JOHN GARDNER - lecciones
Publicado en Ensayo el 24 de Septiembre, 2009, 17:57 por MScalona
1) Mejorar el vocabulario, pero no a la manera del Reader´s Digest (que preconiza el uso de la palabras largas y rebuscadas) sino copiando sistemáticamente del diccionario todas las palabras relativamente cortas y comunes que le parezca que no suele emplear, incluida en su definición si es necesario, y forzándose después a usarlas como si le ocurrieran espontáneamente; dicho de otra manera, a usarlas con la misma naturalidad con que se conversa en una fiesta.
2) Leer libros y revistas poniendo atención en el lenguaje. Si lo que lee es malo (en general, puede contar con que los relatos que aparecen en las revistas femeninas lo son), debe subrayar o marcar de forma que destaquen las palabras y las frases que le molesten por su trivialidad, su altisonancia, su sentimentalismo o cualquier cosa que apartaría al lector inteligente y sensible del sueño vívido y continuo. Si lo que lee es bueno (en general, puede confiar para ello en The New Yorker, al menos en lo que a registro lingüístico se refiere), busque las razones de la bondad del lenguaje empleado. Incluso recomendaría mecanografiar una obra maestra como <<Los muertos>> de James Joyce.
3) Si el escritor prometedor sigue escribiendo -escribe día tras día, mes tras mes- y lee muy atentamente, empezará a <<entender la magia>>. Llegar a este punto es tan importante en el arte como puede serlo en el atletismo. Las ciencias prácticas, entre la que se cuenta la ingeniería verbal que permite escribir una novela comercial (Aguinis, Andahazi, Bonelli, entre nosotros), se puede enseñar y aprender. El arte, hasta cierto punto también; pero, exceptuando ciertas cuestiones de técnica, el arte no se aprende, simplemente se entiende la magia o no.
4) Si mi experiencia es representativa, diré que lo que uno principalmente capta de la magia es el valor del trabajo esmerado -esmerado casi hasta rayar en lo ridículo-. Yo llevo escribiendo desde los ocho años, edad en que descubrí el placer de componer versos malos, escribí poemas, relatos, novelas y obras de teatro en el colegio; en la universidad asistí a buenos cursos de análisis literario y de literatura creativa, algunos de ellos son escritores y editores famosos, y trabajé con auténtica devoción las otras materias que necesitan para obtener el doctorado en filosofía; pero a pesar de todo ello, no lo hacía muy bien. Trabajaba en lo que escribía más horas que cualquiera de quienes conocía, amigos y profesores me cubrían de elogios e incluso publique algo; pero no me sentía satisfecho, y sabía que mi insatisfacción no era gratuita.
5) Para entonces ya había afrontado la dolorosa verdad que todo joven escritor comprometido debe afrontar finalmente: que está solo. Los profesores y editores pueden dar algún que otro buen consejo, pero normalmente el futuro del escritor no les importa tanto como a esté, y distan mucho de ser infalibles; de hecho, estoy convencido, tras años de enseñar y editar, y de observar a otros dedicados a las mismas tareas, de que si pudiera verificar el acierto de los comentarios que profesores y editores, yo incluido, hacen sobre el trabajo de determinado escritor, se mostraría que, para éste, son más a menudo erróneos que acertados. Yo había trabajado con profesores que la mayoría considera destacados, me había esforzado todo lo que había podido en el vivero de los jóvenes escritores, el Taller de Iowa, y me las había arreglado para obtener toda la ayuda posible de otros escritores a quienes admiraba. Y aun así llegué a la conclusión de que debería averiguar por mí mismo qué era lo que no estaba bien de mis escritos. Lennis Dunlap, mi colaborador, era y sigue siendo uno de los perfeccionistas más exageradamente tercos que he conocido. Trabajamos cada noche cinco, seis o siete horas y a veces sólo conseguimos terminar tres o cuatro frases. Con el tiempo, yo adquirí la misma reticencia que él a dar una frase por definitiva si el significado de la misma no se veía tan claramente como un oso en una cocina bien iluminada. Descubrí lo que todo buen escritor sabe: que conseguir escribir exactamente lo que se pretende decir ayuda a descubrir lo que se pretende decir. Y cuando releo The Forms of Fiction, el estilo me parece excesivamente cauto, un poco demasiado conciso. (a veces no es mala idea decir una cosa dos veces.) Pero aquellos dos arduos años - as discusiones a media noche, y a veces, la explosión de alegría que ambos experimentábamos cuando la correcta elección de las palabras no permitía captar esa idea exacta que hasta entonces nos había eludido-me enseñaron qué era lo que no estaba bien de mis escritos.
PARA SER NOVELISTA, Ed. Ultramar, Barcelona, pag. 46-48
GARDNER fue el profesor de literatura creativa de Raymond Carver, y el libro lleva el prólogo, entusiasta y agradecido de Ray.
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