COZARINSKY... un cuento perfecto...
Publicado en De Otros. el 3 de Diciembre, 2009, 18:31 por MScalona
Piercing Él pensó que ella mentía cuando había dicho la verdad. Ella sólo había mentido cuando entendió que a él lo asustaba la verdad. * * * La había visto por primera vez, volviendo al hotel después de medianoche, una chica entre varias que conversaban ante la puerta de una disco. Un neón se reflejaba con colores irisados en el metal del piercing que ella lucía en el ombligo, sobre esa delgada franja de piel muy lisa, a la vez brillante y oscura, que separaba la remera blanca de la falda negra. Ella se dio cuenta de que él se había detenido: un hombre mayor (había aprendido que debía evitar la palabra "viejo") con los ojos clavados en su cintura y una leve sonrisa que le iba invadiendo el rostro. Cuando él levantó la mirada se encontró con los ojos de la chica. Lo encaraba francamente y dio dos pasos para separarse de sus amigas y hablarle. - ¿Y? ¿Qué te parece la ciudad? Él no se molestó: sabía que la condición de extranjero, si no de turista, estaba inscripta en cada centímetro de piel pálida, en cada mirada curiosa que dirigía a los balcones techados de madera tallada, cubiertos por cascadas de buganvillas (que él llamaba Santa Rita). Más tarde, mientras tomaban, él (como buen turista) un mojito, ella una coca cola, le contó del congreso al que había venido a asistir, del aburrimiento que le provocaban las reuniones de colegas, de sus ganas de ver bailar salsa. -Oye, salsa verás bailar en cualquier lado. Pero no es del Caribe, viene de la costa del Pacífico. Lo propio de aquí es el vallenato y, si buscas algo que no vas a encontrar en otro lado, pues tienes la champeta. Él nunca había oído esa palabra. Su ignorancia le hacía llamar cumbia a cuanto son, joropo, merengue escuchaba. Cuando le pidió a la chica que lo levase a ver bailar champeta, ella se rió con ganas: dientes blanquísimos y un destello burlón en la mirada. - Para eso tienes que venir a mi barrio, al Nelson Mandela. * * * Una hora más tarde entraban en un galpón, acaso un garaje, brutalmente iluminado, aturdido por un equipo de audio más propio de una fiesta al aire libre que de un lugar cerrado. Ella lo conducía, tomándolo de la mano. Ante algún comentario que él no llegaba a entender, y las miradas irónicas que no podía dejar de entender, y las miradas irónicas que no podía dejar de entender, ella se limitaba a sonreír y repetir: "No se toca, está conmigo". Allí, en medio de la pista donde las parejas se agitaban sin salir de la superficie de una baldosa, moviendo apenas los pies pero adhiriendo pelvis y muslos con las piernas entrelazadas en un golpeteo insistente, como si mimaran un coito interminable, ella lo obligó a bailar. - A ver el argentino, no se achique… Él descubrió muy pronto, que en vez de intentar aproximarse a la inimitable soltura de los demás bailarines, podía adaptar a ese ritmo el traspié del tango, más bien de la milonga. Ella quedó sorprendida ante la novedad, pero siguió sin esfuerzo y muy pronto le dio un beso que él entendió como un reconocimiento: no se había achicado. Lo que "el argentino" no podía lograr, a su edad, era la resistencia de los demás bailarines. A los veinte minutos pidió una tregua y ella se la concedió. Fue entonces cuando la invitó su hotel. - Pero qué te crees, que te van a dejar entrar con una mulatica… ¡Esto no es Cuba y yo no soy una jinetera! Trabajo por mi cuenta, no para el Estado. Le propuso en cambio ir " a casa de una amiga". Él intuyó una celada pero a esa altura de la noche y de la aventura ya no le importó: no llevaba reloj, sus zapatos eran viejos, sólo tenía cien dólares en el bolsillo y ya se había animado, contra las indicaciones de los organizadores del congreso, a aventurarse fuera del centro histórico, a ir a un barrio llamada nada menos que Nelson Mandela. Ella le pidió cincuenta dólares. Él aceptó. Cuando la vio desnuda se dio cuenta de que era muy joven, más de lo que había pensado. Le preguntó la edad. -Catorce. * * * Entre