16 de Octubre, 2005
Publicado en Cuentos el 16 de Octubre, 2005, 21:50
por paularamburu
Más que un "cuento", creo ésto debería publicarse en una categoría que se llame: "Relatos de breve desaliento".
Todos los sábados, cerca del mediodía, nos encontrábamos para desayunar en el Café Ibiza, a unas pocas cuadras de la avenida principal y a escasos metros del mar.
Una vez que nos sentábamos, dábamos comienzo al ritual: para él, un tostado, un jugo de naranja y un café doble con leche; para mí, una media luna con jamón y queso caliente, un licuado de duraznos y naranjas sin semillas y una lágrima.
Entre bocado y bocado, él solía alternar su mirada entre las páginas del diario - buscando veleros, siempre buscando veleros o autos - y alguna regata que se corría en algún océano bien lejano a nosotros, y que por ahora, sólo podía disfrutar en una pantalla gigante de plasma.
Por momentos, yo lograba abstraerme de su diario, de la regata y de su cara, para sumergirme en mí misma y hacer de cuenta, aunque fuera por unos segundos, que todo lo que hacía o dejaba de hacer me resultaba totalmente indiferente: era placentero pensar que su indiferencia me era indiferente.
Pero esa suspención momentánea de los sentidos desaparecía ni bien él despegaba la vista de la página de deportes o de la pantalla, para pedirle a la moza otro jugo de naranja, o el encendedor para dar vida al enésimo cigarrillo de la mañana, o simplemente para pedirle que le trajera la cuenta cuando ya no había ni mas páginas para girar ni mas canales para saltear.
Y yo lo miraba, siempre lo miraba, pero no a los ojos, porque cada vez que lo miraba a los ojos podía ver eso que ya no estaba.
Esa mañana, caminó conmigo una vez más hasta mi casa. Parecíamos dos caracoles cansados de arrastrar nuestros caparazones cuesta arriba.
Otro jugo, otro cigarrillo, una segunda ojeada al diario y ahora la Carrera de Fórmula Uno en el Circuito Cerrado de Mónaco que ya estaba en su última vuelta.
Y yo que lo seguía mirando, esta vez dirigiendo la vista por encima de su cabeza, con la secreta convicción de que la nube de humo que salía a bocanadas por su nariz, se lo iba a devorar, por fin, en el próximo minuto.
Pero el humo se evaporó en el aire. El se levantó lentamente de la silla, y en ese impulso que congeló la boca de mi estómago y secó el fondo de mi garganta, supe lo que vendría: me miró, me besó y caminó hacia la puerta.
"Nos vemos" - dijo, masticando la frase con esfuerzo, como intentando disolver esas dos palabras con el ácido de su saliva.
De un golpe sordo y seco, la puerta se cerró.
Y yo, mientras frente al espejo me ponía un poco de brillo en los labios, me seguía preguntando por las causas del último atentado en Londres.
Paula Aramburu
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Publicado en Poemitas. el 16 de Octubre, 2005, 21:43
por analialardone
el vidrio
atraviesa el vidrio como una piedra
y queda del otro lado
del otro lado del vidrio
quieta
sin poder recuperarla
tu mirada
no se vuelve hacia mi
como antes
ya no
mi corazón erosionado
arena
que se e s p a r c e
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Publicado en De Otros. el 16 de Octubre, 2005, 21:15
por paularamburu
Se miran, se presienten, se desean,
se acarician, se besan, se desnudan,
se respiran, se acuestan, se olfatean,
se penetran, se chupan, se demudan,
se adormecen, despiertan, se iluminan,
se codician, se palpan, se fascinan,
se mastican, se gustan, se babean,
se confunden, se acoplan, se disgregan,
se aletargan, fallecen, se reintegran,
se distienden, se enarcan, se menean,
se retuercen, se estiran, se caldean,
se estrangulan, se aprietan, se estremecen,
se tantean, se juntan, desfallecen,
se repelen, se enervan, se apetecen,
se acometen, se enlazan, se entrechocan,
se agazapan, se apresan, se dislocan,
se peforan, se incrustan, se acribillan,
se remachan, se injertan, se atornillan,
se desmayan, reviven, resplandecen,
se contemplan, se inflaman, se enloquecen,
se derriten, se sueldan, se calcinan,
se desgarran, se muerden, se asesinan,
resucitan, se buscan, se refriegan,
se rehuyen, se evaden y se entregan.
