26 de Diciembre, 2009
Publicado en General el 26 de Diciembre, 2009, 23:49
por negrointenso
Capítulo 1
Baldosas
Mis padres me entrenaron en el sufrimiento y ahora estoy agradecida. Nunca nada fue fácil y eso educa el espíritu, templa la voluntad y sobre todo genera resentimiento.
La mañana que el portero del edificio se adelantó y evitó que oliera la meada nocturna, el vómito alcoholizado y baldeó y manguereó y perfumó y desinfectó toda la vereda, esa madrugada cuando al volver de mi trabajo y atravesar ese olor fuerte y desnaturalizado que es el olor a la creolina, pisar con la delicadeza de una princesa para evitar la traición de las baldosas flojas y sin embargo no pudiendo evitarlo y salpicarme hasta la rodilla izquierda de ese líquido inmundo, comprendí qué clase de día tendría. Un día creolinado, perfumado por la pestilencia, una sucesión de días inolvidables.
Un piano cae desde el octavo piso, el rayo fulminante antes de una fuerte tormenta, el terremoto sin previo anuncio, la espina de pescado en la garganta, una rama que se desprende de aquél árbol, el anuncio en papel membretado de una enfermedad terminal, el accidente automovílistico al acecho, un pozo profundo, una llamada telefónica, buscar el consuelo en la tapa de los diarios siempre funcionó como antídoto para el dolor real. La celda infestada del sidótico.
Los presagios siempre se presentan por la mañana y la creolina era la evidencia de los malos presagios. A veces intentaba cambiar el rumbo de las cosas y hacía estupideces como comprarme unos anteojos que tuvieran los cristales azules y con eso alimentaba la esperanza de ver la realidad un poco menos gris, una realidad azul tenía que ser necesariamente mejor pero siempre había un detalle que lo entorpecía todo, una piedra en el zapato, una banana abandonada en el borde de una vidriera, un chico que pide Tiene una moneda, doña?
Me saqué los pantalones y comprobé que la creolina no había dejado rastros visibles, no había irritación de la piel pero sí de las fosas nasales, puse el pantalón en el canasto (que no se parecía a un canasto) de la ropa sucia y me metí bajo la ducha. En la cortina del baño se transparentaban unas estrellitas que me fascinaba mirar pero ahora veía que se habían ennegrecido producto de la grasitud del cuerpo o de los hongos y sentí asco, debería meterla en lavandina. Mientras caía el agua, que todo lo purifica, se escurría por la rejilla el olor a creolina, el olor al restaurante, olor a frito, a comida, a clientes, a mozos, a transpiración, el mal olor daba paso al perfume artificial pero agradable del jabón y surgió un pensamiento que me venía visitando hacía tiempo:
El amor es un sentimiento sobrevalorado. Si bien casi todo lo bueno gira alrededor del amor también puede ser algo que engendra egoísmo, celos, dolor, sufrimiento y recordé a Raquel cuando se refería a su marido, hablaba como de una pertenencia: mi marido no hace nada sin consultarme, mi marido me viene a buscar, mi marido esto... mi marido aquello... Prueba también de los sentimientos negativos del amor eran los casos de violencia doméstica, iban siempre en aumento y siempre se trataba de lazos de familia, lazos de supuesto amor: hijos que mataban a sus padres, niños violados por sus padrastros, mujeres golpeadas por sus maridos, etc. etc.