diciembre y marzo los vientos alisios soplan sobre la costa y alivian el calor y la humedad que en otros meses son asfixiantes para quien no está habituado a ellos. Para él habían sido una referencia puramente literaria, un vestigio de sus lecturas de infancia, historias de piratas, vientos propicios para las naves en las novelas de Salgari o para las muy reales con que Sir Francis Drake saqueó la ciudad. Ahora está apoyado en el reborde de una ventana, en una casucha de hormigón con techo de hojalata, ante una calle de tierra donde muchos vecinos se han asomado aun después de medianoche, sentados en silencio a le espera del sueño difícil o de la primera luz del día. Cierra los ojos para sentir mejor la caricia de se viento que mitiga la pesadez del aire nocturno. Ella lo espera en la cama, con los ojos cerrados sin dormir. Había percibido inmediatamente que él tuvo miedo cuando ella le dijo su edad. Viejos de mierda, pensó, primero se excitan con una chica porque la ven tan joven y cuando se enteran de que es joven de veras se asustan. Después de un momento se decide a llamarlo. - Vamos, ven, no me digas que te lo creíste. Soy menuda y tengo los pechos pequeñitos, pero la verdad es que ya cumplí diecinueve. Él reconoce en esos pechos el gusto del agua clorada de cualquier piscina. Ella reconoce en el súbito, inesperado vigor de la erección el auxilio farmacéutico. * * * Más tarde, antes del amanecer, él dejó el billete de cien dólares en la mesa de luz, mientras ella dormitaba o se desperezaba sin dormirse ni despertarse del todo. Cuando lo vio vestido, se incorporó sin vacilación. -No se te ocurra salir a la calle si yo no te digo con quién puedes volver. Se cubrió rápidamente con una sábana y por la ventana llamó a un tal Jacinto, que no tardó en asomarse a una puerta de la vereda de enfrente. Fue entonces cuando él le dijo que quería volverla a ver. -Mañana a las once en el Café del Mar. Habló casi automáticamente y a él no se le ocurrió preguntar dónde estaba ese café. Desde el taxi que lo llevaba de vuelta a la ciudad vieja, que otros prefería llamar centro histórico, a esa fortaleza amurallada por los conquistadores españoles que hoy protegía a los turistas y nativos que podían permitirse dentro de ella, vio niños negros jugando en el barro de un pantano, un caserío sin límites, de materiales precarios, elementales, luces apagadas que anunciaban almacenes, alquiler de videos, dispensarios médico. El cielo pasaba del azul al gris. Amanecía. *** El café del Mar ocupa un nicho en lo de las murallas. Desde sus mesas se puede ver, de día, el horizonte marino y de noche las finas guardas de espuma donde se reflejan las luces del malecón: llegan regularmente a la orilla y se derraman en medio de una oscuridad que borra límites entre el cielo y agua. El hombre que espera desde hace mas de una hora, sentado ante una mesa donde le sirven su tercer, mojito, evita dirigir la mirada hacia la mesa donde ríen y deben otros participantes en el congreso que lo ha traído a la ciudad. Tiene la mirada perdida en esa oscuridad surcada por intermitentes, desparejas ondas blancas, que rompen sobre las piedras de la orilla con un ruido que la música del café le impide oír. Abajo, desde el malecón, si una muchacha alzase la vista no podría verlo, ni a él ni a ninguna otra persona de las que están en el café. De lejos le llegaría la música, apenas audible bajo el ruido de las olas que rompen contra las piedras de la orilla. Un mozo se acerca al hombre y le entrega un papel doblado. "Lo trajeron para usted", dice antes de ir a atender otras mesas. ¿Quién? ¿Cuándo? No lo ha dicho y el hombre se guarda sus preguntas. Despliega la hoja y no halla un mensaje escrito sino una fotocopia, la de un documento de identidad. Reconoce inmediatamente la fotografía de la muchacha. Su nombre ha sido tachado en esa hoja, y de todos modos nada le diría pues nunca lo ha sabido. Lee, sí, la fecha de nacimiento: 2 de enero de 1993, trece años antes de la noche pasada. EDGARDO COZARINSKY |