Una orgía perpetua
ANTONIO MUÑOZ MOLINA 28/11/2009
Habría
que saber por qué caminos improbables llegan a nosotros desde muy lejos
las influencias que van a determinar nuestra vocación, nuestra manera
de mirar el mundo. En Úbeda, cuando estaba en el último año del
instituto, un amigo con el que compartía el amor por la música pop y
por la literatura me dio a leer por primera vez un cuento de Julio
Cortázar.
Me hizo una impresión tan fuerte que al cabo de tantos años y
después de haber leído tanto los cuentos de Cortázar y de haber dejado
de leerlos me sigo acordando de éste: era La isla a mediodía.
Me sorprendió con la sugestión de lo raro, de lo inusitadamente nuevo.
Estaba escrito en una lengua que era la mía, y que sin embargo tenía
una flexibilidad, una música desconocida, entre lo coloquial y lo
abstracto, muy ajena a la de los escritores españoles a los que yo leía
por entonces, y por supuesto a las traducciones de novelas extranjeras
de las que me alimentaba, dependiendo de las disponibilidades limitadas
de la biblioteca pública y de mis compras en el Círculo de Lectores,
cuyos viajantes llamaban a la puerta cada tres meses trayendo el tesoro
inusitado de sus catálogos y sus encargos, un poco a la manera en que
los gitanos de la tribu de Melquíades aparecían cada cierto tiempo en
Macondo para mostrar las novedades del mundo exterior.
Cuesta
ahora revivir en toda su plenitud el impacto que tuvo para muchos
españoles jóvenes el primer encuentro con la literatura moderna de
América Latina. Estaba escrita en nuestro idioma y sin embargo era
desmedida y exótica, en el sentido más noble de la palabra, porque nos
abría la imaginación a continentes tan asombrosos como los que siglos
atrás habían intentado contar los cronistas de Indias. Llegaba como un
vendaval de innovación y ruptura, pero a la vez poseía todo el hechizo
de los relatos primitivos, toda la fuerza de las novelas inmensas del
siglo XIX. Por los laberintos de Cien años de soledad uno se perdía como por las historias entreveradas del Quijote o de Las mil y una noches o El Decamerón.
En algunos suplementos literarios que llegaban de Madrid con varios
días de retraso se hablaba de experimentos confusos e incitantes en la
literatura, de novelas escritas sin puntos ni comas ni personajes ni
tramas que debían de ser tan prestigiosamente indescifrables como
algunos discos de Frank Zappa llegados también a nuestra provincia
cualquiera sabe por qué caminos. Estaba claro que en aquel cuento de
Julio Cortázar había algo muy nuevo que uno no sabía lo que era, igual
que en los diálogos entreverados de otra novela también llegada por
entonces, La casa verde, pero esa parte de extrañeza no
entorpecía la lectura ni enturbiaba la historia, sino que las hacía aún
más incitantes. Con la pedantería propia de la adolescencia, durante
varios años yo me empeñé en demostrarme a mí mismo que era un lector
intrépido y un aspirante a novelista de vanguardia, sometiéndome a las
audacias narrativas españolas más celebradas por la crítica de
entonces: Oficio de tinieblas 5, de Cela; Heautontimoroumenos, de J. Leiva o Leyva; Juan sin tierra,
de Juan Goytisolo. Ni la más ardiente hipocresía con uno mismo atenuaba
la modorra, la desoladora apatía. ¿No habría otra manera menos árida de
convertirse uno en escritor de su tiempo?
Por no hablar de otra
presión, la ideológica. Agazapado en su provincia, uno no sólo aspiraba
a irrumpir en Madrid como novelista o en su defecto como autor teatral
de vanguardia, sino además a derribar la dictadura del general Franco y
a ser posible construir el socialismo, para lo cual hacía falta
someterse a un régimen punitivo de lecturas de manuales marxistas y
seminarios llamados de formación en los que la densidad de los
conceptos a dilucidar era aún más impenetrable que el humo del tabaco
negro en aquellas habitaciones que tenían algo de catacumbas para los
devotos de una religión perseguida. El régimen de Franco no dejó de ser
sanguinario hasta el último día, y quienes regresaban a la luz después
de haber sido torturados en las comisarías conservaban una palidez y un
extravío en la mirada como de muertos en vida, pero los escaparates de
las librerías estaban inundados de clásicos del marxismo y de manuales
revolucionarios que nosotros leíamos, subrayábamos, analizábamos hasta
la extenuación, contagiándonos de una retórica como de hormigón armado,
llena de palabras abstractas y de reiteraciones machaconas, de "en
tanto en cuanto" y de infraestructuras y superestructuras y
correlaciones de fuerzas y análisis concretos de las situaciones
concretas y contradicciones de primer nivel y segundo nivel.
Después
de rumiar aquellos resecos piensos verbales no era muy fácil que a uno
le quedara paladar ni oído para el idioma, y menos aún sutileza para
percibir los matices de la vida real, que es el reverso de las
caricaturas doctrinarias que aspiran a reducir a los seres humanos a
muñecos de cartón. Antes de llegar a la universidad y atragantarme
voluntariosamente de ideología yo había escrito con una felicidad
irresponsable, imitando sin escrúpulo cualquier modelo con el que me
entusiasmara, escribiendo dramas poéticos a la manera de Lorca y poemas
de amor a la manera de Bécquer y luego a la de Pablo Neruda, piezas de
teatro del absurdo copiadas de Beckett y de Ionesco, de teatro de
agitación copiadas de Brecht y de Peter Weiss, arranques de novelas
fastuosamente planeadas que nunca pasaban de la primera página.
Y
de pronto aquel caudal absurdo que había fluido tan sin esfuerzo y con
resultados tan abundantes como deplorables quedó interrumpido. Escribir
había sido un juego y ahora era, opresivamente, una misión y un
tormento. El doble cepo de la ortodoxia ideológica y la coacción
vanguardista me paralizaba. La literatura tenía que ser un arma en la
lucha contra la dictadura y contra el capitalismo; la literatura tenía
que romper con las convenciones burguesas del costumbrismo y el
realismo, con la utillería decrépita de los personajes, de los
argumentos, hasta de la sintaxis, todo tan muerto como la pintura
figurativa después del triunfo irrevocable de la abstracción, o como la
música melódica desacreditada por la atonalidad. A uno tenía que
remorderle la conciencia por haber leído alguna vez con emoción a
Galdós o a Miguel Delibes.
Un cuento de Julio Cortázar me había
despertado a la literatura contemporánea cuando tenía 17 años. Yo creo
que fue un cuento de Borges el que me sacudió del sopor ideológico y
estético unos años después, el que empezó a educarme en la forma de
escritura que iba a ser ya siempre la mía. Leí El Aleph y mi
idea de la lengua literaria española y de la ficción cambiaron para
siempre. Era posible contar con ironía y verdad, con transparencia y
ternura, y a la vez subvertir las mismas normas del relato que tan
cuidadosamente se estaban respetando. Después vinieron Rulfo y Bioy,
Carpentier, Onetti, Manuel Puig, Vargas Llosa, Donoso, Idea Vilariño,
Bryce, Roberto Piglia, José Emilio Pacheco, Reynaldo Arenas, tantos
más, una orgía perpetua, la vuelta al día en los ochenta mundos de una
literatura que no se acaba nunca.
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