13 de Enero
Hace frío. Mucho frío. Camino por las calles oscuras y grises de la noche en una ciudad que desconozco, pero que adivino europea por la arquitectura ingeniosa y bella.
Aunque hay otros edificios que me desconciertan. Nunca había visto algo así. Son enormes moles de piedra, con un sinnúmero de ventanas. En algunas de ellas hay luces.
También hay luces en la calles. Luces blancas, que no titilan ni se mecen con el viento frío que cala los huesos. Cerca hay un río. Puedo olerlo. También hay otros olores que no alcanzo a identificar. No son olores a caballo o mula, pero en algo se perecen. Son olores crudos, salvajes, ahumados.
En las calles vacías, nada se mueve.
Doblo a la derecha. La calle es más ancha y tiene más luces. Hay casas que tienen las paredes de cristal, y es posible ver hacia adentro. En algunas ventanas se ven figuras tiesas, vestidas con ropas extrañas, mirando fijamente algún punto perdido del espacio.
Sigo caminando.
A los costados de mi paso, cada tanto, un bulto rompe el desasosiego. Veo que cada bulto es un hombre. Un harapiento. Un descastado. Todos son seres humillados, rotos. Algunos duermen, otros dormitan. Llevan barbas oscuras, como la piel que dejan ver los harapos. Tiene ese olor salvaje, ahumado y crudo. Uno de ellos me mira y me dice algo que no entiendo.
Sigo.
Al fin, llego a un lugar reconocible. Una plaza, una iglesia. En la escalinata de la Iglesia, varios bultos humanos se acomodan unos contra otros como para resistir el hielo del aire. Son niños. Diez o doce. Tienen la cara triste y hundida.
A pocos metros de allí, una familia revuelve un montón de estiércol y sobras. El olor es nauseabundo, pero comen con fruición las inmundicias que retiran de la basura.
Más allá de la Iglesia, hacia el lado del río que se deja adivinar en la espantosa noche, una llama dorada se refleja en un lago artificial, entre columnas que parecen griegas. Atrás, una torre.
Los pobres y descastados se acercan. Parecen gente del norte, con sus pómulos angulosos y sus ojos rasgados. Un niño flaquísimo mastica una fruta negra. El terror de la alta noche agolpa mi cuerpo. Sentado en el lomo de un león de piedra, en las escaleras de una casa lindera a la Iglesia, un jovencito cubre su cara con un talego extraño. Su sonrisa tiene una mueca siniestra y estúpida. Sus ojos están vacíos.
Aunque no conozco esta ciudad, tengo la sensación de haber estado aquí.
Un grito agudísimo taladra la noche. Es un grito de dolor, de hambre, de impotencia, de injusticia.
Despierto.
Miro a mi alrededor.
Mi corazón palpita con esfuerzo.
Reconozco a mis compañeros de tienda.
El aire frío del Plumerillo me tranquiliza.
Soy un granadero del capitán San Martín y mañana partiremos rumbo a Chile. Debo descansar. Los godos nos esperan del otro lado de la cordillera
Toda ha sido un mal sueño.
Carlos Bagnato
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