Otoño en Buenos Aires
Decidí que, de todos mis oficios terrestres, el violento oficio de escritor era el que más me convenía
Rodolfo Walsh - 1964
El hombre camina rápidamente, casi pegado a las casas.
El tránsito a esa hora es escaso.
Hace un poco de frío y el hombre se levanta la solapa del abrigo.
Viene de tomar un café en compañía de gente amiga. Para olvidar por un momento las preocupaciones, o para aprovechar el buen día de marzo, decidió caminar hasta su destino, desechando los ofrecimientos de llevarlo en auto. Tiene una carta en el bolsillo.
Los pasos del hombre suenan contra la vereda regada de hojas muertas.
Una pareja camina despacio en su misma dirección. En la vereda de enfrente, unos chicos están sentados en el umbral.
En algún lado canta Gardel.
Unas cuadras más allá, una radio propala las novedades del régimen militar, que ayer cumplió un año.
Se respira paz.
Dos hombres surgen de improviso desde atrás de uno de los autos estacionados. Están vestido con colores oscuros y sus rostros están tapados.
Simultáneamente, la pareja se arroja al suelo, pero el hombre no lo ve porque está sorprendido por la brusca aparición de otros tres individuos que saltaron la verja del jardín de una casa.
El hombre tampoco escucha el ruido de un motor acercándose. Está ocupado tratando de sacar del bolsillo de su abrigo un revólver.
Alguien grita algo.
Alguien dispara.
El hombre hace fuego contra una de las figuras que salieron del jardín. La figura cae hacia atrás, en cámara lenta. A partir de ahora, todo es cámara lenta para el hombre.
Otro grito.
La pareja se levanta y corre hacia el hombre.
La mujer cae de bruces, con una flor roja en la espalda.
El hombre que corría junto a la mujer no se detiene. Sigue.
Otro disparo más.
Otra figura cae. Esta vez se trata de uno de los que salieron desde atrás del auto estacionado.
Una sucesión de disparos.
El revoque del frente de las casas salta.
El hombre que estaba con la mujer alcanza al otro hombre y se le arroja encima.
Lo atrae junto a sí y ambos se parapetan detrás de un tapial.
El caminante mira sorprendido al otro hombre, que, como él empuña un revólver. Es un hombre joven.
Más revoque que salta.
El hombre joven dispara al tuntún, asomando la mano armada sobre el tapial.
El caminante lo imita.
Detrás de un árbol, responden otros disparos.
Órdenes.
Figuras oscuras que se mueven con rapidez.
Rostros cubiertos que se asoman.
Disparos.
El hombre joven cae, con una mancha roja en la frente.
El otro resiste, hace uno o dos disparos más.
Un auto frena frente e la casa donde el caminante se refugió detrás de un tapial.
Gritos. Ruido de pisadas.
Una pequeña lluvia caliente de revoque que cae en la cabeza del hombre escondido.
Al mismo tiempo que cesa el infierno del ruido, tras o cuatros sombras oscuras saltan al interior del jardín y se abalanzan sobre el caminante acurrucado.
La tarde se vuelve roja para el hombre que caminaba solo.
Un disparo, que no será el último, retumba en el jardín.
El hombre que caminaba sólo, grita.
Otro disparo, que será el último.
El hombre joven deja de quejarse. Y de moverse.
Los hombres de oscuro se llevan, con rudeza innecesaria, al caminante. Lo meten en el auto.
El hombre que caminaba solo emite otro grito de dolor.
El auto arranca y dobla la esquina con velocidad.
La mujer tendida en la vereda deja de quejarse. Y de moverse.
En el auto, el hombre que caminaba se desangra acostado en el asiento de atrás.
¿Quién es?, pregunta uno de los hombres de oscuro, señalando con un gesto de su cabeza al asiento de atrás.
El autor de “El Eternauta”, responde el chofer.
(Nota del autor: El 25 de marzo del 77, un “Grupo de Tareas” emboscó a Rodolfo Walsh. Su cuerpo nunca apareció. “El Eternauta” es obra de H. Oesterheld.)
Carlos Bagnato (Junio 2004)
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