DUELO AL SUR
Publicado en Parodias el 20 de Octubre, 2005, 17:18 por Omarmay
El Bizco Giménez siempre conducía su desvencijada bicicleta raudamente. Un desesperado. Como un poseso del pedal rumbo a la ciudad. En realidad no padecía de estrabismo, era tuerto nomás. El ojo izquierdo se lo había vaciado con el manubrio de la bicicleta en una rodada, pero él, juraba y rejuraba que había sido en un entrevero prostibulario, una noche de timba y mujeres, en los años mozos. La piedad de los parroquianos, la misma que autoriza a los grandotes a decirles chiquito y rengo a los paralíticos, lo nombraba cariñosamente "Bizco", intimidados, además, por su mal carácter. No era el único cambio que el ojerizo había impuesto a su personalidad, ya que a Bruno Giménez, como había sido anotado en el Civil, lo cambió por Jiménez , para diferenciarse del padre que le había dejado como herencia todas las ETS (Enfermedades de Trasmisión Sexual) que hubiera, y una chacra, en su afán de perderlo todo en cuanto juego y desliz amoroso se le presentara. Al apellido materno lo desconocía por completo, como a su madre, lo único que sabía era que su abuelo se había enamorado de un lancero de Catriel y se había ido a vivir con él, con lo que se convirtió en el único conquistado en la Campaña del Desierto. Cansado de pedalear las cinco leguas que lo separaban de su cracrita (si así se podía llamar a esa media héctarea llena de yuyos y un rancho que se caía a pedazos, sostenido mas bien por las vinchucas en "defensa de la vivienda única"), se detuvo en un recodo del camino, presa de un ataque de tos que atrajo a una mujer solícita en su ayuda. Al llegar, el bizco le estampó un esputo de sangre en mitad del pecho. Entre el asombro y el asco, la buena señora le dió tamaña trompada que lo tiró de culo con bicicleta y todo, mientras profería: -¡Tuberculoso de mierda, hecete ver...! Ante la evidencia de su mal y no poder conciliar el daño al vestido de la mujer, se internó nuevamente en la Lucha Antituberculosa, que, con el Bizco Jiménez, perdía siempre. Lo tenían que cuidar y alimentar, que era lo que en realidad le hacía falta. Un muerto de hambre. Un desesperado. Mientras cumplía su período de rehabilitación, cepillaba a los otros internos en diferentes juegos. - Debe ser la virtud del ojo hueco -se decian- cuando orejea las barajas, el humo del cigarrillo no lo molesta, y cuando apunta, evita cerrar un ojo para afinar la puntería y en eso...¡nos saca una gran ventaja!. Cuando ya había esquilmado a todos apelando a sus recursos de viejo fullero, taimado y pendenciero, jugó por una colección de revistas El Tony y D'artagnan y las ganó. Ahí descubrió al Cabo Savino, con quien se identificaría de inmediato, por ser un estoico héroe de las pampas, cuyo coraje consistía en mantener a raya la hambruna permanente, quejarse de la mala paga que nunca llegaba, usando como única arma un rifle siempre sin municiones y su sable corvo, salvador. Se deliraba tanto con las aventuras del Cabo Sabino, así lo llamaba, como él, que empieza a devorarse con fruicción cuanta revista le cae en las manos, muchas veces untadas con mayonesa, ajo y sal, ya que su ojo único se cansaba de tanta lectura. Cuando al fin le dieron el alta, preparó su bicicleta. Era lo único que tenía. La había atado con alambres al espaldar de la cama. Se colocó el ajusta-pantalón de acero y salió raudamente del hospicio con la recomendación de que comiera bien: las revistas, no...le dijeron, porque le secaban el vientre. Como anochecía, el rocío le mojaba las alpargatas y las hacían resbalar como escupida en plancha. A sus pedales solo le quedaban los ejes, y como corría peligro de agujerearse sus escuálidas piernas, decidió apearse en el primer boliche que se le cruzó, mentado como "La arañita de Martita", lugar emblemático de cafishios, tahúres, cuchilleros, pendencias y un cura gay que recitaba poemas del Mio Cid. Mientras saboreaba una cañita brasilera, hojeó una aventura de Sabino haciéndose el distraído. Recibió el convite de jugar una partida de casín por parte de quien se le presentó como Lunguito, ante el azorado Bizco-Tuerto Jiménez que solo veía a un retacón rechoncho. - Lunguito porque él -señalando a un hombrón sentado frente al billar- es Lungo Viejo, mi padre, que me adoptó para que juegue en su lugar... es que ya no ve bien...¿vió...? Y el señor de allá, aquél, es Poncho Pastorutti, pero dígale Poncho nomás. Cuando el Bizco lo miró a Poncho, este se tocó el ala del sombrero con las puntas de los dedos, en una respetuosa y tajante forma de saludo. Vestía de traje y un poncho doblado en cuatro pliegues del lado de la siniestra: la canícula, a esa hora marcaba 40 grados. Dedujo que era el matón de los lungos, a pesar de sus 84 años. El mote sería por la forma de protegerse con el poncho de las cuchilladas o simplemente para abrigarse. La primera partida la ganó holgadamente el Bizco Jiménez. Por supuesto, el desesperado redobló la apuesta, retando además a Lungo Viejo por todo el resto que le quedara. Pero en esta partida la cosa no fué igual, entonces, cuando comenzó a presentir que iba a perder, afloró desde lo mas profundo de su ser la decisión de hacer lío, no pagar y salir corriendo con la bicicleta de tiro. Empezó a hacerse el discutidor (¿ofendido de qué?), un tanto echando parada de guapo, pese a su esmirriada figura y esos ajustapantalones, sempiternamente calzados, dándole ese aire intemporal y patético.pero entonces, Lunguito advirtió la jugada y con el taco del billar en la mano le dijo intimidatoriamente: -Págame aguja, porque te parto la cabeza. La ofensa encrespó al Bizco Jiménez. Le asaltó la duda primaria si le había dicho aguja por lo flaco o por tener un ojo solo. Desde lo mas hondo de sus entrañas sintió que le subía el coraje prestado del Cabo Sabino, y ahí nomás se llevó instintivamente su mano a la espalda en busca del cuchillo. Ante ese apronte del Bizco, Poncho se cubrió el brazo, acarició el frío mango de su facón, y tembló ante ese contacto. O por el reuma crónico, vaya a saber... Se quedó expectante ante los movimientos en pinzas de Lungo Viejo y Lunguito, rodeando al Bizco Jiménez, que con una velocidad centelleante sacó de su cintura el inflador de la bici, que era lo único que llevaba. El sonido que hizo el inflador al desprenderse en sus tres tramos y ver al Bizco Jiménez blandiendo el bombeador, descolocó a sus contrincantes... y al Bizco también. Y tanto, que se dijo para sus adentros apelando a toda la bravura ante la adversidad de los hombres de ese indomable sur -si le hubiera puesto la manguerita, por lo menos, flor de chicotazos les daba-. Pero ya era tarde, su suerte, siempre ojeriza, estaba echada. Omar Maya. |