Oliverio Girondo
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Publicado en Cuentos el 16 de Octubre, 2005, 17:43
por dvaldez
Les dejo este cuento que es muy querido para mí. Espero que todos lo disfruten.
EL TAJO DEL PEZ
De vez en cuando íbamos a pescar. Dejábamos el viejo Borward despintado de mi tío Oscar en la ribera del arroyo Ludueña y nos lanzábamos en tropel hacia la barranca irregular arrastrando las cañas y los tarros de tierra llenos de carnada que las lombrices removían con aterrada anticipación.
Mi viejo tomaba las raquíticas cañitas y comenzaba con lenta y cuidadosa atención a ensartar los gusanos en los patita de mosca. Una vez preparadas, las iba entregando con las puntas bien hacia arriba y los anzuelos siempre a la vista. Entonces nos quedábamos firmes y concentrados, vigilando los sedales hasta que se daba una orden y luego, con verdadero deleite, los arrojábamos al agua. Las boyas rojas y blancas cabeceaban alejando anillos concéntricos por la corriente espumosa. A nuestras espaldas podíamos oír el sisear del fuego de la garrafa portátil, donde se calentaba una pava negreada por el uso. El tío Orlando preparaba unos mates. Ricardo, mi primo más chico, abandonaba enseguida la caña clavándola en la tierra húmeda y se ponía a jugar con su linternita negra (- “de dos elementos”- decía, para darse importancia cuando la mostraba) sin importarle si picaba o no.
Era viernes a la madrugada y en el mes de Junio, treinta años atrás, era invierno de verdad. Emponchados hasta el hartazgo, mis cuatro primos y yo temblábamos medio encogidos entre las nubecitas de aliento que se nos escapaban con cada exhalación. Mucho antes de que cualquier asomo de aburrimiento nos ajara la cara, comenzaban a salir moncholos y mojarritas que eran la delicia de la noche. Un tarro viejo de dulce de batata los iba amontonando y cada tanto nos arrimábamos a espiar cómo se retorcían.
Con la primera pausa en la mateada, los tres adultos desplegaban los reeles y previas advertencias y agachadas de cabezas arrojaban los grandes anzuelos a la parte más profunda del canal.
A veces, los pequeños tesoros se negaban a aparecer con la frecuencia deseada. Y nos quedábamos extáticos, hipnotizados por el ondular del agua. Combatíamos el tedio pateando el borde de la barranca, tratando de desprender terrones de tierra seca, para ver como caían. Creíamos que nadie lo notaba, pero casi siempre éramos delatados por un traicionero chapuzón. El desgraciado infractor era entonces relegado al cuidado de la pava. Lejos de la acción, mil fragmentos de luna le llenaban los ojos y su caña esperaba dormida, impaciente, a que la pava silbara y cortara de una buena vez aquella injusta maldición.
Así, en la paz de aquella noche de pesca helada, pasaban los minutos y después las horas, interrumpidas cada tanto por el paso cansino de los botes de pescadores y por tazones de chocolate caliente que mi tío Oscar dejaba en nuestras manos amoratadas.
Una exclamación, seguida de un lamento, quebró de improviso la monótona vigilia. Ricardito, en un exceso de confianza, había dejado caer su preciada linterna al agua. Flotó sólo un instante. Luego la vimos desaparecer en medio de un remolino, tragada por las aguas marrones, aún encendida.
Es curioso como funciona la memoria. Aunque los detalles se me desdibujan con los años, siempre que recuerdo los viejos días de pesca, lo primero que me viene a la memoria es el momento en que mi viejo saca la primer pieza grande de la jornada. Es –creo - una boga enorme que se estrella entre risas y aplausos en el pasto. Luego, el corte largo en el vientre, con los dedos firmes en la agallas. Las tripas amontonándose a un costado. Y por detrás de las piernas acuclilladas de mi viejo, la cabeza de Ricardito, con el cuello estirado, espiando con ojos enormes, buscando con infantil inocencia su linternita negra en el tajo.
DANIEL VALDEZ
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