"Es necesario que se pregunte para que yo siga vivo, por que yo soy tan sólo su memoria". HAROLDO CONTI. Los caminos, homenaje.




RODOLFO FOGWILL

Publicado en De Otros. el 14 de Julio, 2008, 18:24 por MScalona

RODOLFO   FOGWILL

Argentina, 1941

                      

LOS PICHICIEGOS

            En su pueblo, dos veces que nevó, él estaba durmiendo, y cuando despertó y pudo mirar por la ventana la nieve ya estaba derretida. En el televisor la nieve es blanca. Cubre todo. Allí la gente esquía y patina sobre la nieve. Y la nieve no se hunde ni se hace barro ni atraviesa la ropa, y tiene trineos con campanillas y hasta flores. Afuera no: en la peña una oveja, un jeep y varios muchachos se habían desbarrancado por culpa de la nieve jabonosa y marrón. Y no había flores ni árboles ni música. Nada más viento y frío tenían afuera.

            -¿Sigue nevando? –quiso saber.

            En el oscuro sintió que el llegado sacudía la cabeza. Insistió:

            -¿Sigue o no sigue?

            -No. Ya no más –respondió la voz con desgano, con sueño.

            Ahora que lo sentía responder reconoció que el otro había movido la cabeza para los lados. La cabeza o el casco, eso seguía moviéndose. Después la cara se le iluminó, rojiza: pitaba un cigarrillo que olía como los Jockey blancos argentinos.

            -¡Pasá una seca! –pidió, pero por tanto tiempo sin hablar la voz le había salido resquebrajada.

            -¿Qué? –quería entender el llegado.

            -¡Una seca! ¡Una pitada! –ordenó.

            La lucecita colorada se fue acercando mientras el otro asentía diciendo:

            -¡Bueno…!

            Tomó la lucecita con cuidado. Sin guantes, sus dedos duros apretaron primero las uñas del otro, y desde ellas fueron  resbalando hasta el filtro. Era un Jockey, reconoció en su boca. Pitó dos veces y dos veces lo colorado se hizo ancho, calentándose la cara.

            -¡Che! ¡Una pediste! –protestaba la voz.

            -Ya está –dijo él y devolvió el cigarrillo que con la brasa crecida cruzando el aire negro parecía un bicho volador que alumbraba.

            -¿No es que había mucho cigarrillo? –seguía con la protesta el otro, pitando.

            -Haber hay –dijo él-. ¡Pero ahorremos!

            -¿Cuánto hay?

            -Como cuarenta cajas: un cajón casi.

            -¡Son como cuatrocientos atados…! –se admiraba el otro echándole más humo.

            -Sí –dijo él. No sentía ganas de calcular.

            -¿Y cuántos somos? –preguntó.

            -Ahora veintiséis, o veintisiete –dijo él.

            -¡Es mucho!

            -¿Mucho qué?

            -La gente –dijo el otro, y convidó-: ¿Querés el fin?

            -Sí –dijo él y recogió la lucecita del aire y pitó hasta sentir la mezcla del humo de tabaco con el gusto a cartón y plástico del filtro que se quemaba. Lo apagó en el suelo. Dijo:

            -Se terminó…

            El otro hablaba. Quería saber:

            -¿Quién cuida los cigarrillos…?

            -Uno, Pipo Pescador.

            -¿Pipo? ¿Y sirve ése?

            -No sé –dijo él. Estuvo a punto de opinar, pero no sabía quién era el llegado. Buscó la linterna. Palpó la tierra dura, el bolso con pistolas, luego barro, luego un trapo de limpiar y más barro y después tocó la caja de herramientas; allí metió los dedos hasta encontrar la linterna chica de plástico. Alumbró el piso. Con el reflejo de la luz reconoció la cara de que hablaba. Era un porteño, Luciani.

            -Sos Luciani –dijo.

            -Sí, ¿por qué?

            -Quise saber, ¿sabés las cuentas bien vos?  

            El otro dijo que sí y él preguntó:

            -¿Cuánto hay? Son cuarenta cajas largas enteras.

            -Ya te lo calculé –hablaba Luciani-, son cuatrocientos atados de veinte. Si fuéramos veinte tendría que haber veinte paquetes para cada uno. ¿Todos fuman?

            -No. Todos no.

            -Y ha de ser más o menos ahí: veinte paquetes para cada uno.

