna ocasión han traducido y leído en el taller ante la manifiesta satisfacción de Juan Stein) y después todos se ríen de la tía que no entiende nada y comen galletas caseras y tocan la guitarra y alguien observa a la empleada que a su vez los observa, de pie, en la parte oscura del pasillo pero sin atreverse a entrar y la tía le dice pasa no más, Amalia, no seas huacha, y la empleada, atraída por la música y el jolgorio da dos pasos, pero ni uno más, y luego cae la noche, se cierra la velada.
Unas horas después Alberto Ruiz-Tagle, aunque ya debería empezar a llamarle Carlos Wieder, se levanta.
Todos duermen. Él, probablemente, se ha acostado con Verónica Garmendia. No tiene importancia. (Quiero decir: ya no la tiene, aunque en aquel momento sin duda, para nuestra desgracia, la tuvo.) Lo cierto es que Carlos Wieder se levanta con la seguridad de un sonámbulo y recorre la casa en silencio. Busca la habitación de la tía. Su sombra atraviesa los pasillos en donde cuelgan los cuadros de Julián Garmendia y María Oyarzún junto con platos y alfarería de la zona. (Nacimiento es famoso, creo, por su lozería o alfarería.) Wieder, en todo caso, abre puertas con gran sigilo. Finalmente encuentra la habitación de la tía, en el primer piso, junto a la cocina. Enfrente, seguramente, está la habitación de la empleada. Justo cuando se desliza al interior de la habitación escucha el ruido de un auto que se acerca a la casa. Wieder sonríe y se da prisa. De un salto se pone junto a la cabecera. En su mano derecha sostiene un corvo. Erna Oyarzún duerme plácidamente. Wieder le quita la almohada y le tapa la cara. Acto seguido, de un sólo tajo, le abre el cuello. En ese momento el auto se detiene frente a la casa. Wieder ya está fuera de la habitación y entra ahora en el cuarto de la empleada. Pero la cama está vacía. Por un instante Wieder no sabe qué hacer: le dan ganas de agarrar la cama a patadas, de destrozar una vieja cómoda de madera destartalada en donde se amontona la ropa de Amalia Maluenda. Pero es sólo un segundo. Poco después está en la puerta, respirando con normalidad, y les franquea la entrada a los cuatro hombres que han llegado. Éstos saludan con un movimiento de cabeza (que sin embargo denota respeto) y observan con miradas obscenas el interior en penumbras, las alfombras, las cortinas, como si desde el primer momento buscaran y evaluaran los sitios más idóneos para esconderse. Pero no son ellos los que se van a esconder. Ellos son los que buscan a quienes se esconden.
Y detrás de ellos entra la noche en la casa de las hermanas Garmendia. Y quince minutos después, tal vez diez, cuando se marchan, la noche vuelve a salir, de inmediato, entra la noche, sale la noche, efectiva y veloz. Y nunca se encontrarán los cadáveres, o sí, hay un cadáver, un solo cadáver que aparecerá años después en una fosa común, el de Angélica Garmendia, mi adorable, mi incomparable Angélica Garmendia, pero únicamente ése, como para probar que Carlos Wieder es un hombre y no un dios.