Publicado en relatos el 13 de Julio, 2008, 22:33
por ACapo
De este
lado del amplio ventanal
Está acostada
boca arriba sobre algo que parece, sin serlo, una cama. Mas allá de sus pechos
duros, bastante mas allá, un amplio ventanal por el que puede ver, cuando no
tiene los ojos cerrados, la tarde escapando inflamada. Un día que podría ser
cualquier día. Un instante, deja de jadear. No se retuerce, no se entrecorta.
Gira su cabeza de un lado a otro. Y, en ese camino, cuando mira al frente, parado
entre sus piernas abiertas, mas cerca de sus tetas que del amplio ventanal, ese
hombre que viste algo de color verde. No olvidará ese color. Está serio,
abocado a lo que debe hacer en ese momento. Movimientos cuidadosos,
experiencias anteriores. Acaso una rutina. Ella, en tanto, sigue jadeando. Aun
así se esfuerza por mirarlo. Es que supo acompañarla en los sucesos de los
últimos tiempos. Penetrando los huecos que fue dejando su marido, que nunca
pudo entender. Y mientras levanta su pubis desnudo puede razonar que este
momento debía llegar. Y no lo olvidará. Porque ciertas cosas, simplemente,
pasan. Su jadeo se acelera, grita. Y bruscamente expulsa el gozo. Acaba de
parir a su primer hijo…
LA ÚLTIMA VEZ
La oscuridad ha hecho cabecera de
playa, incluso en sus almas. Se conocen desde cuando las cosas eran menos
complejas, todo por hacer, nada por perder. El le lleva ventaja en esto de quererla
y se transforma en una suerte de Caballo de Troya. Se besan. Desesperan por
ahogar cualquier jadeo, residuo del arrebato. Vuelven a besarse. No se volverán
a ver.
A la hora de ir al baño en cualquier discoteca de moda se hace cada vez más difícil interpretar el símbolo que distingue el lavabo de hombres y el de mujeres. Antes de que llegara la posmodernidad en cada puerta estaba escrito con todas las letras la palabra caballeros y señoras. Bastaba con saber leer para no equivocarse, siempre que uno tuviera claro a qué género pertenecía. Fijar en la entrada del baño el autorretrato de Durero o la imagen de la Gioconda fue la primera alternativa clásica, pero después la disyuntiva se fue complicando. Una simple inicial, unos labios rojos o un bigote, una pipa o un tacón de aguja, un sombrero de copa o una pamela, signos cada vez más abstractos y ambiguos hacían que uno se confundiera en la encrucijada, sobre todo si iba borracho, hasta oír un grito detrás de la puerta equivocada. En un viaje reciente a Buenos Aires me llevé una sorpresa. La librería Clásica y Moderna de la calle Callao es a la vez café concert, botillería intelectual, refugio de lectores y artistas, un establecimiento regido por la divina Natu Poblet. En el momento de ir al baño, situado en un altillo, me encontré con mi foto en la puerta del lavabo de caballeros, sin más explicaciones. Se supone que en ese espacio mi imagen era el símbolo del género masculino, el guía que conducía a los hombres fisiológicamente hacia su destino. Consulté el caso con mi psicólogo, que es argentino, valga la redundancia. En principio yo no sabía si mi foto pagada a la puerta de un retrete de caballeros debería ser tomada como un homenaje o como una forma de mandarme a la mierda. El psicólogo me dijo que servir de hito en ese espacio era un reconocimiento más importante que cualquier medalla. De hecho, cuando entré en el establecimiento se produjo un revuelo entre las camareras del bar, los empleados de la librería y algunos clientes habituales sólo comparable al que se dedica a un gran personaje. Para ellos yo no era escritor ni periodista, sino el monarca absoluto de un reino de apenas tres metros cuadrados. Después pasé por la prueba de entrar en mi propio reino para ejercer mi función y dentro me encontré con uno de mis súbditos, que me miró con ojos espantados como si yo fuera un fantasma.