            -Un mes de fumar, más o menos –dijo él.

            -Un mes o más, según cuánto te fumés.

            -Habría –pensó y habló- que conseguir más cigarrillos.

            -¿Y los otros? ¿Qué dicen?

            -Dicen que hay que buscar más azúcar. El Turco busca azúcar. La gente quiere cosas dulces –anunció.

            -¿Cómo que no hay azúcar? –dijo Luciani-. ¿Quién cuida el azúcar?

            -Pipo Pescador –dijo él.

            -¿Y está abajo?

            -¿Qué cosa?

            -Pipo: ¿Pipo está abajo?

            -Sí –dijo él.

            -¡Che, Pipo! –gritó Luciani y su voz retumbó en el tubo de tierra.

            Desde abajo llegaba un chistido.

            -¿Qué pasa? –dijo Luciani.

            -Que no grités –le explicó con voz afónica-: ¡Duermen!

            -¡Che, Pipo! –habló Luciani echándoles el aliento a las palabras, para que fuesen lejos sin despertar-: ¿Cuánta azúcar queda?

            -¿Quién sos? –averiguó la voz de abajo.

            -Luciani.

            -¡Y qué mierda te importa! –habló Pipo.

            -Quería saber –se justificaba.

            -Saber, ¡saber! –protestaba Pipo-: ¡Por qué no laburás…!

            -Yo laburo –dijo Luciani.

            -Bueno… No hay azúcar, pibe –decía Pipo-: hay nada más que para el mate de la mañana y por si vienen los oficiales. ¡Y ahora callate! ¡Che, Quinquito! –La voz de Pipo se estaba dirigiendo a él.

            -¿Qué?

            -¿Sabes qué?

            -No. ¿Qué?

            -Decile a ese boludo que averigüe menos y que salga y consigna azúcar.

            -Buen… -dijo él y volvió a mirar la cara de Luciani en la medialuz que soltaba la linterna apoyada en el muro de barro.

            Nunca se deben iluminar las caras con la linterna. Al principio, cuando alguien pedía la linterna, siempre la pasaban prendida, dirigiéndole el rayo de luz a la cara. Así se producía dolor: dolían los ojos y dejaba de verse por un rato. Abajo –por tanta oscuridad-. Y afuera, andando siempre de noche y en el frío, la luz duele en los ojos. Alguien alumbraba la cara y los ojos se llenaban de lágrimas, dolían atrás, y enceguecían. Después las lágrimas bajaban y hacían arder los pómulos quemados por el sol de la trinchera. Escaldaban.

                                                                    

Ed. Interzona,  p. 12-16

           

           

  
Autores
María Paula Cerdán, Francisco Kuba, Verónica Laurino, Marcelo Scalona, Caro Musa, Claudia Malkovic, Silvina Potenza, Marcela González García, Soledad Plasenzotti, Natalia Massei, Mónica M. González, Ariel Zappa, Cintia Sartorio, Cecilia Mohni, Silvia Estévez, Julia M. Sánchez, Matías Settimo, Marisol Baltare, Maximiliano Rendo, Matías Magliano, Andrea Parnisari, Roberto Sánchez, Alina Taborda, Nicolás Foppiani, Mayra Medina, Alfredo Cherara, María B. Irusta, Ale Rodenas, Laura Rossi, Germán Caporalini, Rosana Guardala Durán, Rosario Spina, Sergio Goldberg, Luisina Bourband, Alejandra Mazitelli, Tomás Doblas, Laura Berizzo, Florencia Manasseri, Beti Toni, Nahuel Conforti, Gabriela Ovando, Diana Sanguineti, Joaquín Yañez, Joaquín Pérez, Alvaro Botta, Verónica Huck, Florencia Portella, Valeria Gianfelici, Sofía Baravalle, Rubén Leva, Marcelo Castaños, Luis Astorga, Juan Pedro Rodenas, Esteban Landucci, Dora Suárez, Laura Cossovich, Alida Konekamp, Diego Magdalena, Franco Trivisonno, Gerardo Ortega, Roberto Elías, Facundo Martínez, Ariel Navetta, Graciela Gandini, Jimena Cardozo, Soledad Cerqueira, Juan Gentiletti, Sebastián Avaca, Emi Pérez, Adriana Bruniar, Mariano Boni, Flor Said, Elina Carnevali, Roxana Chacra, Lorena Udler, Nora Zacarías.-