No es fácil vivir en un bazar. Hace cincuenta años ya. ¿O quizás cien? Se hace
todo tan borroso para la memoria… debe ser la edad, de otra manera,
como se explica
que me acuerde como si fuera ayer… cuando la señora Rosa nos trajo
a cajita musical y a mí.
Todavía me retumba ese valsesito que emitía cada vez que se abría,
era pegadizo y alegre al principio.
Casi infeccioso. Tanto, que la señora Rosa (en ese entonces Rosita),
cada vez que venía contenta,
abría a cajita y se zarandeaba frente a mis propias narices… una y otra vez,
una y otra vez.
Nos quería la señora. Claro que nos quería,
si hasta cuando se casó con el señor Raúl,
no dio el brazo a torcer con tal de llevarnos con ella a nuestro nuevo hogar.
La pasamos bien, la cajita y yo.
Estábamos de frente a la cama del señor y la señora.
Los primeros años veíamos cada cosa…
¡Y qué seguido que lo veíamos...!
Algunas veces hasta me cambiaban de lugar, pudor… decía la señora.
Después, mientras las primaveras fueron pasando,
la cosa empezó a aminorar,
incluso un par de veces, el señor se divertía sin la señora, con otras.
Hasta sólo lo hacía, eso si, por suerte esas veces me daba vuelta.
Ojalá pudiera recordar por qué fue que la señora nos empeñó.
Me suena a algo de crisis,
me parece que la dueña de acá algo había comentado.
Un tema algo así como de economía y putas.
Una puta crisis económica, eso era.
La cuestión es que la señora nos entregó a cambio de unos pesos ley.
¡Que alegría haberle podido servir de algo a la señora!
Eso si, cómo lloró esa tarde.
A cajita nunca la abrieron y cerraron tantas veces como ese día,
jamás sonó mejor.
Que pena, como me hubiera gustado contestarle eso que me preguntaba
cuando era chica,
que lindo habría sido.
Y ahora aquí estoy. Atrapado en esta suerte de museo,
con la diferencia de que acá en vez de sacarnos fotos o
llevarse un souvenir de nosotros,
directamente nos compran si gustamos. Todos los lunes,
bien tempranito, una señora viene y,
plumero en mano, nos sacude el polvo, es más, a mi me pasa un trapito, y,
si la dueña está distraída se lleva algunas cosas debajo de la blusa.
Debe ser para limpiarlas mejor en su casa.
Muy poquitos, apenas si los dejan entrar a los rayos del sol.
Que a mí me escondan de ellos, vaya y pase, pero que culpa tiene el resto,
con lo que brillaría el estuche para peinetas de alpaca con unos rayitos
más o los cachetes de porcelanade Evelyn,
supongo que ese es su nombre.
Pero bueno, a la dueña le gusta esta atmósfera,
como de un crepúsculo permanente, se jacta.
Últimamente vienen más clientes, el otro día una señorita,
acariciándose el pelo frente a mi,
dijo que todo lo que hay acá es muy posmo, muy in.
Y así fue como me separó de cajita.
Se la llevó. En el bazar la habían acomodado lejos, pero igual la veía en mí.
Ya no está, la extraño.
Y sigo pensando en cómo me hubiera gustado haberle podido contestar
a la señora Rosa:
-Usted señora… usted es la más linda.
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