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Publicado en De Otros. el 26 de Diciembre, 2009, 15:02
por sandra
... En fin, Naipaul escucha y transcribe sus impresiones y, sobre todo, camina por Buenos Aires. Y de pronto, sin que el lector de su crónica esté avisado, empieza a hablar de sodomía. La sodomía como una costumbre argentina. Una práctica que no se limita a las relaciones homosexuales, de hecho, ahora que lo pienso no recuerdo que Naipaul mencione la homosexualidad.¨Él habla de relaciones heterosexuales. Uno imagina a Naipaul sentado en la silla más anónima del bar (incluso puede que de la pulpería, si a eso vamos) escuchando conversaciones de periodistas, que primero hablan de política, el país se encamina confiada y alegremente hacia el precipicio, y luego, para aligerar el ánimo, de lances sentimentales, de conquistas, de amantes. Esas amantes sin rostro, sin excepción, recuerda Naipaul, en algún momento han sido sodomizadas. La tomé por el culo, escribe. Algo que en Europa, reflexiona, provocaría verguenza o al menos un discreto silencio, en los bares de Buenos Aires se vocea como señal de virilidad, de posesión final, pues si no le has dado por el culo a tu amante o a tu novia o a tu esposa, en realidad no la has poseído realmente Y así como la violencia y la inconsciencia en materia política le aterran, la costumbre sexual de "tomarla por el culo", que implica, según cree Naipaul, en cierto sentido una violación, solo puede provocarle repulsión y desprecio. Un desprecio hacia los argentinos que va creciendo a medida que avanza el texto. Por supuesto, de esta nefanda costumbre no se salva nadie, o sí, se salva una sola persona, a quien cita, alguien que, sin el énfasis de Naipaul, también rechaza la sodomía. Los demás, en mayor o menor grado, la aceptan y la practican o la han practicado, lo que lleva a Naipaul a conlcuir que Argentina es un país recalcitradamente machista ( un machismo que recubre ligeramente una puesta en escena de sangre y muerte) y que Perón, en ese infierno de hombres sin freno, es el supermacho, y que Evita es la hembra poseída, totalmente poseída. Toda sociedad civilizada, piensa Naipaul, condenaría esta práctica sexual por aberrante y vejatoria, menos Argentina. En su texto o tal vez en mi cuento, el vértigo que acomete a Naipaul es cada vez mayor. Sus paseos se convierten en interminables singladuras de sonámbulo. Su estómago se debilita. Diríase que la sola presencia física de esos argentinos que visita y que le hablan le produce una náusea que a duras penas puede contener. Busca explicaciones. La que le parece más lógica es achacar la afición nefanda al origen de los argentinos, tierra de emigrantes cuyos abuelos fueron campesinos depauperados de España e Italia. Los campesinos españoles e italianos, de costumbres bárbaras, traen a la pampa no sólo su miseria sino también sus costumbres sexuales, entre las que está la sodomía. Esta explicación parece satisfacerlo. De hecho es tan evidente que la da por buena sin pensárselo mucho. Recuerdo que cuando leí el párrafo en donde Naipaul expone lo que cree que es el origen de las costumbres sodomíticas argentinas, quedé un poco sorprendido. La explicación, además de inconsistente, carecía de fundamentos históricos o sociales. ¿Qué sabía Naipaul acerca de lascostumbres sexuales de los labriegos y terronis españoles e italianos de los últimos cincuenta años del siglo XIX? Tal vez, en sus correrías por los bares de Corrientes, a altas horas de la noche, oyó a un periodista deportivo contar las hazañas sexuales de su abuelo o bisabuelo, que se follaba a las ovejas en las noches de Sicilia o de Asturias. Puede ser. En mi cuento Naipaul cierra los ojos y, en efecto, se imagina a un pastorcillo meridional follándose a una oveja o a una cabra. Después el pastorcillo acaricia a la cabra y duerme. Bajo la luna el pastorcillo sueña: se ve a si mismo muchos años después, con muchos más kilos y centímetros, dueño de un gran bigote, casado y con numerosos hijos, los varones trabajando en el campo, con el rebaño que ha crecido ( o menguado), las hembras trabajando en la casa o en el huerto, sometidas a sus tocamientos y a los tocamientos de sus hermanos, y su mujer, reina y esclava, sodomizada cada noche, tomada por el culo, estampa admirable que corresponde más a los deseos erótico-bucólicos de un pornógrafo francés del siglo XIX que a la cruda realidad, que tiene cara de perro castrado. No digo que no se practicara la sodomía en los buenos matrimonios campesinos de Sicilia y Valencia, pero no con la asiduidad de una costumbre destinada a perdurar allende los mares. Si los emigrantes de Naipaul hubieran provenido de Grecia, bueno, nos lo podríamos pensar dos veces. Es posible que con un general Peronidis Argentina hubiera salido ganando. No mucho, solo un poquito, pero algo es algo. Ay, si los argentinos hablaran demótico. Un demótico porteño a medias influido por el lunfardo del Pireo y Salónica. Con un gaucho Fierresopulos, copia feliz de Ulises, y con un Macedonio Hernandikis arreglando a martillazo limpio el lecho de Procusto. Pero, para bien o para mal, Argentina es lo que es y viene de donde viene, que es, sépanlo, de todo el mundo, menos de París.
