CAMINANDO HACIA LA MUERTE
(Last train to London)
Hoy tengo que morir. Nadie lo sabe, es un secreto. Pero sé, que es y que tiene que ser hoy. Es temprano, estoy recién levantado, dormí bien a pesar de que anoche ya sabía que hoy era el gran día. En realidad siempre lo supe, nací para vivir esta hermosa jornada, fui criado para no temerle y fui mentalizado en que esto iba a ser lo mejor para todo mi pueblo, para mi bebé y mi esposa que ahora duermen, y los miro. Los miro y no puedo no temer por ellos, pero es así, hoy me voy. Ella no lo sabe, pero evidentemente lo sabrá; él no lo entiende, pero afortunadamente lo entenderá, y quizás algún día sea como su padre fue. Sabrá que hay personas que tienen su causa, que nacen y viven sabiendo cuándo y porqué van a morir, y que la muerte es la justificación de toda una vida, viven por morir, y así, interpretará de que la mayoría de la gente, esa que es criada a base de dudas, muere sin saber para qué vivió.
Ya es la hora de partir. Nuevamente mi vista se posa sobre esa cama, espero que sigas bien, no preguntes, no te detengas a eso. Ahora es el turno de la cuna, dejo mi gorra sobre tu pancita pequeña, vas a ver que estarás orgulloso y le hablarás a tus amigos de un héroe que conociste muy poco tiempo, pero que fue alguien que te enseñó con sus actos y no con sus palabras. Basta, me voy. Abro el placard y cuidadosamente cargo a mis espaldas la mochila, tomo aire, y empiezo a caminar hacia mi muerte.
Salgo del departamento y la mañana se presenta fresca, las caras de los que van a trabajar se pintan pálidas, hartas. Comienzo a andar y me siento útil a la sociedad, una pieza más de este rompecabezas de fichas contingentes: hoy soy yo, mañana otro ocupará mi lugar, y así siempre. Pero dentro de mi cabeza todo sabe distinto, una mente como la mía es sumamente necesaria para que al fin todo sea más suave, para enseñar a eliminar esa forma de vivir en la incertidumbre, lo que muchos llaman identidad. Identidad… como si fuera solo un número, un nombre, un apellido. Todo está muy bien controlado, pero el tema trasciende a todo esto, la identidad tiene que reflejarse en las creencias, y yo creo en algo por lo que voy a trascender.
Faltan dos cuadras para llegar al subte. Estoy puntual. Al llegar a la última bocacalle, de ambos lados del cruce surgen dos sujetos que se unen a mi paso. De frente se suma el tercero, y somos, así, a la vista de los ciudadanos que madrugan en esta gran ciudad, cuatro comunes personas que se dirigen hacia algún punto de la red. Entonces bajamos por la escalera y la tierra nos traga hacia el mundo subterráneo. Cada uno de nosotros lleva una pesada mochila, con las que podríamos parecer coordinadores de alguna empresa de turismo o alpinistas desubicados.
Llegó el de las ocho, se dirige al centro. Nos miramos como si hubiésemos compartido todos los días de nuestras vidas, y pronto nos separamos. A mí me tocó el cuarto vagón. Me senté en unos de los pocos lugares vacíos ubicando entre mis piernas la mochila.
Faltaban 5 minutos. Los rostros de los pasajeros estaban inmutables, seguros de un porvenir que los esperaba en la próxima parada, y así miran hacia las ventanas que muestran solo oscuridad, y siguen pensando que la muerte es un ser lejano y que viven solo para alejarse de ella, pero la oscuridad está ahí afuera, a un paso, ¡y todo cuelga de piolines mis estimadas víctimas del azar! Pero no me digan nada, porque ustedes son culpables de aceptar la coacción diaria que establece el poder por el dinero, y nadie en este medio occidental tiene en la cabeza otra cosa que un billete pac-man comiéndole los sesos. Y no se imaginan o no quieren aceptar que la única forma de ganarnos es aceptando la derrota, pero nunca se van a dar cuanta de eso porque los héroes egoístas de sus películas desconocen ese lado de la victoria, humillarse a la derrota, aceptar la paradoja de esta nueva guerra, perder para ganar.
Un minuto para morir. Sostengo con ambas piernas la mochila y poso mis manos sobre ellas. Miro por la ventana. Imagino muchas cosas: un mundo sin globalización; ideales concretados; gritos de desesperación; rabia por un lado y orgullo por el otro; una mujer llorando buscando indicios y explicaciones; y un varoncito crecido usando una gorra, esa misma que su padre le legó el día que las cosas cambiaron.
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