El secreto el mal... Roberto BOLAÑO.
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Publicado en De Otros. el 26 de Diciembre, 2009, 9:37
por MScalona
XIV
De todas formas, seguía buscando la caja fuerte. Paseaba por la casa y miraba en los rincones y detrás de los cuadros, como me habían indicado mi hermano y sus amigos, y la caja fuerte nunca aparecía.
Solo suciedad, polvo, nidos de araña, trozos de pared, trozos de empapelado preservados del paso del tiempo, más blancos, más cercanos a su color original, aunque al examinarlos la sensación que me quedaba era que esos rectángulos estaban aún más estropeados, como si su palidez o su juventud fueran una enfermedad degenerativa y poco usual.
Toda la casa, durante mis incursiones en busca de la caja fuerte, parecía viva. Viva en la dejadez, viva en el abandono. Pero viva.
Mi piso, por poner un ejemplo, únicamente me parecía un piso, cada día más pequeños, si acaso, con los ecos de miles de horas de televisión, de vez en cuando con el eco de las voces de mi padre y de mi madre, pero sólo era un piso, es decir estaba muerto.
La casa de Maciste no. La casa Maciste era una promesa y una enfermedad y no daba vueltas por la promesa y la enfermedad y se sentía en la piel cuándo mi cuerpo o la velocidad que en ese instante le imprimía a mi cuerpo pasaba de un estadio a otro, la promesa irisada, la enfermedad, una caída o planear oblicuo, deambulando, tocándolo todo con la punta de los dedos, hasta que oía la voz de Maciste que me llamaba, que me preguntaba dónde estaba.
En ocasiones no le respondía. Me llevaba una mano a la boca y empezaba a respirar con la nariz, apenas un poco de aire, el suficiente, pues sabía que él empezaría a buscarme, aún más silencioso que yo, deslizándose por los oscuros pasillos de la casa hasta localizarme gracias a mi respiración o al calor que emitía mi cuerpo, nunca lo supe, y entonces todo recomenzaba.
El dinero que me daba después de cada visita, por otra parte, empezó a ser cada vez más generoso. A veces yo lo seguía pues pensaba que el dinero lo extraía directamente de la caja fuerte, pero la realidad era que lo sacaba de un cajón de la cocina, y allí siempre había una cantidad similar, ciento cincuenta euros, que servían para pagarme a mí y a la mujer o a la adolescente (nunca la vi, pues ella iba de día y yo de noche) que le compraba los víveres en alguna tienda del barrio y que en ocasiones le dejaba comida cocinada en recipientes de plástico.
Una noche de la que hoy me averguenzo le dije que estaba enamorada de él y le pregunté qué sentía por mí.
No me contestó. Me hizo gritar en su gimnasio, pero no me contestó. Antes de irme, a las cinco de la mañana, herida en mi amor propio, le dije que probablemente lo nuestro se iba a acabar pronto. Se lo dije en el recibidor, mientras con una mano apretaba el pomo de la puerta. Al abrirla y dejar entrar la luz de una farola de vía Germánico me di cuenta de que estaba sola.
Durante algunos días no pude evitar pensar en él con odio. Por molestarlo, durante nuestra siguiente cita, le pregunté como se había quedado ciego.
-Fue un accidente.
-¿Pero qué tipo de accidente?-dije.
-Un accidente de coche. Iba con unos amigos.
Dos de ellos no lo pudieron contar.
-¿Y quién conducía?
Es ese momento Maciste enfocó sus ojos ciegos en mis ojos, como si realmente me viera, y dijo que no le apetecía seguir hablando de ese tema.
Lo vi levantarse con algo de dificultad y alejarse sin vacilar en dirección a la puerta abierta. Estuve mucho rato sola, tirada en la banqueta de madera con el cuerpo untado de linimento, esperándolo y pensando en mis cosas, en el porvenir que se abría como un espejo del presente o como un espejo del pasado, pero que indudablemente se abría, hasta que me aburrí y me quedé dormida.
Es esa época soñaba mucho y olvidaba con rapidez casi todos los sueños. Mi vida en realidad era como un sueño. A veces me asomaba a una ventana cualquiera de la casa de Maciste y me ponía a pensar en los sueños que olvidaba con tanta prontitud y en mi propia vida que parecía un sueño, y no llegaba a ninguna parte, nada se aclaraba en el interior de mi cabeza, pero solo hecho de hacerlo, de pensar en los sueños y en la vida, aligeraba de un peso incierto mi corazón o lo que yo llamaba mi corazón, o el corazón de un delincuente, de una persona sin escrúpulos o con unos escrúpulos tan distorsionados que me costaba reconocer como míos.
En esos momentos un suspiro de alivio salía de mi garganta. Respiraba y sonreía como si se acabara de emerger de un mar profundo, sin aire ya, con las botellas de dejar la ventana e ir corriendo en busca de un espejo para contemplar mi propia cara, una cara que yo sabía que estaba sonriendo, y que también sabía que no me iba a gustar, una cara feroz y feliz, pero que era mi cara que yo tenía, la menor en muchas otras caras distorsionadas, una cara que emergía de la muerte de mis padres, de mi barrio donde siempre era de día, y de la casa de Maciste donde yo jugaba con mi destino, pero donde mi destino por primera vez era completamente mío.
Ninguna de estas certezas, sin embargo, ninguna de estas sensaciones, duraba demasiado. Gracias a Dios, porque entonces me hubiera muerto o vuelto loca.
Volaba y alucinaba, pero a ratos tenía los pies bien puestos en la tierra. Y entonces pensaba en la caja fuerte y en el dinero o en las joyas que Maciste guardaba y en la vida que nos esperaba, a mi hermano y a mí (y también de alguna manera a los desgraciados de sus amigos), cuando accediéramos por al tesoro, un tesoro que en manos de Maciste resultaba inútil, porque esté, bajo nuestra óptica, tenía todas las necesidades cubiertas y además ya no era joven, y nosotros, en cambio, teníamos toda la vida por delante y éramos más pobres que las ratas.
Y en esos momentos, no sé por qué, imaginaba monedas de oro, no dinero sino monedas de oro. Una caja fuerte negra e insoldable como los intestino de Maciste, en cuyo fondo, relucientes, estaban las monedas de oro que había acumulado filmando películas de gladiadores. La visión era agotadora. Y también inútil.
Una noche, mientras hacíamos el amor, Maciste me preguntó de qué color era su semen. Yo estaba pensando en las monedas de oro y la pregunta, no sé por qué, me pareció de lo más pertinente. Le dije que sacara su pene. Luego le quité el condón y lo masturbé unos segundos. Me quedó la mano llena de semen.
-Es dorado -le dije-. Como oro Fundido.
Maciste se rió.
-No creo que puedas ver en la oscuridad -dijo.
-Puedo ver -le dije-
-Yo creo que mi semen cada día que pasa es más negro -dijo.
Durante un rato me quedé pensando en lo que quería decir con eso.
-No seas aprensivo -le dije.
Después me fui a la dicha y cuando volví Maciste ya no estaba en la habitación. Sin encender ninguna luz lo fui a buscar al gimnasio. Tampoco estaba allí. Así que me fui a la galería y estuve un rato contemplando el jardín y la sombra de los muros vecinos.
La verdad es que el semen de Maciste no era dorado.
Ya no recuerdo el momento exacto en que me di cuenta de que nunca iba a ver el dinero, que nunca iba a gastar en cosas bonitas y superfluas el tesoro de Maciste. Sólo sé que poco después de saberlo cerré los ojos y me fui a buscar a Maciste por el resto de la casa. Lo encontré en la biblioteca sin libros, sentado bajo la imagen de San Pietrino de las Seychelles y me subí encima suyo y me dejé hacer el amor por mi amante o por mi jefe, para mí era lo mismo, sin decir nada y sin sentir nada.
Antes de que amaneciera, cuando volvía a casa en taxi, creí que me iba a morir.
ROBERTO BOLAÑO, p. cit. P. 127-133
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